Mucho ruido y pocas nueces



Cercanías de Almería, 30 de octubre 

Anoche, cuando empezaron los relámpagos a corretear por aquí y por allí por encima de mi cabeza no salía de mi asombro, tan embebido estaba en la permanencia indefinida de este verano que tenemos que me pilló de sorpresa. Yo como siempre, aficionado a dormir en las alturas me había buscado una alta prominencia ocupada en parte por una gran antena, me había arrellanado en los cuatro metros que había entre la instalación de la antena y el abismo y me había olvidado de todo. Cuando empezaron los relámpagos estaba en el saco dispuesto a cenar y dormirme. El miedo a los posibles rayos no me afectaba, con aquellas enormes antenas en las cercanías entendía que harían de excelente pararrayos. El problema era que el abismo estaba demasiado cerca y allí no había manera de clavar una piqueta para poner la tienda. Ahora en la oscuridad me daba un poco vértigo el lugar. Salí del saco y miré aquí y allá, tenía la posibilidad de saltar una valla e instalarme dentro del recinto, algo relativa sencillo, pero con la experiencia de la refinería del valle de Escombreras en Cartagena ni se me ocurrió. En la parte algo protegida del exterior el suelo todo era de hormigón. No me quedaba más remedio que instalar allí la tienda. Ya vería cómo. En eso empezó a soplar un fuerte viento que me hizo temer que mi cosas salieran volando por los aires. Tuve que coger pesadas rocas para colocarlas encima de mi desperdigada impedimenta. Localicé seis rocas grandes, saqué la navaja y con ella corté algunos vientos de  la tienda que me servirían para atar los techos a las rocas. Colocar las varillas y que la tienda se pusiera a volar como una cometa arrastrada por el fuerte viento fue todo uno. No había manera de fijar primero la varillas y luego ir atando el primer techo a las rocas. La tienda estuvo a punto de volar varias veces. Mientras tanto truenos y relámpagos se turnaban en las alturas amenazando con descargar antes de que hubiera terminado la aventura de poner la tienda. Me pareció mentira verla montada en aquellas circunstancias, necesitaba decírselo a alguien nada más estar dentro. Soy divino, me decía mientras terminaba de meter el grueso macuto dentro. Cuando cerré las cremalleras de la puerta sentí un regocijo de la leche. El viento arreciaba y levantaba el suelo de la tienda y agitaba todo el conjunto, pero lo anclajes eran buenos, no había nada que temer, a lo sumo si llovía mucho tendría una cortina de agua por debajo, pero si llegaba el caso ya vería. Me sentí contento como un chiquillo. Cuando me hube calmado llamé a Victoria por teléfono para contarle mi aventura, pero nada más oírla comprendí que era imposible transmitir mi estado de ánimo a una persona que estaba ahora mismo a seiscientos kilómetros de distancia cómodamente sentada en el cuarto de estar y había tenido que interrumpir la ópera que estaba viendo/oyendo en ese momento para atender el teléfono. La enfática y maravillosa cabalgata de las Valkirias de Wagner se interponía entre nosotros. Siguió tronando durante un buen rato pero la cosa no fue a más. Quedó sin embargo un fortísimo viento que sopló durante toda la noche y que agitaba la tienda produciendo un enorme ruido que me obligó a dormir con tapones.


Hay en el mar esta mañana un aire de cierta solemnidad. La olas arrojan el caudal de sus aguas sobre el claro otoñal de la playa. La enorme bahía azul que se extiende hasta más allá de Almería, yace tranquila y solitaria en la afelpada luz de las primeras horas del día. La interminable línea blanca del flequillo de las olas se encrespa sobre la morbidez de la arena para derrumbarse enseguida como gigante de pies de barro. Un gato de pelaje atigrado en tiras grises y blancas mira la mañana repantigado sobre la arena. 




El día transcurre sin pena ni gloria, de tanto en tanto caminar se convierte en movimiento de baile, el camino acompaña en todo momento a la olas. Me siento ligero. Sigo con gusto y atención la aventura amorosa que me va contando Kerouac durante muchos kilómetros. Me familiarizo con los usos y costumbres de la generación Beat que se movía hace décadas en el entorno de San Francisco, California. El golfo de Almería se extiende con toda su longitud delante de mí, mi ocupación de hoy será recorrerlo de parte a parte. 




