El Chorrillo, 7 de mayo
Desde Arroyoimolinos
de León se sale al noreste por un agradable arroyito donde centenares de ranas
saltan asustadas al paso del caminante que ya mismo anda buscando la sombra de
una higuera para descabezar ritualmente su siesta de costumbre, lo que sucede
casi a la vuelta de la esquina. Unos mojones de hormigón facilitan enseguida el
cruce del río y en el lado opuesto me está esperando, espesa y apetecible junto
al rumor del agua y el ajetreo de las ranas, la sombra de la higuera. Por estas
tierras no hay mucho variedad de árboles que elegir, encinas en el monte y alguna
por lo alrededores del pueblo. Tras una buena comida el caminante no encuentra
una cosa más deliciosa que tumbarse bajo el mosquitero y hacer la digestión
sesteando.
Emprendo la
discreta subida de la sierra, antes de que el camino se precipite por la otra
vertiente hacia de llano de las dehesas, con la lectura de una nueva novela, en
esta ocasión de la mano de Eça de Queirós, La
ilustre casa de Ramires. No tengo ni idea por qué metí esta novela en mi ipod,
seguramente tuvo que ver el hecho de que mi camino comenzara a ocho o diez
kilómetros de Portugal. Cuando hice el GR–10 recuerdo que tuve un deseo
similar, a punto de llegar al la frontera, antes de emprender la ruta por los
Arribes del Duero, recuerdo que sentí el deseo de leer a Pessoa, ese tipo de
inclinación que tiene la gente de comer paella cuando pasa por Valencia.
En el caso
de hoy Eça de Queirós se concierte nada más empezar en un apetecible manjar
literario. Literatura vetusta, de sabor a cosa vieja, vino añejo; si el libro
que leía hubiera sido de papel con toda seguridad sus páginas habrían
desprendido ese agradable olor a viejo que se desprende de los libros de otras
épocas. Hidalgos, caballeros, ilustrísimas, labriegos, criados, la aristocracia
provinciana de un país en evidente declive en donde los personajes pretenden
frenar la inevitable decadencia de una clase privilegiada. Con este tipo de
libros a veces no es necesario aferrarse la desarrollo argumental, su prosa
barroca y desfasada llena de rocambolescos giros ya constituye en si misma un
placer.
Así que
llego a lo alto de la sierra hacia finales del siglo XIX desde donde se dominan
extensos llanos. Las jaras están rabiosamente en flor. Mi mapa marca una
fuente, la fuente de la Pileta ,
al pie del monte, pero me será imposible encontrarla, dudo incluso que exista,
rastree en vano entre lo juncales con el gps.
El último
sol de la tarde caía cálido sobre la majada que había elegido para pasar la
noche. Di cuenta de mi cena antes de que se ocultarse el sol, me habían
preparado en una bandeja pechuga de pollo, un pimiento grande frito y un huevo
con patatas. Al día siguiente repasaría mi cena una y otra vez buscando la
causa de mis desarreglos digestivos. No logré encontrarlo, pero el caso es que
desperté a las tres de la mañana con una extraña sensación de estomago que no
me quitaría de encima durante varios días. Después de esa hora ya no pude pegar
ojo.
A las cinco
y media de la mañana ya estaba en pie, me movía pesadamente en la oscuridad,
atorado, como si me hubieran robado las fuerzas. Caminé durante un par de
horas. Era una pena porque el trayecto aquel era hermosísimo, un apretado
bosque, un riachuelo que vadear, cinco ciervos que me salieron a poca distancia
elegantes y saltarines como sacados de una película de Walt Disney. Pero no,
hoy había algo que no marchaba, a las dos horas y media de camino no podía con
mi alma, tuve que sacar el aislante y tumbarme sin más sobre la hierba. Dormitė
por más de una hora, una debilidad general se había apoderado de mi. A dos kilómetros
de Cala volví a parar junto al camino. Había oído un motor y esperė. Un
campesino me llevó en un tractor hasta el pueblo.
Cala |
Barajaba la
posibilidad de quedarme uno o dos días en Cala a descansar y a esperar que
se me pasase lo que fuera que se me había metido en el cuerpo de rondó, pero
cuando desactivé el modo avión del teléfono me esperaban malas noticias, mi
hijo menor, Mario, había ingresado de urgencias en le hospital hacía tres o
cuatro horas con una peritonitis que no se descartaba fuera grave. A las dice y
media tomaba un autobús para Badajoz. Mientras viajaba en el intercity que me
llevaba a Madrid, Mario ingresó en el quirófano. Fue una operación delicada,
pero ahora, después de dos días, todo parece ir bien. De momento se me han
quitado las ganas de caminar.
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