Una pista interminable




2 de junio, Cazalla de la Sierra

Qué liviano rastro dejan en ocasiones los pueblos y los paisajes en mi retina. Pareciera que los paisajes, los pueblos que uno atraviesa sólo sirvieran de disculpa para recoger aquí y allá algún manojillo de sensaciones que no tienen por qué guardar relación con la relevancia de los lugares que cruzo. Si aquí no tuviste un percance o una iluminación que llegó a tu conciencia probablemente la memoria lo dejará ir como se dejan ir las aguas de un río en donde se reflejan los bosques o los cañaverales pero que el meandro más próximo habrá disuelto esos reflejos en otros, la realidad se sume en el olvido y los acontecimientos del ahora se tragan los de ayer en anteayer. Es verdad, en realidad sólo somos presente y sólo una parte mínima de nosotros va quedando en esa estela blanca que se va disolviendo en un pasado apenas sobrevolado por una pocas gaviotas. Yo olvido mucho, en la memoria quedan rastros, hilachos de los paisajes que atravieso.



No me disgusta, cuando abandono por una calle muy empinada el pueblo de El Real de la Jara, descubro sin embargo el albergue donde me hospedé el pasado año. y un kilómetro más allá vuelvo a encontrarme bajo la sombra de un olivo con la concha del Camino de la Plata que fotografié el pasado año junto a las líneas rojiblancas que señalan el Gr-48. En este punto el GR y el Camino de la Plata se dan la mano y van juntos hasta Almacén de la Plata. Quitando la concha y el olivo no reconozco nada de estos catorce kilómetros que me llevan hasta Almadén. 

En el invierno de dos mil trece había llegado yo hecho una sopa a este pueblo y en Casa Carmen un alma bondadosa me había buscado un sitio en la trastienda donde ardía un gran fuego bajo una rústica chimenea alrededor de la cual se exhibían trofeos de caza de varias generaciones de cazadores. Fue bonito recordar estos detalles al final de un caluroso día de primavera. Como se ve, la capacidad de mi memoria para recordar es totalmente selectiva. Dormí en el albergue de peregrinos junto con dos italianos, una pareja de franceses y un alemán que roncó discretamente toda la noche y que me obligó a ponerme los tapones de cera. 



Las del alba serían cuando me eché a caminar cuesta abajo por las silenciosas calles del pueblo a esta hora dormido como un bendito; los gallos tocaban diana desde sus corrales, los gorriones metían una escandalera de mil demonios alentando al personal a dejar la cama y ponerse en acción. Recordaba las quejas de gente del pueblo vecino a mi casa, Griñón, en donde las ordenanzas musicales habían prohibido gallos, gallinas y perros fuera de la vivienda por la noche. Así van las cosas. Y ya me dirán qué es un pueblo sin gallos matinales que canten al alba. Los pueblos con el tiempo dejarán de ser pueblos para convertirse en delicados lugares en donde los vecinos habrán perdido definitivamente su contacto con la naturaleza. Las ordenanzas municipales terminarán por dejar todo tan ordenado que hasta es posible que en un futuro lleguen a controlarnos hasta el aire que respiramos. Follar, porque se hace ruido y se molesta, de tal hora a tal hora  los sábados y con las ventanas cerradas; a la hora de la siesta todo el mundo chitón hasta la hora que el alcalde diga; jugar a la pelota, ni soñando. Todo lo divertido que tenían los pueblos y que Ana María Matute y Miguel Delibes recrearán en sus novelas para nuestro gozo quedará prohibido. La asepsia vecinal habrá trasladado todos sus divertimentos a la fiesta del patrón del pueblo. Los inconvenientes de vivir unos junto a otros no son pocos en ocasiones. Nuestra casa, vivimos aislados en el campo y sólo con eventuales vecinos los fines de semana a una distancia no inferior a los doscientos metros, es el mejor lugar donde hemos podido elegir vivir, allí no llega el correo ni el camión de la basura, pero en compensación estamos también lejos de la ordenanzas municipales y de los problemas que acarrea la vida comunitaria.

Hoy sería un día largo largo, uno de esos días para los que las piernas del caminante no están todavía preparadas, cuarenta y tantos kilómetros de ancha pista inclemente que terminará subiéndose por las alturas bajo un sol de justicia y que no dará tregua para encontrar un lugar medianamente bueno para sestear. Terminé parando a la sombra de una encina tras acabar con la lectura de La  ilustre casa de Ramires, de Eça de Queiros que tenia abandonada desde que dejé este sendero del sur. Cuando descargué y tendí el aislante estaba tan cansado que fui incapaz de comer nada. Me metí bajo el mosquitero y durante dos horas desaparecí del planeta, un vacío negro y deshabitado de sueños me cubrió por completo. 




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