Magnífica belleza de invierno


Poladura de la Tercia, 13 de enero de 2017 



El termómetro marca dos grados bajo cero a las tres de la tarde. El albergue, hoy, una casa de dos pisos de grandes ventanas acristaladas tras las cuales se ven un puñado de casas, muy pocas, calles cubiertas de blanco y una delgada nevada tras cuya cortina asoman montañas oscuras con una delgada capa de nieve. En el albergue, el único peregrino de los alrededores, un servidor. Frente al peregrino una estufa de leña que me calienta los huesos hasta el punto de tener que alejarme para no achicharrarme. Dicha de invierno en un pueblo perdido entre las montañas leonesas.

De los miles de kilómetros recorridos a pie por los distintos caminos de Santiago de España ha sido sin duda la jornada más bella. Siempre me dejan el cuerpo algo nervioso  estas jornadas en las que uno no sabe nunca como acabarán. Quizás el hecho de que me acerque ya a mi setenta cumpleaños aviva esta situación. El sistema interno que vela por mi seguridad, consciente de que ya no tengo veinte años, se pone en actitud de alerta cuando ante mí tengo una jornada incierta de pasos de montaña con una nevada en perspectiva. Cosas de los años pese a la experiencia que uno acumula.

Caían leves copos de nieve como hojas de otoño balanceadas por la brisa cuando salí del albergue de La Robla. La nieve no era óbice sin embargo para que de tanto en tanto asomara una luna gorda entre el grueso de las nubes. A cuatro kilómetros mi camino, en la ermita del Buen Suceso, el restaurante está abierto y aprovecho para darme el lujo de desayunar caliente. Luego vuelve la oscuridad y el silencio, el camino se aleja de la carretera de nuevo; la nieve es un ligero manto que apenas toma consistencia sobre las rodadas del sendero. Cuando ese universo de tonos azulados empieza a coger consistencia camino del alba vuelvo a las selvas de Levy-Strauss y al relato de su estancia con la tribu de los nambiguara del Brasil y sus curiosas costumbres. Para los nambiguara ostentar la jefatura de la tribu significa ir el primero en la guerra. No es un papel que todos aceptan, pese al derecho que les asiste a tener varias mujeres en una comunidad que esencialmente es monógama; un derecho que se explica por los múltiples trabajos que debe asumir en favor de la comunidad. El afecto de que se ve rodeado, no parece que la posibilidad de relaciones sexuales más amplias cuenten mucho, parece compensarlo por las responsabilidades que asume.

En el contexto de pueblos que no conocen la escritura Levy-Strauss expone una interesante teoría en la que, basándose en el estudio antropológico de comunidades primitivas de todo el mundo, defiende que el aprendizaje de la escritura y la lectura ha contribuido en el mundo a que unos pocos hayan sido siempre capaces de dominar al resto de los hombres. El conocimiento de estos de normas y leyes con carácter general, que no sería posible en un mundo de analfabetos, ayudó en la historia de la humanidad a consolidar el poder de las clases dominantes. Un repaso por las culturas de África y América en comparación con las culturas de Occidente dan fe de ello. 

 

Cuando llego a Buiza, el paisaje definitivamente se ha hecho blanco. Cae una nieve diminuta y ambigua que más arriba termina tomando consistencia. Las montañas emergen en la distancia tras un vuelo de ligera niebla que da al valle un aire de suave licuada en donde los árboles de desnudas y oscuras ramas añaden unas pinceladas que contrapesan con su contraste la levedad del lienzo matinal. Buiza arriba la trocha se hace sendero de montaña; aumenta la intensidad de la nevada y, más adelante, debo parar para enfundarme de nuevo la braga y el plumífero. En lo alto de las Forcadas de San Antón (1462 mts.) la ventisca me ciega por unos instantes; debo caminar inclinado hacia adelante para contrarrestar la fuerza de ésta. La cubierta plástica que protege mi macuto de la nieve y la lluvia sale volando en una de las embestidas y me veo obligado a descargar el macuto para salir corriendo tras ella.

Ahora el paisaje que se abre delante de mí es de una belleza desolada y adusta, una belleza conmovedora que veo casi con reverencia a través de la ventisca que me golpea la cara. ¿Por qué caminar en invierno y por qué por estos parajes solitarios y agrestes? Quizás por esto entre otras cosas. Hay una clase de belleza a la que no se tiene acceso más que asumiendo nevadas o ventiscas, tormentas, inclemencias del tiempo que sin nosotros buscarlo se cuelan por los intersticios del alma y alegran a ésta con la suavidad arrolladora de un gozo virginal.

