La música del despertador




Benicasim, 8 de octubre 

La música del despertador de mi samsung empezó a sonar tan suave que se confundía con la brisa, enseguida fue creciendo.  Dormía boca arriba, desplacé el brazo y, sin abrir los ojos, lo apagué antes de que llegara a su tono más alto. Después de un poco, tras salvado el tránsito del sueño a la vigilia abrí lo ojos. En el centro de la oscuridad mis ojos tropezaron con los silenciosos habitantes de la noche, Júpiter sobre mi cabeza, la Osa Mayor a mi derecha, la Polar... Con los brazos bajo mi cabeza contemplaba el espectáculo de la noche, las olas rompían entre los cantos rodados produciendo el conocido sonido de un caldero en el que estuvieran hirviendo agua. Tardo unos segundos en ser consciente de donde estoy. Ayer tarde me había alejado de los caminos para seguir la cercanía del agua. Dormía juntos a unas grandes pitas rodeadas de hinojos con las rama llenas de pequeños caracoles. Podía ver mi colada sobre las rama de las carnosas hojas de la pita cercana. Una discreta humedad se había posado sobre mis cosas, sobre el saco de dormir, hacía fresco. Hube de ponerme el jersey. Quizás en noches posteriores sea hora de ir poniendo la tienda, la humedad de las noches del Mediterráneo no le viene bien ni a mi cuerpo ni a mi equipaje, pero es que es tan hermoso dormir bajo las estrellas, despertar en la noche y abrir los ojos y comprobar cómo las constelaciones giran en torno a la Polar, una tras otra desfilando cada noche sobre mi vivac... Me levanto, recojo mi casas, hago el macuto, meto mi colada en una bolsa de plástico hasta que el sol haya levantado un palmo sobre el horizonte, momento en que haré de mi mochila un tendedero. Después me pongo en marcha precedido por la luz de la linterna. El único paso posible es un estrecho talud de cantos  rodados que tengo que seguir atento para que no lleguen olas a mis deportivos. Caminar en la noche con el mar rompiendo a mis pies me produce siempre un raro temor. Más allá está la oscuridad, la brusquedad del mar que arremete contra la tierra y el hervidero de las rocas sobre las que se arrastra el agua como gimiendo. Ninguna luz en los alrededores. No sé con seguridad si voy a encontrar paso entre una impenetrable vegetación de arbustos y palmitos y el mar. Mis pies resbalan sucesivamente en el talud, sin embargo más adelante la vegetación retrocede y da paso a una pequeña playa de cantos rodados. A lo lejos se ve el perfil de una construcción, probablemente la ermita que señala mi mapa. Llego a un camino, es hora de apagar mi linterna, pero la dejo encendida, no quiero pasar de incógnito frente a lugares habitados. Tras las casas vuelve la soledad sobre un lomo de rocas, el camino recibe el nombre de Cañada del Mar. Ahora debo caminar fatigosamente por un lecho de pequeñas rocas. Por levante ha empezado a levantar la débil luz del amanecer. El mundo empieza a recuperar su aspecto corriente. Las nubes del fondo recogen en su seno el fulgor de los primeros rayos del sol, luego, en un alarde de fuerza, como si la madre tierra empujara con fuerza renovada en el parto del nuevo día, el sol se abre paso y aparece al fin entre las nubes enmarcado esta mañana entre el lujo de las  palmeras de la playa de Torrenostra. 




Suena en estas circunstancias la historia del mundo como algo hecho del soplo de un instante, así me parece a mí en esta madrugada en que mi contacto con el mundo durante dos horas se reduce a las estrellas que brillan espléndidas en esta noche marina, a un talud de cantos rodados erosionados durante milenios para venir a convertirse en huevos de avestruz, en que mi contacto se reduce a la misma oscuridad que debió de rondar por la tierra hasta que Yahvé cayó en la cuenta de que debía crear la luz. Cada cual vive la realidad del entorno en que se mueve, y esta realidad necesariamente marca sus percepciones, su modo de relacionarse con aquello que no es su yo, el tú y todo lo demás, de ahí que este vagabundo, que vive una gran parte de su tiempo en relación con las estrellas, el mar, el fuego, la tierra, pueda caer de tanto en tanto en una percepción del mundo que poco tiene que ver con la de aquellos cuyo techo no son ni la estrellas ni el aire de las montañas, cuyo sueño no está velado por las olas de los acantilados, cuya cotidianidad transcurre en un trajinar por nuestras calles de hormigón en lugar de recorrer al filo del alba los acantilados o las largas playa que motean las afueras de las ciudades y los pueblos. 



El dueño del restaurante donde como, en Benicasin, me invita a un chupito, limonchelo, lo hace él mismo. Está bueno, tiene cierto sabor al sorbete de limón. Después de charlar un rato se despide, tiene que ir a regar la huerta, aquí tienen horarios para esas cosas y ha de regar a la hora en que le ha tocado a uno. Se despide y me deja la botella de limonchelo sobre la mesa, que me sirva lo que quiera, dice. Y allí me quedo con el limonchelo y la escritura. Que nadie se extrañe si encuentra cosas raras o incomprensibles en el post, la culpa será del limonchelo. Después del cuarto o quinto chupito tengo que pedir enseguida la cuenta porque tengo la impresión de que si sigo ahí me va a ser difícil encontrar la puerta de salida del restaurante. 



Esto se ha vuelto a poblar endemoniadamente. No veo esta tarde manera de encontrar un lugar adecuado para pasar la noche. Sólo alejándome del pueblo en dirección al mar hay algunas posibilidades, esos malecones que apuntan hacia levante y que suelen ocupar los pescadores por la tarde noche. Elijo uno de ellos y me dirijo a su punta. Está formado por grandes bloques de piedra. Seguro que encuentro alguna lo suficientemente plana como para que me sirva 0de colchón. Charlo con lo pescadores: buena compañía para la noche, me dicen que estarán aquí hasta la cuatro de la mañana más o menos. Cuando consulto mi gps para marcar la situación de mi vivac en las cercanías de Benicasin, me encuentro que estoy en pleno mar; ahí está una toma de la pantalla del teléfono para demostrarlo. Los del Google Earth sí están al día, sin embargo. 
















2 comentarios:

slechuga dijo...

Alberto, con las pintas que llevas seguro que mas de uno te ha dejado unas monedas, al lado del saco de dormir.

Alberto de la Madrid dijo...

Un vagabundo es un vagabundo, y te puedo asegurar que es una vida que ni está nada mal, aunque te tengas que afeitar en fuentes públicas.