Sobre Linthal, 8
de julio de 2017
Estaba ahí a
punto de derrumbarse sobre el valle, el bronco tronar de la tormenta hacía rato
que resonaba en el aire, pero no entendí, había descargado el macuto y la
montaña de enfrente estaba muy fotogénica así que me entretuve en hacer algunas
fotos hasta que zas, de repente empezó el diluvio. Imbécil, gritaba en voz alta
mientras sacaba la tienda de la bolsa y buscaba una piedra para poner las
piquetas. Conseguí poner cuatro de mala manera porque el suelo era principalmente
de graba y eché encima apresuradamente el doble techo metiendo a continuación
el macuto dentro. Me desnudé parcialmente y. continué con la tienda, pero me
hice un lío, además las piquetas no entraban y la lluvia y los relámpagos
arreciaban; la mitad de las piquetas de aluminio se doblaron, las otras
entraban a duras penas. La tienda quedó muy inestable; confié en que
resistiera. Ahora dentro, y después de organizar el equipo, el diluvio caía con
ganas representando un espectáculo sonoro un tanto amenazador. El estruendo de
una cascada cercana se sumaba a la violenta bronca de los rayos y los truenos.
Si hubiera puesto la tienda como es debido me habías librado del temor que
tengo encima, pero no era el caso, la duda me ponía nervioso. Era inimaginable
lo que sucedería si la tienda se venía abajo. De momento resiste, las ráfagas
de agua golpean contra el techo de la tienda haciendo temblar el frágil
conjunto de tela. Hoy mi tienda me parece mucho más vulnerable que otras veces.
Está atardeciendo y el resplandor de los rayos llena de claridad la tienda
mientras continúa agitándose.
Voy a intentar
hacer un paréntesis en medio de este diluvio con mi escritura antes de que se
eche la noche encima. La cotidianidad del caminar se parece mucho a la vida, un
día estás cansado, arrastras un ánimo pichí pichá, otro te levantas animoso y
echas a andar temprano como quien se va a las fiestas de su pueblo, uno días el
cansancio te agobia como ayer y al día siguiente notas que tus piernas son una
máquina de desfacer entuertos porque quieres dejar en la sombra el espíritu
alicaído del día anterior. De todos modos caminando la disposición emocional y
física suele estar alta. Hoy me desperté bien, eran las seis de la mañana y en
mi quiosco de madera, una parada del autobús del valle, reinaba el ambiente de
quien se ha despertado en la habitación de su casa. Cuando uno lleva tiempo
caminando por ahí, pierde con frecuencia el sentido ese del que dirán, se
convierte en el propietario del chiringuito público. De hecho los viandantes,
algunos a esas horas, pasaban discretamente frente a mi puerta sin cuidarse de
mí. Esta mañana, antes de comenzar a andar tenía un cometido delicado que
cumplir. Llevaba dos días con la uña de un pie que amenazaba con darme
problemas. La misma de triste memoria de mi primer medio maratón. Hace algo más
de una década, el año en que había atravesado los Alpes por primera vez, de
tanto ver a la gente correr por los montes llegó a nacerme la idea de que acaso
yo también podía probar. Visto y no visto nada más regresar a Madrid me fui a
participar en la primera prueba que se me puso a tiro. Como estaba convencido
de que después de las calcetinadas que me pegaba estaba sobrado de fuerzas me
puse unos calcetines gruesos de los del monte, unos deportivos viejos que
encontré por casa y de esa guisa me marche al Vallehermoso, que era de donde
salía la prueba. Ni se me ocurrió mirarme las uñas de los pies. Veintiún
kilómetros corridos por primera vez y sin ningún entrenamiento me dejaron los pies
hechos una lástima. Tuve que ir al médico y tomar antibióticos, un dedo se me
infectó. El mismo que me preocupaba esta mañana. Así que después de hacerme la
toilete con toallitas húmedas tenía que resolver lo de la uña… y no tenía
cortauñas ni tenazas. Tuve que recurrir a un cuchillo de cocina que había
comprado días antes. Tenía mis dudas, no me fuera a rebanar una parte del dedo,
pero al final no resultó tan complicado, precisamente porque el cuchillo estaba
bien afilado. A los curiosos que leen estas crónicas les propongo que prueben
la próxima vez a cortarse las uñas con cuchillo, así podrán sentir de cerca la
situación en la que me he encontrando. El invento funcionó, y mejor todavía
cuando retiré un gruesa plantilla de arco. Fue un alivio después de que el día
anterior tratara inútilmente de comprar un cortauñas. Cuando llegué estaba todo
cerrado.
Una ráfaga
especialmente violenta agita en este momento mi tienda. Está bajando la
temperatura. Echo mano del saco de dormir para abrigarme. Desayuné en un
selfservive del Kkausenpass. Estaba soleado y tras desayunar abundantemente fue
agradable bajar por los prados que llevaban a Linthal, un larguísimo valle en
cuya ladera norte se alzaba un farallón de cumbres calcáreas que contrastaba
con la placidez de los prados a sus pies. Era el tiempo de comenzar con García
Márquez, al que no leía desde hacía más de una década. Hace mucho tiempo que
llevo en el teléfono una versión hablada de la ONCE , pero por pitos o por flautas no me he
decidido a resucitar Cien años de soledad
hasta que un conversación con Victoria que la elogiaba me decidió a repetir
su lectura. Así que ahí estaba de nuevo el conocido paisaje de Macondo, la
ciénaga, Aureliano Buendía, Úrsula, el gitano Melquiades, que yo recordaba
volando al otro lado de una ventana sobre una alfombra como alguno de los
personajes de Las mil y una noches.
Era como encontrarse con el paisaje de una tierra y un entorno que perteneciera
a tu propio pasado, un pasado del que 1hubieras olvidado la trama.
Recuerdo
someramente que en algún momento en Macondo comienza a llover y no para durante
meses. Lo que sucede en aquel tiempo en Macondo pertenece a las imágenes
ambiguas e imborrables que la literatura es capaz de inseminar en el cerebro
del lector para que le dure toda la vida. Espero que no sea el caso durante
este paseo por los Alpes. Otro recuerdo, que ya no sé si pertenece a la
realidad de la ficción o a mi imaginación son los ayes y los gritos que
despertaban cada noche a todo Macondo cuando uno de los personajes femeninos
principales sentía dentro de sí el falo de alguno de los Buendía.
Mil quinientos
metros de desnivel más abajo, en Linthal, me topé con un restaurante italiano y
una linda camarera que no hablaba italiano pese a su aspecto latino y el color
oscuro se sus ojos. Mientras me tomaba el café y el chupito obsequio de la casa
el tiempo fue a peor. Entendí mal las indicaciones del supermercado y cuando
alguien me indicó que tenía que darme la vuelta y seguir por aquí y por allá,
me entró tal pereza que decidí asumir que me mantendría día o día y medio con
lo poco que me quedaba. No encontré un lugar para mí tienda hasta bastante
arriba, justo en el momento en que la tormenta se desató.
Para los días por
venir los pronósticos no pueden ser peores, lluvias y tormentas a diario. Ya
veremos cómo se come eso. De aquí al próximo lugar habitado tengo unas diez
horas de marcha.
2 comentarios:
Mi alimento de todas las mañanas, que buena mezcla literatura y vivencias. Teresa y yo nos vamos a Islandia, te seguiré desde aquellas tierras.
¡Hombre!, qué buen destino. A ver si yo también puedo desayunarme con el relato de vuestro viaje.
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