Así debería ser morirse algún día


Tineo, 25 de enero de 2017

Tramo Cornellana – Tineo 


Había dormido una larga siesta tras la comida y cuando me metí en la cama comprobé pronto que esa noche iba a ser difícil coger el sueño. Obediente me hice a la idea. Me había asegurado contra el frío metiéndome bajo cuatro mantas y al poco rato empecé a gustar un calorcito tal que hizo que me sintiera dentro del mejor de los mundos. Era una sensación extraordinariamente placentera que llegaba a mi cuerpo como un fenómeno nuevo, como venido de una tierra donde todos los deseos se veían cumplidos en forma de calor y ternura. Un calorcito animal que salía de mi regazo y se expandía poco a poco por todo mi cuerpo llenando a éste de un cálido bienestar. Así debería ser morirse algún día, pensé en algún momento. Como volver al seno materno donde todo lo que existe es el gozo de sentir tu cuerpo y tus sentidos abrazándote como si fueras un niño de pecho. ¿Dónde, dónde había tenido yo parecidas sensaciones en algún lejano momento del pasado? Fue como si un débil rumor venido del otro lado del tiempo se estuviera paseando por la oscuridad monástica de la habitación que ocupaba. No tardé en dar con él. Era como si mis sensaciones más placenteras convocaran a golpe de clarinete a sus afines de otro tiempo. El hecho transcurría en un refugio de montaña cercano a los cuatro mil metros, bajo las cumbres de La Meige, en los Alpes del Delfinado. Habíamos ascendido de madrugada hacia la cima mayor con un cielo totalmente despejado. Una escalada empeñativa pero sin especiales complicaciones que habíamos emprendido sobre una pared de pequeñas terrazas de granito sólido con el objeto de evitar vernos cogidos entre otras cordadas que ascendían a la misma cumbre. El espectáculo de los seracs y los glaciares a nuestros pies era grandiosos. Pero sucedió que poco antes de llegar a la cima, unas pequeñas nubes que revoloteaban insignificantes por las cumbres en poco más de una hora empezaron a coger consistencia a punto de que cuando pisábamos la cresta somera aquello era una tormenta en toda regla. Tirar mosquetones y piolet lejos de nosotros, resistir la nieve y las ráfagas de viento que nos vapuleaban; en algún momento, acurrucados en una rimaya, cantar a voz en grito para darnos ánimos. A ella los pelos que le salían del casco se le electrificaban elevándolos hacia el cielo. El medio eléctrico en el que estábamos metido en algún momento debió parecerse al infierno. El tiempo que duró la tormenta fue suficiente para que se hiciera de noche. Estábamos en la cota de los cuatro mil metros con una accidentada crestería por delante. Con esfuerzo, con paciencia, con frío, logramos atravesarla hasta que por delante de nosotros no tuvimos más que una superficie blanca que huía a nuestros pies por cientos de metros de desnivel, probablemente hasta un estribo rocoso en donde debía de estar nuestro refugio de destino L'aigle. No había ninguna posibilidad de alcanzar el refugio aquella noche. Grandes grietas se interponían en nuestro descenso. Llegó un momento en que no fue posible continuar. Terminamos buscando cobijo en una grieta. Sobre un puente de nieve que nos parecía suficiente consistente improvisamos unos asientos y, atados y asegurados a nuestros piolets que habíamos fijado en la parte superior de la grieta, nos aprestamos a resistir el frío de la noche con lo puesto. El objetivo primero de aquella noche era no dormirse si no queríamos morir congelados. Estábamos exhaustos. Nos golpeamos unos a otros durante toda la noche. Ella, menuda y la menos experta del trío, quedó entre nosotros dos. Fue un amanecer pálido y frío. Cuando salimos de la grieta al empinado glaciar, pudimos divisar claramente el refugio quinientos o seiscientos metros de desnivel más abajo. El guardián del refugio nos estaba esperando, había visto las luces de nuestras linternas la noche anterior. Recuerdo el confort de un caldo humeante y poco después esas sensaciones de que hablaba más arriba. Ella y yo habíamos pasado un largo mes escalando en Dolomitas y en el Adamello. Después se había unido él. Ella traía el recado muy especial de su madre de reservar su virginidad para el matrimonio. Fue obediente. Aquella mañana nos acostamos juntos desnudos sobre los jergones. Ese era el momento que recordaba más arriba, el placer de acurrucarme agarrado al cuerpo de ella; como dos hermanos, como si entonces, después de todos los peligros, todos los cansancios, la tormenta, los trabajos de resistir hubiéramos llegado al centro mismo de la ternura, del calor animal, como si en ese momento hubiéramos estado tocando con las yemas de los dedos la esencia de nuestra humanidad en donde un primer hombre y una primera mujer se abrazan felices de estar vivos, agradecidos de poder compartir su calor, su piel, su cansancio.

