¿Azta dónde va andá?


Lucena, 18 de febrero de 2017 

Etapa Antequera – Encinas Reales. 


Tumbado en la cama con el runrún del aire acondicionado en lo alto me digo que hoy na, que mañana será otro día, que es tarde, además... Bah. 

Después de caminar cerca de los cuarenta kilómetros llegué a Encinas Reales y tras varias pesquisas y algunas llamadas telefónicas tuve que ir a buscar a un concejal en una iglesia. El albergue estaba inutilizado y en el pueblo no había ningún tipo de alojamiento. Fernando, el concejal, terminó ofreciéndome llevarme a Lucena, mi fin de etapa del día posterior y el único sitio donde podría encontrar una habitación. El alcalde me había ofrecido el polideportivo pero en él no tenían ni una miserable colchoneta. Tampoco era cosa de marcharme a dormir a casa de un concejal, algo que me sugirió muy de paso, así que esta tarde ya estoy en el final de la etapa de mañana, Lucena precisamente. Ayer hablaba de la desaparición del espacio, pues ya véis, hoy desaparece el tiempo. Si hoy estoy en donde iba a estar ayer quiere decir que el día de mañana me sobra. Como anuncia lluvia bien podría quedarme todo el día en la cama, el resultado sería el mismo porque en cualquier modo la etapa ya está concluida y yo tampoco necesito correr, nadie me espera, creo, en Mérida. Otra cosa sería que alguien, sí...  bueno, basta. 



Aquí la gente madruga como no lo había visto hasta ahora en el norte. A las seis de la mañana el bar de la esquina estaba abierto, media docena de hombres en traje de faena fumaban y hablaban animadamente en la puerta. Había un tráfico poco común en las estrechas calles de Antequera. El cielo vestía una media luna menguante y la temperatura era fresca, la idónea para caminar sin tener que sudar. 

En lo primero que caí después de un par de horas de caminar a buen ritmo, era que aquí se caminaba mucho más rápido que en el norte; en un plis plas estaba en Cartaojal. Ya se sabe que en el sur las cosas siempre son más fáciles, la temperatura más suave y las cuestas livianamente discretas, a no ser que te vayas a dar una vuelta por la cumbre del Veleta, claro. El norte huele a nieve, a frío, a lluvias de padre y señor mío, a cuestas y más cuestas. De hecho todo parece más liviano aquí y caminar es como hacerlo por los alrededores de tu casa. 


Poco antes del amanecer había aparecido al norte de Antequera la silueta de una montaña solitaria que años atrás había atravesado recorriendo el GR-7. Amaneció sobre su hombro izquierdo, un sol vulgar y perezoso que ni siquiera se había quitado el pijama para echar a caminar por el mundo; remolón, de colores desvaídos, vamos un sol sin chicha ni limoná. Luego aparecieron los olivares y los caminillos de clara tierra de leche levemente manchada de café, y el trazo de la peineta subiendo y bajando por los cerros. 

¡El campo andaluz, peinado
por el sol canicular,
de loma en loma rayado
de olivar y de olivar!

Y de Machado es fácil pasar a Miguel Hernández, 

Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma, ¿quién,
quién levantó los olivos?

No los levantó la nada,
ni el dinero, ni el señor,
sino la tierra callada,
el trabajo y el sudor.

No sé qué tienen los olivos, pero hay en ellos algo que me atrae y no sé definir. Frente a mi cabaña crece uno de nudosa madera que me gusta contemplar cuando levanto la vista de un libro. Lo tapa ligeramente un ciprés que se hizo enorme y que numerosas veces me he propuesto talar para que el olivo aparezca en toda su belleza. Me da pena, pero creo que terminará sucumbiendo a los dientes de la motosierra. Siempre he pensado que tener frente a mi ventana hermosos seres vivos es esencial. Cuando quite el ciprés tengo pensado construir un estanque y acaso una pequeña cascada, un lugar perfecto para que vengan a bañarse los gorriones y los carboneros que revolotean continuamente alrededor del comedero de las pipas que instalé en la acacia frente a mi ventana. 


En mis caminatas por Andalucía fueron siempre los olivos, las cepas de las vides y los campos de girasoles mis mejores compañías. También los almendros en flor, que ya está mañana comenzaron a ralear por aquí y por allá a la vera del camino. Es un paisaje amable, casi de una dulzura femenina cuando tu senda se sube a caballo de algunas lomas y puedes contemplar desde lo alto las armoniosas ondulaciones peinadas aquí y allá por el verde oscuro de sus olivos. 

¿Manuel (Coronado)? ¿Estás ahí? ¿Querrás creer que después de toda una jornada de caminar, sólo descubrí a última hora que todo esto ya lo había andado yo años atrás cuando hice el GR-7? Manuel es de los trotacaminos que recuerda todos los lugares por donde ha pasado después de años, mientras que yo a la mañana siguiente ya no recuerdo el lugar en donde dormí el día previo. Sí, por estas tierras el GR-7, que cruza España de sur a norte, y que recorrí años atrás, va de la mano como dos amigos del Camino Mozárabe. Después de hoy el GR-7 girará hacia el noreste mientras que mi ruta lo hace en dirección a Mérida para encontrarse allí con otro camino memorable, La Ruta de la Plata. Para los que queráis pasaros un rato por la Ruta de la Plata os dejo aquí un vínculo de las entradas de mi recorrido: link

Comí en Cuevas Bajas con una tropa de amigos del Camino de Santiago de Málaga que habían hecho la ruta desde Cartaojal, una purrela de gente que una vez al mes cubren una etapa del camino. Fueron ellos los que me aseguraron que el albergue en Encinas Reales estaba disponible… y no lo estaba. Como apenas eran seis kilómetros más decidí andar un rato después de la comida; es una hora que en esta época del año se camina con gusto. A la salida del pueblo me aborda familiarmente un gitana y me suelta:
-¿Azta dónde va andá?
Y se lo digo y ya durante diez minutos no me suelta y la mujer quiere enterarse de toda mi vida. Y llega un adolescente, también gitano, a bordo de una bici, hace un derrape frente a mí, se para y ahora son dos los que me aporrean a preguntas. ¡Jezú el curro que me coztó quitármelo d'encima!

Me parece que ha llegado la hora de darme una ducha y lavar un par de prendas. Hasta mañana. 






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