The Pinacles. Gunung Mulu National Park. Una hermosa aventura

Gunung Mulu National Park, Borneo, Malasia, 23 de abril de 2016  
Me despertó un repentino repiqueteo, el cielo estaba ya casi oscuro y cuando fui consciente tuve que saltar de la cama y salir corriendo por el entarimado de la sala hacia la balaustrada en donde habíamos tendido nuestra colada. Toda nuestra ropa estaba allí; después de tres días de caminar por la jungla ni un pañuelo quedó libre de ese olor pastoso que dejan las muchas horas de marcha en estas latitudes. Desperté a tiempo, nuestra ropa sólo se había mojado discretamente.
Ahora, bajo el ancho alero de nuestro albergue, la lluvia se descuelga del cielo como todas las tardes últimas, diluvial e intensa. Es agradable. Los grandes árboles que rodean el albergue, sus grandes hojas, los ruidos de los habitantes de las ramas, una especie de grillos, un ave que tiene un ladrido de perro de lana, un insecto que parece imitar las campanas de iglesia de mi pueblo, la tupida vegetación que crece por todos los lados en torno a la cual la lluvia riza su cantinela, dan al porche que  me cobija un aire de lugar de excepción.
El lugar, un entorno perdido en mitad de la jungla hacia el centro de Borneo, al este del pequeño estado de Brunei; grandes ríos de color achocolatado que culebrean por todo territorio, montañas no muy altas totalmente cubiertas de grandes árboles, aquí y allá algún pequeño poblado de cuatro casas de madera disperso; eso es lo que se ve desde el aire cuando nuestro avión empieza a descender buscando la pista de Gunung Mulu.
Mi cuerpo está muy cansado después de tres intensos días de marcha. El calor y la humedad me deja el cuerpo desmadejado. A mí me pareció que el guía se pasaba cuando contratamos la excursión, que obligatoriamente hay que hacer con alguno de ellos, sometiéndonos a un pequeño cuestionario sobre nuestro estado físico y el grado de entrenamiento, pero acaso tenía razón, a fin de cuentas nuestro aspecto no es el de un par de jovenzuelos y la excursión era bastante empeñativa. Ocupamos la canoa, una de suelo plano y de gran longitud muy apropiada para atravesar los rápidos donde los fondos de la embarcación golpean de continuo alguna roca, dos viajeros rusos y nosotros. Tras media hora de navegación y,  después de atravesar un pequeño poblado indígena de construcciones precarias donde se lleva a cabo una vida muy rudimentaria, atracamos en un pequeño muelle que nos llevará a dos de las cuevas más notorias de la zona. Paréntesis, lo que hasta ahora era una lluvia medianamente intensa se convierte en un obstinado diluvio, una cortina de agua baja del tejado del porche, el ruido de la lluvia es tan intenso que es difícil entendernos entre nosotros. La selva está a pedir de boca, esto es lo que recordaba yo con entusiasmo de este lugar después de diez años. Cuando hablamos de la naturaleza, la madre Naturaleza, parece que utilizáramos un tópico para algo que tiene un tanto de abstracto, bosques, ríos, montañas, mar, sin embargo cuando se te echa encima una de estas tormentas que llegan a tus oídos como el gran finale de una de las sinfonías de Beethoven aliñada con rayos y truenos pareciera que esa madre se convirtiera en un dios que quisiera darnos cuenta de su presencia a martillazos con su extraordinario equipo de percusión. Fin de paréntesis. Las dos cuevas, la The Winds y The Clearwater, dos extraordinarias formaciones calcáreas que es obligatorio visitar en el parque. Todavía hay una más grande y magnífica en la que intentamos colarnos el día anterior, The Deer y donde yo quería repetir mi experiencia de recorrerla solo. Una inmensa catedral a la que asistí como devoto peregrino de las maravillas del universo, pero, ¡ay|, después de los años transcurridos desde mi primera visita las autoridades han cerrado la cueva a cal y canto a todos aquellos maniáticos que gustan gozar en la mayor soledad estos lugares. Entonces, aunque estaba prohibido, pude sortear a los guardas del parque y colarme en la cueva al final de una tarde. Una visita que recordaré toda la vida, la inmensidad de las bóvedas, los ríos discurriendo en el silencio de la semioscuridad, mi pequeñez ante aquella inmensidad cárstica, el fantástico espectáculo de los murciélagos. Aquel paisaje bajo tierra sembrado de columnas como una inmensa catedral gótica, que debería haber sido opresivo con sus corredores de silencio roto por las corrientes de aguas subterráneas, fue con mucho el mayor espectáculo al que asistí en medio año de viaje por Asia y África.
