Marichu se me aparece al filo del alba


Mecerreyes, 30 de diciembre de 2016 


De la guisa que veis en la fotografía me echaba yo a la calle al final de la noche de hoy. Después de los diez grados bajo cero de la madrugada anterior había recurrido al grueso de la impedimenta. Tan aparatosamente equipado me veía que no resistí la tentación de hacerme un autorretrato frente al espejo del albergue antes de enfrentarme al frío de la noche. Bueno, en realidad no era para tanto, hacía frío, pero era soportable. La noche era negra pero no tanto como ayer, llegaba a ver los límites del camino perfectamente. Además me había puesto el chaleco encima del plumífero y ello me daba más movilidad para consultar a menudo el gps del teléfono o sacar la cámara fotográfica. No quería que aquél me empezará a chillar el consabido “fuera de la ruta” que salta cada vez que equivoco mi camino. El chaleco es la prenda más útil que he adoptado en los últimos años. Todo está a mano en él; sí, igualito que en el cuerpo pequeño de aquella antigua novia que terminó esfumándose en los laberintos de un nefasto mes de noviembre. Parezco un fantasma en la noche. No sé si lo he contado ya, pero por tal me tomaron en cierta madrugada todavía oscura. Hacía la Ruta de la Plata y había sobrepasado una finca donde media docena de perros armaban un follón de mucho cuidado, al punto que estando  al final de la valla vi que se habían encendido varias luces en la casa. No le di importancia y seguí camino arriba en la oscuridad. Había andado doscientos o trescientos metros cuando a mi derecha oí un ruido de ramas que se movían y unos pasos precipitados. Joder, el corazón me dio un salto. No veía ni pijo, encendí precipitadamente la linterna y ¿qué me encontré? Unos metros más allá de la senda un individuo enfundado en un pasamontañas me hacía frente sosteniendo cruzada sobre el pecho una escopeta de caza. No, no estaba cazando jabalíes en la oscuridad, estaba acechando a un sospechoso ladrón de caballos, yo en persona, un pobre y pacífico peregrino camino de Santiago. No tardó en caerse del guindo aquel paisano cuando me vio la pinta y sus ojos tropezaron con la concha que la amable guardesa de un albergue anterior había colgado en un lateral de mi macuto. El paisano se disculpó, pero el susto que me había pegado no me lo quitó nadie. Me explicó que el vecino de los perros le había telefoneado alertándole sobre un posible ladrón de caballos. Meses atrás en los alrededores habían robado varios. Un encuentro no muy diferente, éste más farragoso, había tenido muchos años atrás en un prado cercano al Pingarrón, en Guadarrama. Había programado entonces una excursión a la sierra con mis alumnos de octavo de EGB y después de una larga velada charlando y cantando bajo las estrellas, nos habíamos metido en la tienda. Allí, alumbrados por una linterna en medio de un corrillo de chicas y chicos andábamos contando historias de miedo cuando de repente un movimiento precipitado de botas a nuestro alrededor hizo que contuviéramos el aliento. Unos segundos más y de repente vimos aparecer por la puerta de la tienda la punta de un fusil y el rostro embozado de un policía. A los que conocéis Guadarrama os sonará esto a fantasía literaria. No, en absoluto. Mientras respondía a las preguntas del poli, uno de esos de cuerpos especiales, y comprobaba mi identidad, otro policía sostenía su rifle apuntando hacia la tienda. Era la una de la madrugada; qué sé yo lo que buscarían, gente de ETA o algo parecido. Y ya que estamos en éstas y aunque el asunto esté lejos en el espacio de esta madrugada en tierras burgalesas, voy a contar otra historia por el estilo. Ésta, una que tiene que ver nada más y nada menos con el Frente Polisario. Viajábamos una tarde la familia rumbo al Sáhara argelino y en la frontera marroquí el paso estaba cerrado hasta que terminara la hora del Ramadán. Total, que se nos hizo de noche. Cuando nos dieron paso el campo estaba como boca de lobo. Alumbrándonos con las escasas luces de nuestro R4 familiar, unos kilómetros más allá de la frontera nos introdujimos por unas rodadas que se internaban en un bosque de pinos y arbustos. Estábamos de excelente buen humor y cuando encontramos un claro el cuerpo nos pidió música y con los dos mellizos en los brazos, Mario y Lucía habían cumplido recientemente un año, y formando un círculo y dando la mano a Guille, tres años tenía, comenzamos a bailar alegres como si estuviéramos en las fiestas de un pueblo. Llevábamos con nuestra fiesta un rato cuando de repente se produjo un aparatoso movimiento de ramas y en un plis plas nos vimos rodeados por un puñado de soldados fusil en ristre vestidos con el camuflaje propio de las películas bélicas del sureste asiático. Joder, y lo más jodido es que aquello no era una peli, aquello iba en serio; el Frente Polisario había operado recientemente en la zona y aquello era un polvorín. No tardaron en aclararse las cosas, hicimos alarde de que previamente habíamos consultado con la embajada marroquí en Madrid de la posibilidad de acampar en el país y no habían puesto ninguna pega. Estaba claro, dos bebés, un niño de tres años y una pareja de locos viajeros que quería cruzar parte del Sáhara con un cuatro latas no era gente peligrosa. Nos indicaron amablemente que no acampáramos a menos de veinte o treinta kilómetros de allí y nos despidieron con cordialidad.

