El Chorrillo, 24 de mayo
La excursión
del otro día tenía, como el título de aquella novela de Arundhati Roy, El dios de las pequeñas cosas, ésta
también, el agradable sabor de las pequeñas cosas. La tranquila placidez de un
paseo por la Barranca
con unos cuantos amigos, como comentaba Julián de Salazar, camino del mirador
de Las Canchas, puede ser el regalo que
lo años traen a los amantes que de jóvenes tuvieron la gracia y la suerte de
internarse en la belleza de los bosques o afanase "inconscientemente"
en esa curiosa tarea que consiste en subirse por lugares insólitos y fuera de
razón a una serie de pedruscos :-); esto último una fiebre quinceañera que
todavía no remite ni siquiera en la proximidad de los setenta, como es el caso
de Adolfo Candia, Salcedo o Laureano, locos de atar que todavía encuentran
agallas para echar una caná al aire con sus viejas amantes de la Pedriza , esas amantes
exigentes de cálida roca con las que gastamos las mejores fuerzas de nuestras
juventud. Dichosos ellos, de todos modos.
El caso es
que el yo había pensado muy livianamente en asistir a ese "evento"
(jejeje, lo siento Martín, pero eso del evento todavía suena un tanto a
rechifla), piqué con el ratón en el cuadradito que decía que acaso y me olvidé
del tema, probablemente a sabiendas de que se suspendería o que caería una
chupa de agua que mantendría a todos en sus respectivas casas con los pies
metidos en unas confortables pantuflas. Pero no, el día previo me llamó por
teléfono Laureano y así no tuve más remedio que tirar para adelante aunque me
apeteciera más quedarme en casa con un libro en las manos o con la vista
paseándose por los árboles chorreantes de lluvia. Cuando llegamos a la Barranca la compañía ya
estaba a punto de ponerse en camino, trajes de lluvia, paraguas y capas de
todos los colores. El valle dormía perezoso envuelto en el fular de una ligera
niebla que se enredaba entre los pinos y dejaba el bosque envuelto en esa pizca
de misterio que recordaba los lejanos días de un otoño cuando subíamos a
colectar níscalos en la mullida hojarasca que tapiza el suelo de los pinares.
No soy una
persona dada a caminar en grupo, pero creo que le estoy cogiendo afición; a la
vejez viruelas, como decía mi madre. Pegar la hebra con unos o con otros
caminando bajo la lluvia parecía ser esa mañana un bonito deporte. Dejando a la
derecha el camino que lleva a la fuente de la Campanilla Antonio
Verdugo me cuenta sobre sus experiencias de andarín y de esquiador mientras yo
rememoro mis rudimentarios conocimientos de ese arte que sólo ejercí haciendo
esquí de travesía, un aprendizaje que logré dominar en aquellos tiempos
basándome en un manual que saqué de alguna biblioteca pública. No pasé de hacer
la cuña en los giros pero aquello me sirvió para hacer algunos recorridos
invernales por el Pirineo, un puñado de Altas Rutas de Gredos y numerosas
excursiones por Guadarrama; aquellos fines de semana que subíamos después del
trabajo a última hora del sábado a la
Bola , muchas veces con las pieles de foca, y que descendíamos
por la loma del Noruego hasta Cotos para subir a dormir al refugio del Zabala,
eran de los mejores recuerdos de entonces.
P O D E M O S
Un poco más
arriba, abandonando la pista que se dirige hacia la derecha comienza un camino
que se hace sumamente agradable. El bosque está precioso, las barbas de viejo
cubren los troncos y las ramas de los pinos y los líquenes dibujan pinturas
abstractas con motivos de delicados grises que viran al azul tenue bajo el
ligero chirimiri que nos acompaña. Los paraguas y las capas de colorines
aparecen diseminadas por el camino dando diversidad a la mañana. Miguel Ángel
Matesanz habla de su experiencia en los Alpes, de su atracción por la Aiguille Verte y de la
ascensión a la cumbre cercana de Les Courtes a la que ambos ascendimos por
diferentes vías. Mi recuerdos de entonces es una gélida mañana saliendo del
refugio Couvercle y ascendiendo en la oscuridad por el glaciar de Talèfre con
el amigo Javier Mayayo, una oscuridad que se hizo de ámbar y caramelo a
nuestras espaldas sobre el merengue de la cumbre del Mont Blanc mucho antes de
que la noche abandonara el couloir por el que ascendíamos.