En esta ocasión, en mitad de un puente colgante, nos dimos de narices con una puerta de acero rodeada de agudos hierros imposible de atravesar. Ahora la única manera de entrar allí era con guía. Sólo nos cupo asistir al espectáculo vespertino de los murciélagos. En una explanada cercana encontramos a la tanda de turistas de la excursión, no menos de sesenta o setenta, esperando la salida de los murciélagos. ¿Cómo coño se puede ver un espectáculo como el de aquella cueva que merecería una visita de rodillas y en pleno silencio, con una panda de setenta turistas vocingleros y chillones que no paran de hablar ni un minuto donde además todos tienen que ir juntitos y del brazo? ¿Cómo coño, eh? Disfrutamos no obstante de ese momento en que irrumpen en el silencio las voces de millares y millares de murciélagos, todos como las hormigas del otro día, en formación, culebreando por el espacio en bellas y armoniosas curvas. Intentaré colocar abajo un pequeño vídeo del bello vuelo de los murciélagos. Nuevo paréntesis. Una descarga extraordinaria de un rayo, como de un inmenso cañón, ha sonado a un centenar de metros llenando con su golpetazo los oídos, y nos hemos quedado sin luz. Bravo, estamos en medio del mayor espectáculo del mundo. Victoria ha salido zumbando, pero su curiosidad se ha resentido y pocos minutos después ha asomado por la puerta. ¿No tienes miedo? Cómo voy a tener miedo en medio de este extraordinario espectáculo. Si la única manera de asistir a una tormenta fuera pagar una bonita cantidad, sería el primero en sacar la entrada correspondiente; ah, las tormentas de la alta montaña, del mar, de la jungla. No existe nada más extraordinario. La traca de la tormenta continúa desplegando su salvaje sinfonía sobre el parque. Fin de paréntesis.
Ahora, visita a la cueva de los Vientos y su compañera; estuvo bien, eran extraordinarias, pero o yo no me encontraba receptivo o la visita acompañada mermaba la simbiosis que se establece entre el viajero y el lugar desposeyendo al momento de la poesía y de todo ese ambiente que hace posible un momento de exaltación ante un lugar privilegiado de la naturaleza. Así como la liturgia de cualquier religión requiere un entorno, una predisposición, el vuelo del botafumeiro, el incienso, el humo de las velas, el rumor de las oraciones de los feligreses, a la naturaleza le sucede algo parecido; para que las cosas de la naturaleza lleguen al alma hay que ir preparados y rodearse del silencio necesario.
Navegando río arriba tras la visita a las cuevas. Estábamos para embarcar cuando empezó a llover. Hubo que echar mano precipitadamente al equipo de agua. En esta ocasión había sido previsor y añadí un paraguas que protegiera mi Nikon cuando fuera necesario. Siempre me da una enorme pereza sacar de su escondite la cámara en situaciones así, pero... Iba al final de la embarcación y el ángulo era fatal, pero aún así lo intenté. La embarcación fue a buena marcha hasta que llegamos a los rápidos que aparecían con cierta frecuencia. A proa un hombre manejaba una larga pértiga con la que desviaba la embarcación aquí o allá para encontrar el mejor paso, pero más arriba, cuando la profundidad del agua fue prácticamente nula debido a las rocas del fondo, tenía que saltar fuera de la lancha para tirar de ella mientras que su compañero de popa sacaba el motor del agua y se echaba también al río para empujar la embarcación. Y llovía, llovía fuerte. Aquello tenía ya las buenas pinceladas de una aventura, la corriente del río respetable, la lluvia, la lancha arrastrando el culo por las piedras y en algún momento la certeza de que el río terminaría llevándonos corriente abajo; instantes en que uno de los viajeros rusos viendo la cosa tan mal se echó también al río para tirar de la lancha. Yo debería haber saltado al agua también, pero con aquella lluvia no fui capaz de encontrar ningún cobijo para mi cámara, así que como un vulgar señorito allí me quedé intentando sacar alguna instantánea de las dificultades por las que atravesábamos. En algún momento amaínó la lluvia y el río se hizo profundo y era fantástico seguir los continuos meandros navegando bajo el palio de las ramas de los árboles de la orilla o junto a los escarpes de rocas que se alzaban sobre nosotros verticales exhibiendo siniestras formas. Desembarcamos en un empinado talud que nos obligó a trepar un par de metros por un barro amarillo y resbaladizo.
Desde allí nos esperaba una larga senda que nos llevaría al llamado Camp 5, dos horas y media bajo una lluvia que apenas cesó un momento. La jungla chorreaba por los cuatro costados. En dos ocasiones un estrecho y largo puente colgante atravesaba el río. El suelo embarrado era un maravilloso muestrario de ocres sembrado de los amarillos, los tabacos, los rojos vivos de las hojas que cubrían el suelo como una alfombra de lujo. El campamento estaba ubicado en un espacio abierto frente a un gran escarpado de roca caliza; un par de construcciones rudimentarias junto al río y un ancho prado eran un buen lugar intermedio para la ascensión a The Pinacles, nuestro destino para el día siguiente, unas curiosas formaciones de roca calcárea elevándose al cielo como grandes cuchillos a mil doscientos metros de nivel sobre nuestras cabezas.