Tener delante de uno un paisaje que bien podía pertenecer al origen del mundo, tanta soledad en medio  de un silencio fresco como aquella voz de plata que irrumpe en el tercer movimiento de la cuarta sinfonía de Mahler, hace contener el aliento y cerrar los ojos como quien tratara de retener el instante dentro del pecho a fin de que éste permanezca ahí para estímulo y gozo de la propia vida durante un tiempo que quisiéramos dilatado.

Sí, es muy hermoso descender sin prisa por este valle, más cuando la ventisca ha quedado atrás y sólo resta disfrutar de lo que uno tiene delante y de cierto confort que proporciona al cuerpo el esfuerzo. En estos parajes las almas caritativas que cuidan de los Caminos han puesto especial cuidado y es imposible perderse, incluso entre los bancos de niebla que a veces cruzan el sendero, porque a cada momento una concha amarilla soldada sobre un hierro hincado en el suelo, te muestra el camino, un camino que en no pocas ocasiones desaparece. Ya en las cercanías de Poladura tropiezo con una manada de caballos que sienten curiosidad por el peregrino y se le acercan a curiosear acaso esperando un mendrugo de pan. 



Entro en el pueblito de Poladura, apenas unas pocas casas. Nadie. Todo silencio. Termino dándome con un edificio de dos pisos con grandes ventanas sobre cuya puerta está escrito: “Albergue”. Pruebo a abrir la puerta, el manillar cede. Me limpio las botas de nieve y entro. A mi izquierda, en una puerta, esta escrito: “Casa del pueblo”. Se trata de un gran salón con algunas mesas, estantes con libros, juegos y juguetes. En la cabecera de la sala, un buen augurio: una estufa de leña. Nada podría haber deseado mejor que una estufa de leña para pasar el resto del día. Pero no acaban aquí las sorpresas, subo al piso superior. Tras la puerta una sala con literas y un radiador que enchufo de inmediato. A la izquierda los baños y más allá la cocina y, a la derecha, sobre una pequeñas mesa de melamina dos bolsas de plástico. En ellas una perola de fabes todavía calientes, un plato de carne con patatas asadas, un yogur, un plátano. Cosas de magia, ¿no? ¿Otra alma  bondadosa que había adivinado la llegada de un peregrino y había volado hasta el albergue para satisfacer sus obvias necesidades? Casi, no del todo. Ayer había telefoneado desde La Robla para informarme de las condiciones del albergue y como era de esperar en el pueblo no había nada de nada, pero María, la dueña de una posada que funciona en verano, velaría por el confort del peregrino; otra alma anónima del camino.

Quise dar una vuelta, así que dejé el macuto en el albergue y salí. Enseguida me encontré con dos enormes mastines que vinieron a saludarme. Más allá estaba la dueña, así que me acerqué a saludarla y a platicar un rato con ella. Nieves tenía cerca de un centenar de ovejas, cinco o seis perros y media docena de gallinas. Era una mujer robusta de aspecto seguro y una saludable presencia cuyo rostro regordete y bonachón sin complejos alentaba para continuar una animada charla durante unas horas. Gente del campo que no echa de menos la ciudad y que vive en un medio agreste con la certeza de que no hay otro lugar en el mundo mejor para ella. Hija de un maestro que rodó destinado aquí y allá por muchas escuelas de la montañas de León, y que terminó eligiendo para vivir una de esas aldeas donde su padre fue maestro. Hablamos de mastines, de cabras, de queso, de la vida… También le pido que me deje hacerle una foto con su perro. Me invita a entrar un rato a su casa; pero mi estómago no aguanta mucho más y debo despedirme. Antes de hacerlo me advierte de que el camino hasta Pajares no va a ser fácil, más si continua nevando, puede encontrarse intransitable y peligroso si el tiempo sigue así, me dice.

Llamo a Fernando, el encargado del albergue para anunciarle mi presencia, Enciendo la estufa de leña, caliento la comida, como junto al fuego, me tomo un café… en fin, escribo lleno del bienestar del fuego, del estómago satisfecho, de la nieve que veo caer tras la ventana; satisfecho de esta magnífica belleza invernal con la que me he tropezado hoy en mi peregrinaje. 










 

3 comentarios:

Paci dijo...

Me dan ganas de coger la mochila y ponerme en camino al leer tus relatos.

Montserrat de la Madrid dijo...

Francisco, no es el único que le dan ganas de coger la mochila y salir a caminar con tus relatos

Alberto de la Madrid dijo...

La verdad es que el invierno promete, hay una belleza muy especial en esta estación, aunque a veces toque, como hoy, bregar con la nieve y los temporales.