Lluvia, barro… una delicia :-)


Nueva Carteya, 19 de febrero de 2017 

Etapa Lucena – Nueva Carteya 

Suena el despertador. Son las seis de la mañana. Le paro, me incorporo, recojo la colada que dejé a secar colgada en una percha de las rejillas del aire acondicionado, me visto, me asomo a la ventana. Diluvia. Me afeito. Hago el macuto con tranquilidad demorada, no tengo prisa por ponerme bajo el aguacero que está cayendo. Hecha la mirada del gitano, no queda nada en la habitación, recojo las llaves, me echo el macuto a la espalda y bajo al primer piso. Me asomo al exterior, la calle, estrecha y de piedra, es un río. El agua suena atronadora en el interior del vestíbulo. La dueña de la pensión me da los buenos días y añade: ¿va a salir usted con este tiempo? Dos tostadas con mantequilla y mermelada y un café con leche son mi desayuno. Me admiro de la parsimonia que derrocho esta mañana. Algo así como si me estuviera preparando para un rato de prolongada meditación, ejercicios de yoga bajo la lluvia matinal. Creo que mi instinto está preparando mi cuerpo para un baño de simbiosis con los elementos, el ritual que precede a la ceremonia en sí. Termino mi desayuno, me pongo la linterna en la frente, enfundo la capa y los pantalones de agua, me despido de la señora y salgo decidido a la calle. La riada, que baja alborotada por la mitad de la calle, tiene un ancho de unos tres metros, no hay modo de vadearla, así que la atravieso andando sobre los tacones. Doblo por la primera calle a la izquierda. Las farolas pintan la noche de naranja. El empedrado brilla intensamente cubierto por el agua de la lluvia, los grandes goterones llenan de burbujas el suelo. 

Me encuentro deliciosamente confortable dentro de mi equipo de agua. Las manos en los bolsillos bajo la capa, todo en orden. Esta mañana he ajustado el teléfono para que me vaya indicando la ruta mediante mensajes de voz, así que ni siquiera tengo que consultar el gps. Tuerce en la primera calle a la izquierda, toma la segunda salida en la rotonda, tuerce ligeramente a la izquierda. La voz sale de debajo de la capa de agua como quien recitara con voz en off una extraña cantinela. En pocos momentos estoy en las afueras de Lucena. La oscuridad es absoluta. Me cruzo con algún coche en la primera media hora pero tras una desviación el camino parece una senda para mi uso personal. La lluvia amaina un poco. La temperatura, unos nueve grados; casi como si fuera verano. Mi jersey ha quedado en el macuto pero no obstante sudo discretamente. Por levante el horizonte empieza a vestirse de un azul desteñido y opaco. Los olivares empiezan a dibujarse entre la pastosa bruma de la mañana. Qué manía con eso de que cuando llueva me quedo en casa. ¿No habíamos quedado en que si salgo al monte, a caminar por algunos cerros es para estirar las piernas y de paso recoger un cestillo de sensaciones? Esta mañana es todavía más cálida la cosa, no es que yo sea yo y esa circunstancia orteguiana que añade un plus a nuestra mismidad, es que son las circunstancias las que consiguen que mi yo se esponje y que en cierto modo uno se haga parte del  entorno, la lluvia, la pálida luz del amanecer. 

Un camino lateral me lleva directamente a Cabra. Apenas ha amanecido y ya me encuentro una pareja vareando los olivos. Han tendido una enorme red bajo el árbol, las aceitunas cubren una buena parte de la red cuando les doy los buenos días. Saco la cámara, gruesas gotas de agua resbalan por la superficie brillante de su negrura. Más allá son las flores las que llaman la atención de mi cámara. Delicadeza de matices, la humedad resbalando como lágrimas por los pétalos; unos segundos y las lágrimas dejan su columpio para caer al suelo. Violeta sobre verde, la delicadeza de la flor, una pincelada de sutil belleza en esta pequeña fiesta que deja la lluvia en los parterres del camino. 






En el libro que leo esta mañana, Ser o tener, de Erich Fromm, éste habla de un haiku de Basho para mostrar la diferencia con que los orientales y occidentales se acercan a la naturaleza. El haiku de Basho dice:

Cuando miro atentamente
¡veo florecer la nazuna
en la cerca!

