Castroverde,
30 de enero de 2017
Etapa
Fonsagrada – Castroverde.
Salí del
albergue Cantabria convencido de que no llovía. Tuve que refugiarme en el
cercano pórtico de la iglesia de enfrente para ponerme la capa de agua. Otro
día más de agua: no faltaría más. A los pocos minutos estaba inmerso en la
oscuridad de la carretera. Hasta que amaneciera prefería caminar en la
comodidad del asfalto. De la carretera solo veía la débil claridad de la línea
que separa el arcén de la calzada. Hoy si pasaba algún coche no encendería la
linterna para hacerme ver. Caminaba con las manos en los bolsillos envuelto en
una sensación de confort tal, pese a la lluvia, que el esfuerzo de encender la
linterna sobre la cabeza cuando viniera un coche me parecía excesivo. Soy un pesado,
pero decir de nuevo de ese placer en el silencio, en la noche, cuando el cuerpo
está descansado y los sentidos abiertos como una esponja es algo que requiere
un grado de relajada concentración. A esa hora de la noche los pensamientos
tienen un grado de fresca intensidad tal que sólo el hecho de contemplarlos
como llegan, merodean por tu cabeza o escapan en la fugacidad del momento es ya
un placer en sí mismo. Esta mañana se me pegó especialmente uno durante un
rato. Tenía que ver con un anónimo, que se hacía pasar por dos diferentes, que
había irrumpido de mala manera en este blog hace unos días; comentarios que
borré de inmediato no fuera a ser que los visitantes del mismo además de
tenerme por un tío cerril y despistado que se pierde en la noche cada dos por
tres, fueran a formarse de mí una opinión añadida de comeniños que castigaba a
alumnos de cuatro a seis años (nunca di clases en esas edades) hasta las doce
de la noche, que hacía con ellos barbaridades propias de correccionales de las
novelas de Dickens y no sé cuantos desatinos más; ah, también podrían haber
deducido del comentario que me chuto todos los días con sofisticadas drogas. El
caso de los anónimos es asunto que no tiene desperdicio, tan pronto te puede
tocar un tarado como el tonto del pueblo divertido en hacer cabriolas en las
redes. Y apañado estás entonces. El caso es que estos anónimos, que tanto
abundan por doquier y a los que acaso la inteligencia no les llegue a dos dedos
de frente, lo mismo te los encuentras en los periódicos, en twitter o en
cualquier otro medio en el que no sea necesario dar la cara. Lo valientes que
se sienten, escondidos en la oscuridad de su anonimato, es algo digno de
admiración. Pueden escribir cualquier cosa, cualquier chorrada que se les
ocurra, cualquier disparate, sin más.
Durante la última campaña de las municipales, un tiempo en que trabajaba por la
candidatura de Podemos en mi pueblo, era divertidísimo como estos anónimos
saltaban por doquier cada vez que escribía algo sobre asuntos que concernían a
los otros dos partidos que se presentaban en la zona. Saltaban como energúmenos
que se tiraban al cuello en el momento que no les dabas la razón; eso sí, desde
el anonimato. De todos modos hoy la verdad es que me picó la curiosidad. Del
repaso que hice buscando en mis recuerdos al loco de turno sólo me quedó un
candidato posible. Me resultó gracioso llegar a esta conclusión. Quizá en
alguna edición próxima le dediqué un cuento.
Cuando
empieza a amanecer abandono la carretera para alcanzar el camino que corre un
centenar de metros más arriba sobre la pendiente, donde unas pocas casas
reciben el nombre de Vilardongo. El
sendero subía hacia un altillo donde había una pequeña capilla de piedra y
techo de pizarra; tras ella, en los cerros próximos, las aspas de los molinos
de viento daban vueltas camuflados entre la niebla.
El sendero,
cubierto con las agujas de los pinos, rojos tostados cubriendo la hierba mojada
y brillante, zigzagueaba sin prisas cuesta abajo. A lo lejos las nubes se
agarraban rezongonas a los bosques de las laderas. La carretera, mucho más
abajo, describía una armoniosa curva entre los árboles.
Hermann
Hesse, después de hacer cumplir a su protagonista, Hans, sus obligaciones de
estudiante, recuerdo que estoy leyendo Bajo
las ruedas, no tiene empalago en demorar páginas tras páginas a su
personaje en los pequeños placeres que tan caros le son: caminar por el bosque,
tumbarse en la hierba y, sobre todo, pescar. Largas y pormenorizadas
descripciones relacionadas con el sedal, la caña, los aparejos, las costumbres
de los peces, la soledad de lugar, los pájaros que revolotean junto a la
orilla. En el río de mi niñez estaban todos estos componentes, quizás por eso
apreciaba tanto la lectura de Hesse. Entonces también yo era estudiante de
vacaciones junto al río; en mi caso el río Alberche. Lo que tengo de salvaje,
cada vez más al decir de mi chica, estoy seguro que me viene de aquellos
veranos de vivir como los sioux junto a las caudalosas aguas del río. Dos meses
en los que prácticamente el único cometido era zascandilear en torno al río, el
alma mater de mi niñez; coger lombrices, pasar largas horas esperando a que se
produjera ese pequeño milagro, el breve tirón, el pez coleteando tratando de
desprenderse del anzuelo. Ir a por agua a una huerta cercana, la charla de
niños y mayores junto al fuego de campamento, las excursiones entre los
cañaverales a la búsqueda de ranas, los baños en le río. ¿No es acaso tantas
veces leer un libro un modo de encontrarte con retazos de tu propia vida, de
tus propios pensamientos expresados por otros autores? ¿No es en tantas
ocasiones la lectura un diálogo permanente con alguien con quien tienes ideas
en común, con alguien que pasó por experiencias similares, con alguien que te
sugiere esto o aquello y que acaso por ello ha podido tener una gran
importancia en tu vida futura? Concebir la lectura de un libro, o al menos una
parte importante de él, como un fructífero y ameno diálogo, da a la lectura una
nueva dimensión. De ahí que todos tengamos nuestros autores preferidos y que
cuando comenzamos algún libro podamos tener la impresión de que vamos a pasar
unos días con un primo hermano, un amigo, si el autor elegido toca temas,
piensa, alenta cuestiones que te son caras.
A las dos de
la tarde estaba en un restaurante de O Cádavo, el final de la jornada de hoy.
Mientras comía se me fue pasando el dolor de espalda que me perseguía de dos
horas atrás y entonces decidí que todavía podía hacer una decena de kilómetros
hasta el albergue de Castroverde. Al final sumé casi cuarenta kilómetros. No
está mal, el cuerpo se acostumbra a todo.
Hoy la guapa
mesonera (eso de hospitalera no acaba de sonarme) se llama Iria (de Iria
Flavia, me dice), una morena más simpática y amable que todas las cosas. Se me
había olvidado comprar la leche en el supermercado y a estas alturas volver a
hacer medio kilómetro me parecía una barbaridad, pero ahí estaba Iria, que aprovechando que tenía que hacer un recado se ofreció
a comprarme la leche.
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido,
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino;
doncellas curaban dél,
princesas de su Rocino.
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