Música y poesía


Pajares, 15 de enero de 2017 

  

En días anteriores había mencionado un pasaje de una sinfonía de Mahler y al irme a la cama y recordarlo pensé que no era en ella donde una voz femenina como salida de una geología donde la vida no había llegado aún me cautivó hasta los tuétanos, una de esas circunstancias emotivas a las que una música concreta es capaz de elevar a la categoría de momento inolvidable. Es pronto y al día siguiente no debía salir antes de las nueve de la mañana así que, en la oscuridad de la habitación, eché mano al teléfono, oh divina herramienta capaz de guardar en su diminuto cuerpo la esencia de todas las músicas que puedas amar, de todos los libros que puedas leer en cuarenta o cincuenta vidas; eché mano al teléfono, decía, y de golpe me sentí inmerso en ese mundo de Mahler que en alguna época me sirvió para restañar alguna rajadura del alma, que acompañó momentos de desolación, esas Canciones de un camarada errante que quedaron como enquistadas en la geografía de una época. Y entonces se produjo el milagro. Cuántas ocasiones en que la música es poco más que un sonido de fondo en las rutinas de la vida diaria y cómo esas mismas músicas escuchadas en precisos momentos en que la sensibilidad está a flor de piel pueden llegar a conmovernos hasta lo más profundo.

El final de un día como hoy parece uno de esos instantes privilegiados en que la música cae sobre uno como el maná sobre el desierto. Las nubes y la niebla han rodeado mi refugio de Pajares, se ha producido un silencio profundo y en medio de él he quedado yo y mi música como reyes de este universo de montañas, nieve y silencio.

Ahora la fogosidad de Mahler en su Quinta Sinfonía acompaña el recuerdo de mi jornada de hoy y la llena de un sentido que el presente, siempre tan apresurado, deja escapar porque nuestros sentidos son capaces de asimilar sólo unas pocas constantes de nuestra vida, de manera que por ello sea necesario recurrir a la memoria, acaso confabulada ésta ahora con los atributos de la música o la poesía para traernos al instante las vivencias que un ajetreado presente no nos permitió captar. La música y la poesía son los elementos recurrentes capaces de suscitar, como si de unos gramos de levadura se tratara, todas las complejas  emociones que los temporales, las prisas o la multitud nos robaron en su momento. La música y la poesía, regresadas ya al silencio de nuestro recogimiento personal y, acaso con los ojos cerrados mientras esperamos el sueño o yaciendo en el duermevela del amanecer, traídas a nosotros por unos de esos raros céfiros que pueblan la noche, se convierten por obra y gracia de la concurrencia de algunas circunstancias, en un todo capaz de arrobarnos, de hacernos sentir en el centro de un pequeño paraíso donde acaso el Amado de San Juan de la Cruz no sea otro que uno mismo. No de muy diferente manera me imagino yo al poeta cuando escribió aquellos versos de

En un noche oscura,
con ansias en amores inflamada

cuando concluye:

Quedéme y olvidéme
el rostro recliné sobre el Amado;
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

La música y la poesía como fermento de las bondades escondidas que pueden vagar como lunáticas por nuestros conductos neutrales pasando de una sinapsis a otra sin que sólo lleguemos a apercibirnos de su presencia cuando la conjunción de algún astro lo hace posible.

Es medianoche, el alegro finale del último movimiento llega a su término. Hora de dormir; ahora sí.





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