Una bella chiacchierata con Monica Lorenzi


La Robla, 12 de enero de 2017 


Tumbado bajo tres mantas en el albergue de La Robla tras la comida, consulto el tiempo y la web me dice que ahora tenía que estar lloviendo y dentro de tres horas nevando. Sin embargo frente a mí hay una ventana por la que entra el sol y en cuyo recuadro aparece limpio un cielo azul de invierno. Parece que la meteorología no anda muy acertada. Esta mañana otro tanto de lo mismo, era mi primer día de camino y salí a las seis de la mañana enfundado como para atravesar el polo. No llevaba más de quince minutos caminando cuando me tuve que parar a quitarme gorro, braga y plumífero. No es corriente eso de comenzar a sudar en invierno a eso de las siete de la mañana.

El comienzo del amanecer me pilló en esta ocasión por las inmensidades del Mato Grosso de los años treinta del pasado siglo, de la mano de Levy-Strauss. Tristes trópicos, se titula la obra, un libro de parajes heterogéneos en en donde se mezcla la filosofía viajera, la historia y la reconstrucción de algunos itinerarios del trabajo antropológico del autor, que tan pronto está en Brasil como en las selvas birmanas como indagando en algún rincón de la India los comportamientos tribales de alguna lejana comunidad. Así, mientras Levy-Strauss avanzaba penosamente por tierras pantanosas al frente de una expedición compuesta sobre todo por búfalos de carácter imprevisible pero imprescindibles en aquellas latitudes para el acarreo de impedimenta y el abastecimiento de comida para varios meses, yo a mi vez, habiendo dejado, menos mal ya, el asfalto que me alejaba de León, caminaba por entre robledales que eran atravesados por un bello caminos de un color amarillo tostado que resaltaba en la semioscuridad como una alfombra brillante cuando el sol todavía trataba de alzarse tras las lomas de levante. León era todavía desde lo alto de las lomas unos pocos regueros de luz a mis espaldas.

Recordaba más tarde el cariñoso recibimiento en el albergue de las Benedictinas (Carbajalas) de León, de su hospitalera Mónica Lorenzi, una mujer de baja estatura y aspecto desenfadado y cordial que ya por todo recibimiento me plantó un beso en cada carrillo a modo de bienvenida. Mónica, italiana de Bergamo con muchas ganas de vivir, andaba con ganas de charlar y allí mismo sin dar apenas tiempo a dejar el macuto en el suelo, sentados uno frente al otro en el pequeño recinto de recepción, a los pocos instantes nos vimos enfrascados en una amena conversación que tras las obviedades de las bondades del Camino enseguida derivó de aquí para allá de un puñado de temas, educación, viajes, padres, los tiempos difíciles de la posguerra tanto en Italia como en España y, cómo no, el panorama de una sociedad, la nuestra, abocada al fracaso si no le ponemos los ingredientes necesarios para reconducirla hacia una racionalidad basada en los valores y capacidades de las personas. Mónica hizo el Camino de Santiago y quedó prendada de su filosofía y su ambiente, así que no se lo pensó dos veces y solicitó hacer de hospitalera por un tiempo en este albergue. Mónica habla entusiasmada de León y de los peregrinos y, pese a llevar poco tiempo en el albergue, se siente como en su casa.

La entrada a La Robla es fea y desordenada; un lugar en el fondo de un valle no muy profundo donde no parece haber sitio  suficiente para que convivan la carretera, la vía férrea y una enorme y humeante central térmica y que reciben al peregrino un tanto contrariado al final de su recorrido un rato después de que éste hubiera caminado apaciblemente entre bellos robledales junto al alborotado río Benesga.

En La Robla el caminante come bonito y barato agasajado por la simpatía de doña Rosario, la dueña del restaurante cercano al ayuntamiento. El caminante agradece el tuteo y la hospitalidad tanto o más que los platos y el vino que le son servidos. Mientras come mira la tele donde camioneros que arrastran cacharros de más de veinte toneladas recorren grandes distancias por el invierno de Alaska donde el tránsito se hace por las superficies de lagos y ríos helados. Mientras llega el café hablo por teléfono con Carlos, el encargado del albergue. Quedamos en la puerta del albergue a las cuatro de la tarde.

Vuelvo a la soledad de los albergues. A Dios gracias, porque anoche, pese a estar en invierno, el de León andaba demasiado concurrido para mi gusto; la cantidad de gente que circula por el Camino Francés es demasié. Y, claro, muy guapos y muy simpáticos siempre los peregrinos, pero lo de respetar los horarios de dormir y el sueño de los vecinos, pues en este caso, na. Me tocaron dos coreanos al lado que rajaban excesivo. Menos mal que después de aguantar un rato me entendieron cuando les llamé la atención. A partir de entonces ya los tapones de cera fueron suficientes para que pudiera dormir. El albergue de la Robla, además de solitario, está discretamente aislado. Carlos me ha dejado tres radiadores eléctricos con los que después de un par de horas ya es posible un discreto confort. 








 

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