Mirar con ojos nuevos


As Seixas, 1 de febrero de 2017

Tramo Lugo – As Seixa


Cuando algo que hemos visto muchas veces nos sorprende probablemente tenga que ver con que lo vemos con ojos nuevos. Esta mañana, cuando atravesaba la ciudad de Lugo a eso de las seis y media de la madrugada, las calles iluminadas con la mortecina luz dorada, el empedrado mojado, los edificios de época de piedra, la catedral surgiendo de la oscuridad entre las farolas, el llamativo silencio de la semipenumbra que salía de las pequeñas callejas laterales, el señorío de los edificios del centro de la ciudad, sus murallas como testimonio de la larga vida de la villa, todo hablaba como si un paisaje urbano similar lo hubiera visto por primera vez. Era un hermoso paisaje de piedra e historia. Una bella ciudad no es cosa de un día, ni de un siglo, una bella ciudad es la obra del arte, el esmero, el empeño de miles de personas que durante décadas y siglos trabajaron para convertir un entorno natural, una ladera, un valle, un llano en un lugar útil, bello, funcional, armonioso. Qué fácil es olvidar la realidad de que una enorme cantidad del bienestar de que disfrutamos es fruto del esfuerzo de tantos hombres y mujeres que nos precedieron en la construcción y organización de la ciudad. Vivimos como dando por hecho que la ciudad, el entorno, la organización social, la civilización en general fuera algo que hubiera surgido de la nada para nuestro particular uso y recreo. Mirar las cosas con ojos nuevos puede ayudar, como me sucedía a mí esta madrugada, a experimentar un profundo agradecimiento por todos aquellos hombres y mujeres que nos precedieron y que dedicaron parte de su vida a crear, crear arte, cultura, ciencia, a sillar, piedra a piedra así durante siglos; sí, también durante milenios. La cultura que tenemos, la lengua que hablamos, los conocimientos técnicos no nacieron de bóbilis bóbilis. Alguno podrá decir que esto es algo de Perogrullo. Bueno, depende, a veces las obviedades no pasan más allá del neocórtex, de poco sirve saber las cosas si no han pasado antes por el sistema límbico que es donde reside nuestro afecto, nuestro profundo reconocimiento del trabajo de los que nos precedieron.

Es conocida la idea de que es necesario viajar para conocer del mundo y los hombres. Viajar da perspectiva a nuestros conocimientos, permite confrontarlos con otras realidades, nos ayuda a desprendernos de nuestra boina pueblerina. Recuerdo en cierta ocasión en que habíamos viajado por Asia durante medio año. Un viaje interesante y nutrido de experiencias y anécdotas. Veníamos encantados. Habiamos tomado un vuelo en Teherán con destino Londres. Nada más despegar el avión los velos de las mujeres desaparecieron de inmediato, unas y otras se ponían guapas; al poco rato pudimos tomar un whisky; con la comida sirvieron vino, queso francés y alguna que otra golosina culinaria que no recuerdo. Hacía meses que no probaba estas cosas. Después de la comida conecté los auriculares al dispositivo del asiento y pude escuchar música de Mozart. Tengo vivísima la impresión que estas cosas me produjeron. Volvía a Occidente después de un largo viaje por Asia, volvíamos a muestra tierra; la cocina, la cultura, la libertad, la música. Nada de todo aquello, que como un pequeño aluvión se precipitaba en mis sentidos, lo había yo sentido con tanta fuerza mientras había permanecido en Occidente, en España. Fue necesaria una larga ausencia de mi país para que mis sentidos pudieran apreciar como dentro de una borrachera el placer de haber nacido en un entorno como el de España. Así, moverse, andar por el mundo, ver una ciudad como la de Lugo vestido de trotacaminos bajo una ligera lluvia, puede ser un excelente acicate para sentir y vivir la realidad con ojos nuevos. Y ya puestos, nuestro viaje continuó por Irlanda, descubrir adicionalmente la exquisita cortesía de los irlandeses. Todo esto es cultura, cultura milenaria de la que somos benefactarios y que sólo saborearemos si tomamos distancia y nos lavamos los ojos de la presión de la vida cotidiana que nos hace ver la realidad tantas veces de manera pesimista. Saber que hubo una vez en que vivíamos en los árboles y no conocíamos las posibilidades del habla puede ayudar a considerar la realidad desde un punto de vista más provechoso para todos.