Alguno dirá, joder con éste, vaya crónica de un día de camino por la Ruta de la Lana. Cierto, pero ya sabéis que esto no es una guía, esto es un puro trámite para pasar un rato, así que prepararos porque hoy las cosas van a seguir el decurso de la asociación de ideas y recuerdos. Me dice Francisco Sánchez que le alegro el día mientras desayuna leyendo estos post. Rediez, gracias. Sigamos, pues. 

 
Bueno, os podéis imaginar que cuando uno camina solo tantas horas, y más a estas horas de la noche que preceden al alba, la cantidad de cosas que le pueden pasar por el magín pueden ser infinitas, tanto puede pensar en la muerte, los recuerdos, reflexionar sobre los asuntos de Podemos como agarrarse a cualquier pensamiento bonito que le sorprenda. Fue esto último lo que sucedió. Había empezado a aclarar un poco y a través de mi embozo invernal miraba el campo escarchado, la tiritona de las ramas de los árboles, un puente romano a la izquierda del camino bajo cuyo puente cantaban las aguas de un arroyo, cuando sucedió que me acordé de Marichu, quizas porque mi camino después de Reyes pasará por Oviedo; mi amiga Marichu, moza asturiana de armas tomar y bellísimos ojos verdes con quien tropecé, oh, divina ilusión, cantaba el poeta, un invierno haciendo el Camino Norte de Santiago, y con quien tan buenas y tiernas migas hice que cuando la abandoné, después de dos días de marcha camino de San Sebastián, mi corazón entró en crisis al borde no de un ataque de nervios sino de una añoranza que no logré despegar de mi pensamiento en muchas semanas. Marichu se había convertido en una Dulcinea que acompañaba mi soledad y a cuyo cuerpo me agarraba cada noche como a un osito de peluche con el que quisiera agasajar mi soledad y curar mi enfermizo deseo de mujer. Pues eso, que me acordé de Marichu y recordándola y recordándonos se me fue calentando el cuerpo al punto de olvidarme del frío, de la escarcha, de mi oficio de peregrino, de… Sí, tras un cuarto de hora con este sufrimiento encima en que ya no era capaz de ver el suelo que pisaba porque todo mi pensamiento estaba puesto en Marichu, no tuve otra que hacer una larguísima parada técnica.
Hsuxiwnbejudndnwuisjzrfchhbhvfddfhbjiygghjjj… hsywbdtgwiwbftwjdueje… ¡unwhdwv!

Sigamos. Ahora, sosegado, con el gustillo que deja en el cuerpo los bonitos encuentros, subía despacio un puerto, abrazado ahora por un delicioso sol que pronto me permitiría desembarazarme del plumífero, del gorro, la braga, los guantes. Era la hora de la lectura. Belén Gopegui, La conquista del aire, un trabajo de análisis de hasta dónde nuestra relación con el dinero puede llegar a robarnos la tranquilidad. Montaigne afirmaba que tener mucho dinero no solucionaba ningún problema, que lo único que sucedía era que el sujeto en cuestión cambiaba de problemas, sólo eso, con el agravante de que los nuevos problemas solían ser más penosos.

Desayuno al sol, los músculos de las piernas tensos por la falta de entrenamiento, risueños paisajes poblados por pinares y, al final del camino, un bonito pueblo, Mecerreyes con un albergue recién estrenado, confortable, helado al entrar pero pronto en condiciones después de poner la calefacción. Hoy hasta me pude echar una larga siesta en un sofá mientras la caldera ronroneaba en un cuarto lejano.

 




2 comentarios:

Paci dijo...

Sigo desayunando con la ruta de la lana, y me ha traído un recuerdo ya olvidado de encuentros nocturnos. Tres amigos veníamos de escalar en Picos de Europa, eran los años duros del franquismo, el amable conductor que nos cogio en autoestop nos dejo en Santander, y nos fuimos a dormir a la playa, sobre las dos de la madrugada, nos despertamos con la luz de una linterna en la cara, un guardia civil nos dijo, ¡ arriba y con la manos en alto¡, nos pidió la documentación y después de comprobar que éramos seres inofensivos, dijo en voz alta, ya puedes salir y detrás de unos árboles salió la pareja con la metralleta armada apuntándonos a las cabezas. Como nos vería el cabo que terminó invitándonos a café en un bar cercano que estaba abierto. Gracias por despertar viejos recuerdos

Alberto de la Madrid dijo...

Ja, eso nos pasa por ser un tanto "raros". Que no nos falten anécdotas con que alimentar las largas noches de invierno. Estoy de camino para casa, espero que pueda volver a acompañarte en tu desayuno dentro de unas semanas.