A las cinco de la mañana sonó el despertador. Había empezado a amanecer cuando nos pusimos en marcha. Nuestro guía, Undi, no dejaba de mirarnos con cierto recelo, preguntándonos en todo momento que qué tal, inquiriendo sobre si llevábamos agua y comida suficiente, esas cosas. La verdad es que la subida era matadora, a pocos metros del Camp 5 ya casi había que subir trozos a cuatro patas utilizando las raíces de los árboles como escalones, sorteando pendientes embarradas, atravesando tramos resbaladizos de rocas cubiertas por una fina capa de barro. Nos habíamos quedado algo atrás del grupo, dos rusos, una pareja de jóvenes suizos y un holandés, que subían a una discreta velocidad, pero quince minutos más tarde nos los encontramos a todos descansando y echando mano a sus botellas de agua. Seguimos adelante, no estamos habituados a caminar parando a cada momento, preferimos un ritmo lento pero continuado; como recuerda Victoria, caminar como un viejo para llegar como un niño. Es extraordinaria la cantidad de camino que se puede hacer con ese andar pausado y como de quien no le echa mucha madera a la cosa. Ellos nos adelantaban al poco tiempo y más adelante mientras ellos descansaban tomábamos la delantera. Eran jóvenes todos, terminaron por darnos la pasada definitiva cerca ya de las escaleras. El último tercio del camino eran todo escaleras y pasarelas de cuerda, una via ferrata al modo de las dolomitas en toda regla, un buen ejercicio para poner al cuerpo en forma.
Cuando llegamos al miradero de los Pinacles, Jorg, un alemán con el que habíamos hecho amistad y que iba en un segundo grupo, no se creía que tuviéramos sesenta y seis y sesenta y siete años. Me tomáis el pelo, nos decía. La verdad es que no estaba mal la cosa, estábamos cansados, pero tampoco era excesivo; excesivo sería al final de la bajada, en la que empleamos tanto tiempo como en la subida. Las bajadas no son el fuerte de Victoria que con la música que le dan las lumbares y las rodillas demasiado hace. Está fortísima mi moza.
Continúa lloviendo. Se me hace grato recordar estos tres días de duro caminar por la jungla. Mi cuerpo está mucho más cansado de lo que yo esperaba, las rodillas me han chillado estos días algo más de lo acostumbrado. A veces las miro de reojo y les digo, qué pasa, ¿eh?, ¿no me vais a dejar tirado más adelante, ¿verdad? Y recuerdo a Carlos Soria de quien supe por las redes sociales que anda camino de la cumbre del Anapurna estos días. Y me digo: ¿Y así seguir bregando toda la vida? ¿Y pensar que mejor será que no haya un descanso excesivo entre un proyecto y otro para no caer en la tentación de estar muerto antes de perder la vida? Y así caminar y caminar e ir de aquí para allí y pelear con la pereza que a veces es tan dura de pelar como subir a una gran cumbre ¿y seguir viviendo no dejando otra posibilidad que…? A veces pensando en estas cosas se me ponen los pelos de punta, porque me parece muy dura esta tarea de tener a cada instante retos con los que luchar, porque entiendo que viajar y caminar también son una disculpa para que el diálogo con uno mismo y con los elementos sea de buen tono, para que la satisfacción personal sea de una cierta altura; se me ponen los pelos de punta cuando lo miro desde este enorme cansancio que tengo hoy, y sin embargo. Recuerdo un vídeo de una de las ascensiones de Messner. Está tomado después del descenso. A él se le ve durmiendo en una tienda y una mujer joven, sería su mujer, su novia, no sé, dice ante el micrófono algo como esto: lleva dos días durmiendo, es como un niño pequeño, el infinito cansancio que ha acumulado su cuerpo durante la ascensión lo acoge maternalmente entre sus brazos. Es la idea, no se pueden comparar estos cansancios de héroes de nuestro tiempo con los cansancios de la gente de a pie. Es esa idea la que me pone los pelos de punta, porque sabiendo que para estar a las alturas de las expectativas que uno se ha formado de la realidad entiende que mejor no sería cejar en estos continuados esfuerzos hasta el final. Es una pena que Carlos Soria, como Messner, no nos deje una escritura donde reflejar sus sentimientos, sus gozos, sus miedos, su filosofía de la vida, ese rico y complejo mundo que debe de estar viviendo a edad tan avanzada.
Los truenos suenan graves en la lejanía, como despidiéndose. Una lluvia intemporal ha quedado ahí como estancada, como si la tormenta no hubiera sido capaz de llevarse a todos los polluelos tras de ella y los hubiera dejado abandonados a su suerte por el camino. Es hora de cerrar el quiosco. Buenas noches.

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