A mi
izquierda el bosque se viste de especial belleza y entonces me quedo atrás y
bajo la lluvia saco la cámara para fotografiar un entorno en donde algunos
pinos rendidos por el peso o la vejez han inclinado la testuz hasta caer
desplomados en los hombros de otros compañeros. El bosque es una metáfora de
nuestra propia vida, donde un árbol cae otros muchos se levantan con la fuerza
imperiosa que da el alzar la cabeza del suelo en plena primavera, un verde
lustroso y brillante que incluso en medio de la niebla y la lluvia viste el
conjunto con la belleza de su pujanza. Ángela, cubierta hasta las cejas, pasa
despaciosa y sola a mi lado, ¿qué tal lo llevas?, le pregunto. Más adelante a
punto está de perder el camino en una pista que desciende hacia el valle;
tomamos una pequeña trocha y enseguida llegamos a una explanada en donde décadas
atrás fue construido un hospital antituberculoso. Se agradece que al derruirlo
no hayan dejado ni rastro de escombros; allí la naturaleza ha vuelto a recobrar
su aspecto original.
Caminamos
juntos por un rato. Julián de Salazar hace alabanza de los san Miércoles, el día
de la semana consagrado por la gente del Navi para pasear por la sierra y
reunirse en el cenáculo de Alpedrete para sellar la festividad de ese día que
se va convirtiendo en sagrado para los parroquianos de ese santo. Julián, que
todavía hace algún trabajo, ha decidido cancelar todo compromiso alrededor del
miércoles para rendir culto al santo correspondiente. Esto me da la vida, decía
en algún momento. Por cierto, que hay muchas cosas que dan la vida. Estaba
escribiendo la línea anterior cuando sonó mi teléfono. Era un mensaje de Carlos
Soria. No tuve nunca una relación directa con él pero compartimos muchos ratos
comunes en torno a los Galayos, Gredos y Pedriza; le admiro de lejos y en mis
libros he dejado constancia de su merito en muchas ocasiones. Ayer le mandé un
mensaje vía Facebook con el vínculo de algo que había escrito sobre él días atrás
en este blog y hoy tengo su respuesta. Aprecio que me haya reconocido. Recuerdo
que hace treinta años leí un tocho de Simone de Beauvoir titulado La vejez, del que se me quedó grabada la
idea de que según nos hacemos mayores puede ser un delito dejar perder la
curiosidad y el interés por las actividades que nos han sido gratas en la vida.
Dejar perder estas cosas es propiciar dejar de vivir.
Esta crónica
se está haciendo larga, pero es que como en aquella novelita de Cortazar, un miércoles
cualquiera puede convertirse en La vuelta
al día en ochenta mundos. En el mirador de las Canchas no se ve ni pijo, así
que piscolabis, chirigotas como siempre, foto de grupo de rigor a cargo de
Fernando Ruiz y volvemos a tomar el camino del valle. Poco más abajo se abre un
poco el cielo y aparecen las laderas de La Maliciosa cubiertas por una delgada capa de nieve;
un regalo para los ojos. Un pequeño grupo se arremolina alrededor de algo que
se mueve en el suelo, el caminar como de borracho, un poco a lo Charlot de una
salamandra atrae la atención de los caminantes.
Por demás
durante el camino recupero algunas palabras que andaban perdidas en mi memoria,
una, cagoule, que recuerdo Antonio
Verdugo, y que no había oído pronunciar desde hace más de cuarenta años,
palabra con la que designábamos a la capa de agua o similar por entonces. De la
mano de Jacinto y Julián de Salazar, indagamos algunas palabras que van perdiéndose
en hablar de hoy. Quise recordar que una de esas palabras que recordaba Jacinto
era bigarro, pero no. Bendita memoria (¿cómo era Jacinto?) que tampoco supo
recordar momentos después el título de una novela de Flaubert. Hicimos la última parte del recorrido
acompañados por la conversación en torno a la belleza de nuestra lengua, la
palabra "melancolía" aparecía bella en sí misma como si se tratara de
un cuadro de delicados colores al pastel. También salió a colación Javier Marías
respecto al cual Jacinto y yo no estábamos de acuerdo; mientras yo lo puse en
la lista negra hace tiempo, él apreciaba el buen uso que hace Marías de nuestra
lengua. La fuente del Molinillo dejaba oír su rumor claustral junto al camino
al final de nuestra conversación.
En el
cenáculo de Alpedrete, mientras al fondo de la mesa Fernando Sanz del Amo, Laureano y yo
arreglábamos el mundo hablando de economía y de chorizos, no de los de
cantimpalo se entiende, por el resto de la mesa sonaban los ecos de la melodía
de Cecilia, Un ramito de violetas; un
ramito de violetas depositado anónimamente en el buzón de las damas del Navi
durante la semana, fue un plato que amenizó de la tertulia. Cosas de amores que
mezcladas con las ganas de diversión y con la animosidad de Martín ponían su
guinda en el pastel del final de la jornada.
Por cierto,
mañana PODEMOS.
2 comentarios:
Jo, que bien que vayas con los socios algun miercoles, asi puedo leer tu relato de las caminatas.Nunca tengo bastante y complementas lo que van contando los demas, Gracias y fuerte abrazo.
Se ve que algo de nostalgia te corre por el cuerpo. No se puede tener todo, la maravilla del mar y las montañas de toda la vida, incluido a sus amantes.
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