Fonsagrada, 29
de enero de 2017
Etapa Castro
– Fonsagrada
Estaba
amaneciendo cuando llegué bajo los molinos que anunciaban el puerto del Acebo.
Los gigantes de acero, envueltos en la niebla giraban parsimoniosos y solemnes
en la grisalla del alba. Llovía y un viento de frente hacía dificultoso el
camino. El paisaje aparecía desamparado, triste; el día se arrastraba como de
mala gana filtrándose entre las nubes y el desamparo de los pinos. Llevaba
lloviendo prácticamente desde que salí del albergue, una lluvia fina nada
excesiva que parecía haberse convertido en la inseparable compañía para estas
jornadas últimas. Así que, arrebujado en mi equipo de agua y usando los
bastones para contraponer mi paso a la fuerza del viento frontal, caminé por el
enorme llano que corre a través del puerto sin otra posibilidad que dedicar mis
fuerzas a poner tierra por medio imaginando que más abajo en algún momento el
viento dejaría de soplar.
Efectivamente,
el viento amainó, pero la cosa no estuvo como para me entraran ganas de leer. A
seis o siete kilómetros de Fonsagrada, y pese a que llovía, hice un parada para
dar respiro a mi espalda que me estaba chillando más de la cuenta. Me tumbé un
rato en el suelo y aproveché para dar cuenta de la empanada que me había preparado
Begoña, la dueña del Hotel rural Chao San Martín. Jo, gracias, Begoña de nuevo
si lees estas líneas, ha sido un placer haber disfrutado de tus instalaciones.
El bosque a mi alrededor estaba envuelto en la niebla. El aspecto ferruginoso
de los helechos enmarcados por los taciturnos pinos de su alrededor daba al
lienzo de la mañana un aspecto que acaso pudieran haber tenido su puesto en
algún oscuro rincón de un cuadro de Rembrandt.
Los mastines
andan sueltos por estas tierras pero, al menos los que yo me he encontrado, son
totalmente inofensivos. Aparecen como grandes moles amables que, como el de
esta mañana lo único que quieren, como todo hijo de vecino, es un poco de
cariño y que los dejen en la paz de su santa pachorra. El de esta mañana era
tan grande que no tuve otro gesto inmediato que agacharme a por alguna piedras
al tiempo que empuñaba los bastones a modo de garrote contundente con que
defenderme llegado el caso. Ya por los montes de Galicia me salieron en una
ocasión cinco de estos perrazos ladrando como energúmenos. Pastoreaban en un
cerro solitario cuidando medio millar de ovejas y, cuando me vieron, visto y no
visto, corrieron desesperadamente hacia mí. Invoqué a gritos la presencia del
pastor pero fue inútil, enseguida me vi rodeado por estas cinco enormes bestias
que me ladraban amenazadoramente a un metro de distancia. El espectáculo era
digno de ver, un tipo pequeño con un morral a la espalda girando sobre si mismo
y repartiendo mamporros al aire intentando asustar a los mastines que mantenían
la distancia pero que no paraban de abrir sus grandes fauces a pocos
centímetros de un servidor. Tres, cuatro, cinco minutos, no sé, así hasta que
la voz del pastor venida de lo alto el monte los calmó. Con cinco animales así
no sé si habría servido para algo el que hubiera descargado mis bastones contra
uno de ellos. El pastor bajó corriendo, pero el susto no me lo quitó nadie. El
hombre se disculpó diciendo que es que estaba pariendo un oveja que se había
quedado separada del rebaño. El de esta mañana, que caminaba derecho hacia mí,
enseguida se mostró tan pacífico que no tuve menos que hacerle alguna
carantoñas. Acercaba su cabezota sobre mi costado como lo hacen los gatos
cuando quieren que les acaricies.
Estas cosas
me hacen pensar en lo frágiles que somos todos y en lo mucho que estamos
necesitados de que otros nos quieran y se ocupen de nosotros. Algo que está
grabado a fuego en el cerebro, no sólo de hombres y mujeres sino también en los
animales. En cualquier caso sorprende ver estos gestos en “esos seres
irracionales” que nos rodean en nuestras casas o en otros que sorprendemos a
veces en la vida animal corriente. En nuestra casa hasta Mico, uno de nuestros
gatos, comparte sus caricias con Gaza, nuestro pastor alemán.
Victoria y nuestra gata Bartola |
En resumen
el día ha sido más bien poco interesante, ni siquiera esa niebla y sus bosques
que tanto me encantan a veces lograron animar esa percepción que recorrió toda
la jornada de triste grisura. Lo mismo le sucedió a Luis que me lleva una
jornada por delante. Esto me cuenta: “La jornada para mí la calificó como la más
decepcionante hasta ahora, lluvia y niebla todo el camino así que poco pude
disfrutar más allá de la propia caminata. Llegué sobre las 13:30 al albergue de
O Cadávo, unos 28 kms desde Fonsagrada, y aquí estoy de jefe del albergue ya
que soy el único inquilino. La hospitalera vino a sellar la credencial, me dejo las llaves y se fue”.
Me sonrío pensando en esta circunstancia, yo leyendo el relato de la jornada
que recorreré mañana y él leyendo mi relato de la jornada que él recorrió ayer.
Llegué
pasado el mediodía a Fonsagrada y antes de continuar decidí tomarme un
tentempié en una pulpería, algo obligado nada más pisar tierras gallegas.
Mientras me estaba despachando el pulpo con un tinto de la tierra, miré la
continuación de mi recorrido. Me dí de narices con una realidad que no
esperaba; en los veintitantos kilómetros del tramo siguiente no había un solo
lugar donde repostar, tres o cuatro aldeas con menos de cincuenta habitantes
cada una. Después de que me hubiera dado cuenta de que no podía continuar hoy
sentí un pequeño regocijo interior. Ello significaba que iba a tener todo el
día de vacaciones, coser el macuto y el anorak, escribir, leer, tomar té
durante toda la tarde… fantástico.
Así que aquí
ando, solo en un albergue privado perfectamente equipado, con todo el equipo
seco de nuevo, con mi crónica terminada, mi casi media hora de conversación
telefónica con Victoria y todavía con tiempo para darme una vuelta por el
pueblo y cenar algo de paso.
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