¡Ah, mujeres...!




Hornachuelos, 5 de junio 

Etapa Puebla de los Infantes a Hornachuelos.
Estoy empezando a pensar que definitivamente esto no, no es lo mío. A esta conclusión he llegado tumbado en un puente que cruza el "río" Guadalvacarejo, frente a un hermoso ejemplar de adelfa. Las adelfas son de las pocas cosas que salvan la jornada, espléndidas, agarradas a las desnudas rocallas de un riachuelo que crucé, cubriendo zonas aisladas que con ellas visten de lujo el entorno. Tras la siesta en las afueras del pueblo había mirado la línea azul del track que dejaba el embalse del Bembézar junto a Hornachuelos con cierto alivio después de recorrer mucho kilómetros de asfalto para llegar a otro embalse, el de Retortillo, pero cuando llegué al cruce resultó que la línea azul del track se superponía tan exactamente con la de la carretera que producía la ilusión de caminar solita por medio del campo. Nada de eso, no sólo es que de nuevo tuviera un montón de kilómetros de asfalto por delante, es que además a izquierda y a derecha las consabidas vallas de alambre de espino se levantaban casi inmediatamente tras el arcén. Quizás a alguien le divierta caminar en estas circunstancias, a mí desde luego no. La valla sólo se interrumpía momentáneamente para cruzar un riachuelo. Por la orilla de este riachuelo tiré hasta quedar tumbado frente a la acacia. Me comí tres plátanos y me puse a pensar qué iba a hacer. El cielo se está cubriendo sospechosamente, pero no hay problema, he inspeccionado el túnel que sostiene la carretera y está habitable, el único incordio de momento, en este ambiente pastoso de final de día caluroso dispuesto a convertirse en lluvia, son las hormigas voladoras que han empezado al subírseme por encima. 



Es muy grato tumbarse al final de la tarde junto a un riachuelo y dejarse llevar por el breve alboroto del agua, el cuerpo realmente cansado, las ampollas aliviadas de no tener que soportar mi peso, la certeza de no tener que hacer más kilómetros de momento, el tiempo para oír a las ranas y la libertad para hacer lo que me dé la gana, incluida la posibilidad de buscar mañana un autobús que me lleve a la estación más próxima del AVE. 



A esta hora es justo también que recuerde un apacible camino que esta mañana abandonó inesperadamente el asfalto para recorrer la ribera del arroyo del Guadalora y que llevaba el sugestivo nombre de sendero del Águila. Luego la senda derivó por aquí y por allá subiendo pequeños cerrillos de pasto agostado hasta que cerca de Hornachuelos me topé con don Curro y su vespa. Nada más verme ya me ofreció un buen trago de agua fresca. Curro viste una discreta coleta de pelo entrecano, debe de andar por los sesenta y se presenta como botánico y como presidente de un patronato que está tratando de acondicionar un poblado ibero que se descubrió hace una décadas junto a un olivar que me señala con el dedo sobre la
ladera de una loma cercana. Un hombre parlanchín que enseguida se mete por los vericuetos de la historia para mostrarme la alcurnia de estas tierras. Hablamos de los hornos de cal, que aquí llaman caleras, con los que me he cruzado en el camino y me cuenta que todavía hay un vecino de Hornachuelos que fabrica su propia cal. 

Ha salido el sol mientras hablamos y me dice que tiene que marcharse, que está recibiendo quimioterapia y es peligroso que le dé el sol. Un cáncer de colon que parece no preocuparle mucho porque se lo han cogido a tiempo. Nos despedimos, pero cuando el camino da un giro a la derecha encuentro que me está esperando a la sombra de un alcornoque. Me ofrece un ramillete de tomillo y aprovecha para mostrarme algunos ejemplares de malvavisco que yo confundía con la planta de la achicoria de la que había un ejemplar más adelante. Después encontramos malvas y más allá, a la izquierda, algunos ejemplares de rompepiedras con los que me familiaricé el pasado año como consecuencia de un cólico al riñón. Me señaló algunas plantas más de lo alrededores pero mi memoria no fue capaz de retener sus nombres. Se ofreció a acompañarme en una expedición botánica la próxima vez que pasara por allí. Me costó trabajo convencerle para que no fuera a su casa y volviera con un frasquito de alcohol de romero que fabricaba él mismo. Sonó su teléfono, era su mujer que se interesaba por dónde estaba, había salido el sol y le recordaba que si no estaba nublado tenia que estar en casa. Ah, mujeres... ¡qué haríamos nosotros pobres hombres indefensos si no tuviéramos a una mujer que velara por nuestra salud y bienestar! 



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Bonitas fotos, precioso lugar, pero me quedo con el sonido del agua del arroyo.

Alberto de la Madrid dijo...

Los anónimos son a veces como esa brisa que sopla de no se sabe donde y que deja el bienestar de su frescor.