El track que llevaba para la jornada de hoy difería del camino clásico, iba más al norte y discurría junto a la orilla del río Bego de Mera. Aunque era más largo no me lo pensé dos veces. Después de seguir hasta el final de la ciudad la orilla del río Miño, el sendero dio un brusco giro a la derecha y se hundió en la oscuridad de un bosque. No había las consabidas señales de la concha, claro está; el sendero enseguida se convirtió en una estrecha senda donde sonaban agitadas y caudalosas las aguas del río Bego de Mera. Me parecía mentira encontrarme así de repente en un parque tan encantador. La senda estaba equipada con pasarelas y pasajes de tablas que ayudaban a sortear los tramos más peligrosos. Todo estaba terriblemente húmedo y pese a mis previsiones en una de las rampas de madera terminé dándome un culazo de mil demonios. Cuando empezó a aclarar una delgada capa de niebla discurría en los bajíos; el río sonaba alborotado; algunos rápidos y pequeñas cascadas se sucedían a intervalos. La calina que jugueteaba entre los robles y los sauces confería al bosque un halo de misterio y de belleza inusitada. El sendero seguía las vueltas y revueltas del río cuando el amanecer cogió consistencia. No duraría mucho más el paseo por aquel pequeño e inesperado paraíso. En determinado momento el paisaje se abrió, apareció un pequeña travesía y a partir de mi track ya no abandonaría el asfalto. Había salido el sol, ¡aleluya!, y junto a las primeras casas que me encontré me senté a reconsiderar la situación. Me pareció que para caminar por asfalto no merecía la pena ni seguir por una variante que prolongaría en un día mi camino con el agravante de que no tendría albergues. Decidí ponerme en manos del Google Maps para que me redirigiera a la ruta originaria del Camino Primitivo.


A la hora de la comida estaba en San Román de la Retorta, el fin de la etapa de hoy. No obstante, después de comer me sentí con fuerzas y ligero después de comprobar que el dolor de espalda había desaparecido de momento. El siguiente albergue estaba a catorce kilómetros. Llegué cuando se hacía de noche a As Seixas. Miguel, el compañero con el que había compartido habitación en Lugo, estaba allí desde hacía rato.  Cenamos en el restaurante próximo y volvimos al albergue tras el café. De nuevo llovía. Estaba haciendo la cama en nuestra habitación cuando vi a Miguel saliendo disparado a por un bastón. Un ratón había pasado por delante de sus narices. Estaba realmente preocupado, tanto como para decir que se subía a dormir a la litera de arriba. Me hizo gracia esta espantada suya por un miserable ratón. La noche anterior, mientras nos contábamos nuestras batallitas del camino, salió el miedo que había pasado bajando hacia el embalse de Salimé, un lugar que a mi me pareció encantador. Él no había tenido tiempo de contemplar la belleza del otoño que reinaba en todo el entorno, había pasado por allí a primeros de noviembre. Me extrañó; ¿por qué?, le pregunté. Por los osos, me dijo. Estaba asustado pensando en que le saliera un oso por el camino. Le conté que yo me había tropezado dos veces con osos y que eran inocentes siempre que no les pillaran desprevenidos o asustase a una cría. Una vez fue de noche, en Muniellos, salió de espantada entre los arbustos cuando me sintió. Otra en el valle de Añisclo. Le conté como en el Parque Nacional del Denalli, el entorno del MacKinley, los encargados del parque nos obligaron a hacer un pequeño cursillo y a ver un vídeo. Las normas de seguridad eran sencillas, esencialmente se reducían a armar mucho ruido y cantar por el camino para no pillarles desprevistos y a guardar herméticamente la comida y los restos orgánicos. Después de un par de excursiones por tierras de osos decidimos que cuando volviéramos a Madrid haríamos un cursillo para aprender a cantar. Terminamos los dos afónicos.


Después de unos minutos de andar con el bastón de aquí para allá tratando de localizar al ratón al final se ha cansado y ha decidido, aunque con la mosca tras la oreja, meterse en el saco en la litera de abajo. Son las once de la noche. Mañana no me quedan más de quince kilómetros para llegar al Melide, el final del Camino Primitivo; allí entronca con el Camino Francés. Yo no llegaré a Santiago. En Melide tomaré alguna combinación de autobuses para llegarme a Sahagún. Desde allí, si el tiempo no se pone muy peleón, iniciaré mi regreso a casa a través del Camino de Santiago de Madrid. 









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