Camino del Norte

Madrid – Oviedo, 23 de enero de 2017

Todo lo que está terminado, deja de ser morada de nuestro espíritu. (En Mi o el viaje a Pekín, Max Frisch)

No siempre y de forma radical, pero sucede; el anhelo, que es de lo mejor que tenemos, cuando se ha cumplido deja de ser morada de nuestro espíritu para desvanecerse en un pasado del que sólo volveremos a echar mano casualmente en el futuro.



En estas cosas voy pensando mientras mi autobús atraviesa los campos de Segovia envueltos en la niebla. Está nublado, rastros de nieve cubrían las laderas tras el túnel de Guadarrama, el perfil de las iglesias de los pueblos que aparece a lo lejos destaca sobre el fondo ceniciento de los campos labrados replegados sobre sí como quien se ovilla en uno mismo para retener el calor de su cuerpo.

Las tareas que terminamos, los objetivos cumplidos que momento antes ocupaban todos nuestros sentidos, ceden el paso a lo nuevo. Los proyectos y tareas que nacen tras ellos serán con su capacidad para atraparnos la materia de que esta hecha una gran parte de la vida, siempre abocada hacia adelante, a cubrir millas, a construir puentes, a cumplir objetivos, a crear. Qué maravilla que las cosas funcionen de esa manera, que al anhelo que tenías de escalar una pared, llegar a una cumbre, terminar una puerta de hierro llena de filigranas que diseñaste con tanto cuidado, pueda seguir el anhelo de un viaje, otra ascensión, la renovación de la fachada de tu casa. Son cosas que suceden con toda la normalidad del mundo, tanto como ese acto de respirar o el movimiento de sístole y diástole del corazón, que no por ser ajenos a nuestra conciencia dejan de hacer un trabajo vital sin el cual nuestra vida se extinguiría de inmediato.

Maravilla, digo, porque dejar de tener en la vida un reto, un algo que te invite a levantarte cada mañana con el optimismo de quien tiene un cometido interesante que cumplir, aunque este consista en un dolce far niente, se me aparece uno de los milagros más significativos de la existencia. Cuando lo pienso fríamente, el hecho de que a mí se me meta en la cabeza dos días después de salir del quirófano la idea de marcharme a caminar por un legendario camino en esta época del año, la verdad es que me llena de admiración. Podría decir que soy yo, pero decir eso seria decir una verdad a medias, porque las cosas que se le imponen a uno de un modo un tanto imperativo no sé yo hasta qué punto podemos asignárnoslo como propio. En todo caso habría que atribuírselo a uno de esos tantos enanitos traviesos que pueblan nuestro interior y que se divierten a costa nuestra poniendo en nuestros conductos neutrales deseos y ganas de hacer algo cuando dos minutos antes nuestra cabeza ni soñaba con nada parecido.

La verdad es uno nunca sabe a ciencia cierta quién es ese yo que tan pomposamente identificamos con un nombre y un apellido en el documento de identidad, el mismo que se mira con cara de sueño cada mañana mientras trata de quitarse las legañas; quién es y quien decide por él. Hay gente que se compra un piso que debe de terminar de pagar después de los setenta años, o que decide casarse en un plisplás y piensa que eso lo ha decidido él cuando puede ser perfectamente falso. Entre los enanitos, nuestros sistema neural, los neurotransmisores que controlan nuestro humor y nuestros deseos sexual y de otro tipo, la verdad es que el margen de decisión queda a veces raquíticamente corto. Lo jodido del asunto es que como siga uno tirando del hilo a poco que te descuides tu yo se puede encoger tanto como para quedar en una insignificancia, una especie de cagadita frente a esos sesenta quilos que marca el peso del cuarto de baño cuando te subes en él.

El caso es que sea lo que sea sea uno, el del espejo o la cagadita resultante después de habernos despojado de todo lo que no es propiamente yo, cuando yo veo hora tras hora a nuestro perro echado frente a mi cabaña, hora tras hora día tras día en un estado de indiferencia absoluta no puedo menos de alegrarme de pertenecer a la especie del homo sapiens, precisamente por alguna de esas cuestiones de que hablaba más arriba, es decir, la capacidad de anhelar. Sí, anda cojones lo que sería la vida si no tuviéramos latente a cada momento, con enanitos o sin ellos, esa capacidad de anhelar que nos sorprende a cada momento a lo largo de la vida. ¿Alguien puede imaginarse cómo sería la vida sin un anhelo, un sueño, un deseo…?


Este diario de los caminos que llevo desde hace tantos años se parece a veces a ese chicle que se te ha pegado en el pelo y que no hay manera de quitártelo. Ahí está él, omnipresente cada vez que salgo de casa para darme un paseo por el mundo. Me encuentro plácidamente mirando la niebla, un paisaje nevado y de repente me da un toquecito en el hombro y me dice: eh, tú, deja de gandulear mirando por la ventanilla y agarra el teléfono, escribe. Sí, y de nuevo ya no sé si soy yo o no, porque le hago caso, dejo a mi yo de la ventanilla, plácido y tranquilo mirando el paisaje, y tomo el teléfono y lo enciendo y escribo obediente. Y a fin de cuentas no sé quién está escribiendo esto. Este diario de los caminos debe de estar conchabado con alguno de mis enanitos interiores para hacer de mí los que les da la gana. Con lo agradable que es no hacer nada, mirar por la ventana, dejarse adormecer por el runrún del motor. En fin, el Google Maps me dice que hemos salido se Tordesillas y nos dirigimos a Benavente. La niebla, la nieve se han esfumado y yo, o alguno de mis enanitos, hemos atravesado la línea de las mil palabras de rigor.

Hoy comienzo el Camino Primitivo de Santiago en Oviedo. Nos vemos.


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