Lo compara con un poema de Tennyson, que dice así:

Flor en el muro agrietado,
te corté de las grietas.
Te tomo, con raíces y todo, en la mano.
Florecilla… si yo pudiera comprender
lo que eres, con raíces y todo lo demás,
sabría qué es Dios y qué es el hombre.

La diferencia entre el deseo de poseer, aunque ello suponga la muerte de la flor, frente a la reacción de Basho es enteramente distinta. Basho no desea arrancarla, ni aun tocarla. Sólo "la mira atentamente para verla". Si alguno anda por ahí sin saber a qué libro hincar el diente, lo recomiendo de veras; la sustancial diferencia entre el deseo de tener y el de ser quizás sea uno de los parámetros de los que depende la felicidad de nuestras vidas. De qué opción predomine en nuestro hacer y pensar a lo largo de la existencia va depender también la felicidad o no de nuestros días. Una sociedad como la nuestra tan especializada en hacer del tener la razón de ser de toda actividad humana lo tiene duro si de lo que se trata es de vivir en armonía con uno mismo y con los demás. 

Sobre las once me tomo un respiro; ha dejado de llover. En un altillo busco una superficie arenosa y descargo, saco una tableta de chocolate y un poco de pan, me tumbo en el suelo y, mientras me desayuno por segunda vez, voy consumiendo agua en cantidad a la que he echado unos mililitros de rompepiedras, empeño de mi hija a ver si con ello las piedras del riñón terminan deshaciéndose. Aprovecho la parada para cambiar de lectura, ahora una novela de Aldous Huxley, Viejo muere el cisne, un profundo y extraordinario trabajo también, con el libro de Erich Fromm, sobre la condición humana; un análisis sobre los desvaríos a los que la ignorancia, la codicia y el poder pueden llevar a una parte considera de la humanidad. 



Pero no todo es confort y belleza tras una noche de lluvia ininterrumpida. En determinado momento tuve que abandonar la lectura y sacar los bastones porque el camino se estaba haciendo totalmente intransitable. Una capa de barro arcilloso se había hecho dueña del lugar, una fina arcilla que se pegaba a las suelas de las botas y no había manera de desprenderla. Si penoso es andar sobre nieve profunda, hacerlo con barro en estas condiciones es una tarea imposible. Ni saliendo del camino, ni buscando zonas verdes o piedras aisladas, nada, las botas terminan convirtiéndose en una enorme masa de barro y tú te encuentras como un pato con toda esa masa deforme bajo los pies a punto de darte continuamente de narices con el suelo o de quedar despanzurrado de bruces en medio del barro. Empecé a temer que si aquello continuaba por mucho tiempo me iba a tocar dormir bajo los olivos. Lomas que subir, lomas que atravesar y aquello no cambiaba. Un andar penoso, metro a metro tratando de no caer, tratando de deshacerme de una parte del barro. Quizás estuve trajinando con el barro un par de horas interminables. Cuando en un repecho divisé las blancas casas de Nueva Carteya respiré aliviado. Poco más allá hizo su aparición un firme de arena y graba y ya pude sentarme a desprenderme de mis abultados zuecos de barro. Media hora más tarde entraba en el pueblo. 

Dos grandes y alargados rectángulos de luz ocupan ahora una de las paredes de mi habitación. El aire acondicionado ronronea cumpliendo su trabajo de secar mis pantalones de lluvia y mía botas después de haberlos sometido a una profunda limpieza con el escobillo del baño. Me ha llevado quince minutos limpiar el cuarto después de haber sacado todo el barro a las botas, que ahora penden de las rejillas del aire acondicionado secándose.

 No, aquí tampoco hay albergue. Me temo que este vagabundo de los caminos se está acostumbrando demasiado a la buena vida. Bueno, no hay mal que por bien no venga. Pasar la tarde en una cómoda habitación bien rescaldada no debería estar reñido con un espíritu dado a cierto grado de rusticidad. 










2 comentarios:

Paci dijo...

Como siempre, mientras desayuno leo tus comentarios y preparan mi inteligencia para el día que empieza.

Alberto de la Madrid dijo...

Un abrazo