Una romería atraviesa la madrugada





El Real de la Jara, 1 de junio 

Un mapa siempre tiene algo de misterioso y sugestivo. Cuando echo a andar por la tarde lo abro y lo interrogo, casi siempre en busca de un lugar apropiado para echar una siesta, o mejor, para terminar mi jornada de caminante. Allí solo aparecen curvas de nivel y poco más, sin embargo hay algo en esas líneas que pican mi curiosidad y que me atraen especialmente, se trata de esas manchas azules que indican lagunas, ríos; las cercanías de un río o un lago siempre son lugares propicios para tender mi saco de dormir a la caída de la tarde, pese a que aumenten las posibilidades de recibir la visita no deseada de lo mosquitos. Cuando las manchas azules no están presentes me inclino por escoger jeroglíficos en donde las curvas de nivel pasan caprichosamente de estar juntas y apretadas a remansos en pequeñas ensenadas. Ayer tarde me habían dicho que en Cala era fiesta, día de romería y según me alejaba del pueblo al final de la tarde podía escuchar perfectamente la megafonía que preparaba los eventos de la noche. Música de fiesta por todo lo alto. Así que mi búsqueda en el mapa se basó en un principio sonoro, sobrepasar un collado o similar que me aislara de la fanfarria musicista del pueblo. Miré y encontré que tras un collado el mapa apretaba las líneas en medio de las cuales había un lago apresado por altas paredes. No lo pensé dos veces. Llegué al lugar cerca de las diez de la noche, lo justo como para hacer una fotografía del lugar, se trataba de las minas de Teuler, un inmenso socavón surcado por anchas terrazas en cuyo fondo dormían las aguas tranquilas de un solitario lago. Junto al borde superior del acantilado instalé mi vivac. Muy lejos se veían las luces de un pueblo como si de una apretada constelación de estrellas se tratara. El silencio y la oscuridad eran absolutos. 




Pasadas acaso dos o tres horas desperté sobresaltado no sé si por algo que sucedía dentro de un sueño o por algo externo a él.  Risas, cantos y el paso lento de muchos caballos arrastrando carromatos. Alucinaba, despertado repentinamente no sabía todavía si estaba en los dominio de Morfeo o en el de la pura realidad. Me incorporé, sí, aquello era una procesión en mirad de la madrugada, mozos y mozas alegres como una panda de borrachines ocupaban algunos carros que eran acompañados por docenas de jinetes que añadían a la fanfarria nocturna los gritos de sus bromas. Las mozas, ataviadas de fiesta, respondían con carcajadas las bromas de los mozos. A juzgar por la pinta aquello era llana y simplemente el grueso de la romería, que acaso había extraviado su camino y buscaba al calor del vino una apacible dehesa entre la encinas para celebrar una bacanal en honor a alguna virgen harta de tanta y secular virginidad. A la mañana siguiente, entre la dudosa luz del alba quise averiguar a dónde habría ido a parar tanta moza y mozo en tan curiosa procesión; no fui capaz de dar con el lugar, no pueblo, no prado, no nada, todo encinares apretados y olisqueadores cerdos que me seguían como si de una familia numerosa de gallinas se tratara. A los mozos y mozas se los había tragado la tierra. 




El amanecer, desleído y no especialmente vistoso me pilló transitando por la pista que había sustituido el trazado de la antigua mina de Teuler; un agradable paseo que siguiendo las curvas de nivel como si de un acueducto se tratara, atravesaba encinares y rodeaba bucólicas y silenciosas lomas. A las ocho de la mañana estaba en Santa Olalla del Cala, las calles estaban apaciblemente solitarias, el sol reverberaba en las fachadas enjabelgadas como si de pulidas superficies de nieve se tratara. Desayuné en una placita donde los tamarindos mostraban sus vistosas campanillas azules. 

Catorce kilómetros después entraba mucho antes de la hora de comer en el pueblo de El Real de la Vera. Y, ah, sorpresa, pregunto por un restaurante; La Cochera, me dicen, allá, en la placita junto al la iglesia. Y cuando me aproximo, coño, esto lo conozco yo, un mesón al que se entra bajo un arco de piedra, uno de esos lugares de abolengo de los que uno no se olvida. Me aproximo y en la jamba izquierda de la puerta de arco de medio punto me veo la famosa concha de los Caminos de Santiago. Entro, ya está.  Me encuentro de nuevo en la Vía de la Plata, he pasado por aquí hace un año, el Gr-48 se junta aquí con mi ruta pasada. He andado tanto caminos... y mi memoria es tan liviana que sólo a duras penas reconozco senderos que apenas ayer mismo transité. No problem! La memoria no puede retener tantos paisajes y tanto pueblo cuando los caminos hechos se cuentan por millares de kilómetros. Demasiados datos para la capacidad del disco duro que llevo sobre los hombros. Mi memoria personal necesita unos cuanto gigas adicionales. 

Mientras hago tiempo hasta la hora de la comida saco a mi teléfono del modo avión. Nada me hace más ilusión esta mañana que el regalo que me manda mi hija vía guasap. Éste es:



Ese nuevo aire que corre de la mano de Podemos desde hace algo más de una semana, llega hoy hasta las majadas de la Sierra Norte de Sevilla como una explosión de esperanza. El vídeo que me manda Lucía ha tenido la capacidad de hacerme olvidar el cansancio que traía para ponerme en contacto con esa otra realidad en la que muchos estamos empezando a poner aquella vieja ilusión de cuando éramos jóvenes y que nos corrió por dentro como corriente salvaje cuando al final de los setenta convertimos las calles de Madrid en un campo de batalla tras la caída de la dictadura, esa esperanza que hace que la sangre, adormecida tras el desmantelamiento, por el PSOE y sus secuaces, de los grupos sociales que desde distintos sectores del país habían luchado por una democracia real que fue escatimada y corrompida por todos los que ahora viven holgadamente bajo el palio de las eléctricas y el gas (pongamos por ejemplo el caso de ese Felipe González que ahora grita contra la izquierda desde los foros de la banca) despierte. 

Por cierto, en el correo también me encuentro una solicitud de amistad de Facebook de Carlos Soria. Todo un honor para un servidor que tanto debe a Carlos por su fuerza moral y por esa actitud ante la vida que frente al paso de los años responde con una actitud de reto y confianza en sí mismo digna de esos míticos héroes que siempre admiramos desde los tempranos años en que empezamos a hacer de la montaña nuestra irrenunciable amante. 


Terminada mi crónica y tras cumplir cerca de treinta kilómetros desde las cinco de la mañana, ahora solo me resta encontrar la sombra de una encina para descabezar una siesta. Hasta mañana.

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