Caminar en el más puro sentido de la palabra, sin ninguna distracción, sin cuestas, hasta convertir los movimientos en una especie de ballet. Por medio desayuno, lavo la ropa, me aseo, me afeito, cuelgo la colada de mi impedimenta y sigo caminado, Almería cada vez esta más cerca. Hoy pararé en las cercanías de la ciudad, más allá de la universidad. Busqué algún hotel en el teléfono pero la cosa no cuajó, se ve que mi cuerpo se ha hecho tanto a las escolleras, las playas, los acantilados que cada vez que le propongo dormir como el cuerpo de un ciudadano corriente me frunce el ceño. Vale tío, vale, le digo como si tratara de hacerle un favor cuando en realidad a mí me sucede exactamente lo mismo. Y es que mi cuerpo y yo parecemos haber nacido de la misma madre. Hoy estábamos ambos un poco nostálgicos, fue leyendo a Kerouac que nos pusimos así. La chica esa negra y el protagonista de la novela habían empezado a tener problemas que se parecían a los que nosotros mismos habíamos atravesado una década atrás. Tuve que apagar el ipod para escuchar lo que decía mi cuerpo, que no quería pasar por alto por culpa de la novela lo que estaba sucediendo dentro de él. Parecía como si quisiera, viendo lo que sucedía en la novela, sacar parecida conclusión y así lavarse la manos, es decir, también nosotros nos habíamos cansado algo, nosotros de ella y ella de nosotros después de cuatro años, siempre la misma historia de amor que asoma la narices de tanto en tanto en este blog, algo que ahora parecía más evidente que nunca. ¿Y por qué entonces aquel inmenso drama que montamos cuando surgieron dificultades externas a nosotros? Ese era el gran misterio. Ambos, mi cuerpo y yo, nos dedicamos durante un buen rato a analizar estas cosas. Descubrimos que si todo hubiera seguido con la misma rutina de los cuatro años anteriores aquello no habría durado más de unos cuantos meses. Pero... Sí, las historias de amor están llenas de estos avances y retrocesos y en ellas a veces la amenaza de un inmediato desenlace actúa como vigorosa pócima amorosa. Así discurríamos mi cuerpo y yo mientras atravesábamos un árido y bello paisaje de dunas. Alguno podrá decir que qué coño centrará en un diario de los caminos estas cosas. Le podría contestar que si no entiende que la cosas que les suceden al caminante y su cuerpo forman parte muy densamente de las cosas del camino es que no ha entendido nada. El que esté interesado en estas notas que se van haciendo al ritmo del paso de un caminante sin prisas, habrá observado que esto ni es un relato típico de viajes ni una guía de senderismo, aquí cabe todo lo que pasa por el ánimo del vagabundo, el peregrino o lo que se tercie según las circunstancias. Este diario viene a ser, quisiera ser, algo así como la historia de todo lo que pasa por el ánimo del caminante y su amigo, su cuerpo. 





Sentado junto a las escolleras
escucho. 

Bramidos pausados
las olas
el fragor entre los cantos rodados 
Venus sobre nubes de humo bermejo 
olas 
fragor entre la rocas 
tic tac tic tac, 
eso es el tiempo 
lo que hay entre una ola y otra. 

El agua se despeña 
por el talud de piedra, 
a mi espalda una hilera de farolas 
corredores que pasan junto al tiempo:
las olas, 
el motor de un automóvil 
el silencio 
junto al alboroto de la escollera, 
inmensamente lejos
la luz del faro que abandoné esta madrugada, 
en medio el golfo de Almería 
que caminé toda la jornada. 
Ahora escucho, miro, 
la noche habla de las pequeñas cosas. 
Lejos un barco pesquero, un avión, 
las menudas estrellas.





3 comentarios:

Unknown dijo...

Entre los ruidos exteriores y las conversaciones interiores, sumando a esto el clima y el movimiento puedes terminar, en una de estas, al otro lado del estrecho sin saber como.

Alberto de la Madrid dijo...

Un beso, guapa. Seguro que tienes razón. De momento esta noche he venido a parar entre los invernaderos, acaso para quitar tanto calor a la cosa.

Alberto de la Madrid dijo...

Un beso, guapa. Seguro que tienes razón. De momento esta noche he venido a parar entre los invernaderos, acaso para quitar tanto calor a la cosa.