Así debería ser morirse algún día, felices, ebrios de cansancio y felicidad. 

 
El camino cruje helado bajo mis botas. Las hojas de los castaños, ribeteadas de escarcha, tapizan la senda. Embozado en mi gorro de lana y la braga miro este mundo oscuro a través de una breve rendija. Mis sensaciones se hinchan o encogen siguiendo un determinado ritmo que tiene que ver con los arroyos que atravesamos, el manto de las estrellas o el sonido que mi paso produce en el bosque silencioso.

Después de desayunar en Salas me engancho a la historia de G, cuya vida termina precipitadamente en las revueltas posteriores a los hechos de Sarajevo que desembocaron en la Primera Guerra Mundial. Más tarde noto enseguida que la mañana sabe a las canciones de Serrat. Serrat forma parte íntima de esos dos años que pasé de maestro en la cuenca alta del Narcea. Pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar. Caminante no hay camino sino estelas en la mar. Y acompaño a Serrat en esta mañana de sol mientras las montañas nevadas del fondo se relajan sobre los verdes prados a sus pies. La mujer que yo quiero no necesita bañarse cada noche en agua bendita… pero ella es más verdad que el pan y la tierra. Con la mochila al hombro, todavía embozado, las manos en los bolsillos, los auriculares sobre las orejas y cantando discretamente alto debo parecer un resucitado de otra época. He andado muchos caminos, he abierto muchas veredas… Como a mí, de aldea en aldea el viento lo lleva siguiendo el sendero, su patria es el mundo, como un vagabundo va el titiritero.  Y no siendo suficiente con Serrat, llegando a la Espina aparece Joaquín Sabina con su voz carrasposa de bebedor romántico que va dejándose los amores por el camino mientras refresca sus penas en los ojos de alguna otra mujer.

La meseta por la que camino, de verdes prados perfilados por larguiruchos árboles de brazos desnudos, está bañada de un sol crudo y frío que no deja margen para tomar siquiera una mediana fotografía. Consulto el teléfono, siete kilómetros. Hoy no voy a encontrar un restaurante abierto, demasiados kilómetros. Termino abandonando el camino para probar suerte en la carretera. A dos kilómetros encuentro un restaurante. Mientras como recuerdo la carretera esta en los tiempos del nacimiento de nuestros hijos mellizos. Por aquí pasaba la ruta que recorrimos desde el pueblo de Gedrez donde tenía la escuela para ir a Oviedo. Victoria estaba embarazada de siete meses y una noche, ya de madrugada, cuando nos disponíamos a irnos a la cama, rompió aguas. Una aldea perdida en la montaña en aquella época era un mal asunto para una situación así; me acojonaba la posibilidad de que se pusiera de parto por el camino. Recuerdo aquel viaje como una pesadilla. Pasamos por Tineo, el pueblo donde pernocto hoy, a las tres de la madrugada. Por entonces, más tranquilo, porque las cosas se habían estabilizado, ya me pareció que casi habíamos salido del mal trago. Como se ve, no sólo el bienestar de una noche de insomnio es capaz de resucitar los recuerdos, también la geografía lo hace. Pocas horas después de tomarme un café cargado en Tineo nacían Mario y Lucía, dos diminutos seres que apenas llegaban al kilo y medio y que durante muchas semanas, principalmente Mario, lucharon bravamente hora a hora para ganarse el derecho a la vida.

Termino la tarde en el albergue de Tineo. Aitor, un joven que hace de hospitalero, me sorprende haciéndome una foto para la página del Facebook del albergue. Soy una cosa extraña por estos fueros con el frío que corre.








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