Cercanías del
refugio Martin-Busch, 22 de julio de 2017
Mi altímetro
marca 2555 metros .
Hace frío pero no me siento inclinado por cerrar la puerta de la tienda. Es el
caso que echo de menos las estrellas, dormir con la cabeza fuera mirándolas,
identificándolas aquí y allá mientras pensamientos livianos, los recuerdos del
día me van acercando al sueño. Mañana cruzo el collado más alto de la travesía,
más de tres mil metros, y creo que el último de esa magnitud. Después mi
itinerario toma rumbo sureste hacia las Dolomitas donde las altitudes serán más
bajas. Me ilusiona esta nueva perspectiva, el cálido sonido del italiano,
nuevas rutas por mi queridas Dolomitas, las montañas de mi primera juventud con
Nena Bazzana, Moisés Castaño, Fernando Vázquez, Enrique del Pozo (el Pichón),
Maria López Carmona, Graciella Zanotti, Bertino y Anna Agliardi,
José Luís Moreno, Ignacio Aldea Cardo, tantos amigos con los que escalé y
recorrí tantas de sus paredes y caminos. Dice un personaje de Patagonia, una novela de Jesús
Sepúlveda, que uno es de donde se siente a gusto. Según ese criterio yo sería
de Italia, del Adamello, de las Dolomitas, de España, del Pirineo… la lista
podría ser larguísima. Son tantos los lugares en donde me puedo sentir como en
mi casa… Cuando uno aventa los recuerdos y echa a volar la memoria se encuentra
con tantísimos lugares que pudieran ser su hogar, a los que gustaría retornar
en algún momento porque un trozo de su alma ha quedado prendado aquí o allí,
que casi necesitaría otra vida para ir besando uno a uno todos aquellos palmos
de tierra, de roca, de bosque, que de algún modo han sido testigos de los años
más intensos de su vida. La existencia es breve pero cuánta vida puede
encerrarse en ella si uno ha dedicado mucho tiempo de ella a la montaña. A
veces me paro a charlar con algunos compañeros que me encuentro en la ruta.
Hoy, mientras subía a buen paso hacia el refugio Martin-Busch, con un austriaco
que me preguntaba cuánto tiempo iba a caminar todavía, y le decía que no sabía,
que a lo mejor llegaba al mar Adriático, que lo mismo vagaba por las Dolomitas
o me volvía a Chamonix para alcanzar por alguna nueva ruta el Mediterráneo de
Niza o Ventimiglia, que en realidad no es que fuera de un lugar a otro, que
esto era un modo de vida que me placía y en donde encontraba muchos momentos de
plenitud.
Recuerdo que
estando a punto de dejar de trabajar, la jubilación vendría dos años más tarde,
mi única obsesión, aunque ser maestro fue la vocación de mi vida, era cambiar,
hace otras cosas, experimentar con la vida, tenía entonces, después de
descubrir que cercano a lo sesenta podía correr maratones, la sensación de que
en la vida me quedaban un montón de cosas que hacer y que si no dejaba la
escuela ya mismo sólo me iba a dar tiempo a una parte mínima de ellas. Tal era
la presión que tenía encima que no fui capaz de esperar a la jubilación. Luego,
cuando dejé el trabajo, algunos años después recuerdo que en algún momento me
recorrió por dentro el temor al vacío, el miedo a esos momentos de desánimo, de
aburrimiento, esas circunstancias de las que parece que no se libra nadie y que
el trabajo obligado normalmente ayuda a amortiguar. Pero no fue el caso, lo
proyectos de todo tipo invadieron la vida cotidiana, pero sobre todo los
viajes, la montaña, la escritura. No, no había ningún peligro. Más bien sucedió
lo contrario, encontré un modus vivendi,
estas correrías por el mundo, estas estadías subiendo y bajando montañas o
recorriendo caminos, sí, tan como anillo al dedo, que ahora en realidad parece
como si hubiera dejado de tener proyectos para asumir que lo que quiero es
pasar el verano en la alta montaña, aquí o donde sea. La montaña que descubrí
nada más estrenar mi primera juventud da la sensación de que bastara por sí
misma para mantener mi cuerpo y mi ánimo en un permanente estado de, cómo
llamarlo, de gracia, acaso. Algo especialmente precioso, que aunque tenga sus
momentos un poco más bajos, en general, además de satisfacerme, sigue poniendo
a prueba lo mejor que uno puede tener.
Como tantas veces
me fui por derroteros inesperados. Había estado leyendo un buena parte de la
novela que trata sobre la vida de Henry James y tenía la intención de
reflexionar sobre esa clase social de escritores, artistas y gente de dinero
que durante el siglo XIX parece que no hubieran tenido otra cosa que hacer que
visitarse uno a otros durante toda la vida, hoy en Boston, mañana en Londres,
al otro día en Venecia o en Florencia, más tarde en Roma o París. La beautiful
people de siempre sin dar palo al agua de por vida, esa feria de las vanidades
que tan bien retrata Thackeray, dedicada a comprar mansiones y objetos de arte
que satisficieran los refinados gusto de esta élite. Salvo pocas excepciones,
como la de Dickens, está gente guapa puebla el noventa por ciento de la
literatura del siglo XIX. Mi reflexión quería encontrar su lugar en el
contraste que hay entre la vida de esta gente y la realidad histórica del
siglo, las luchas sociales, la explotación infantil y no infantil que trajo la
revolución industrial, las guerras. Es curioso que habiendo vivido Henry James
en unos tiempos tan convulsos donde tantos problemas sociales y tantas
calamidades se vivieron no aparezca en la narración absolutamente nada de ellas
y sí veamos página a página en donde se centraban las grandes preocupaciones de
estos personajes: casas, objeto de arte, el juego de las apariencias. Todo
ellos muy sofisticados, pendientes de sus trajes, sus peinados, sus afeites,
sus fiestas… Me encantaron los tres libros que he leído de Henry James, pero
hoy, con estas ideas tan dispares en la cabeza tenía la sensación de que por la
novela sólo se movían bandas de gilipollas, amanerados y estúpidos personajes
que tenían envueltas sus vidas en un burbuja de jabón mientras el resto del
mundo se partía la crisma o intentaba subsistir. La idea se queda ahí, no hay
tiempo para más.
Hoy, después de
una ascensión matinal de setecientos metros de desnivel fue una bella cabalgada
por una abrupta ladera que en algún momento tocaba el glaciar de Tiefenbachferner
en la cota 2800. Un camino espectacular y estrecho que se asomaba a un vacío de
mil quinientos metros de desnivel en el fondo del cual se veían casitas e
Iglesias como desde la ventanilla de un avión. Comí muy bien en Vent, me
cantaron el cumpleaños feliz por teléfono después del capuchino y después de
comer me sentí con fuerzas para caminar un rato. Quise parar antes pero no hubo
sitio, sólo vi alguna posibilidad para mi tienda una vez sobrepasado el refugio
Martin-Busch. A medio kilómetro del refugio, sobre un pequeño promontorio dejé
mi tienda instalada en mitad del camino.
2 comentarios:
Qué buenos recuerdos en Dolomitas, revivelos de nuevo y cuentanoslos asi disfrutaremos de nuevo con ellos
Desde mi amanecer de hoy ya se ve y el Sasolungo y Le Cinque Dite.
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