Elm, 9 de julio
de 2017
Eché a andar bajo
la lluvia. Amaneció lloviendo y aproveché una pequeña pausa para recoger mis
cosas y desmontar la tienda. Cuando me eché el macuto a la espalda volvió la
lluvia. Ya me había preparado mentalmente para la ocasión, así que eso, eché a
andar bajo la lluvia. Los riachuelos que cruzaba estaban hinchados a reventar,
el bosque aparecía oscuro y poco acogedor. Un largo valle por delante y luego
un subida de mil doscientos metros hasta el collado, en eso consistía la
primera parte de la jornada que transcurriría bajo una lluvia continua. Después
de una subida accidentada el camino tomó la media ladera durante cerca de una
hora hasta las vaquerizas del fondo del valle donde los cencerros de las vacas daban
el consabido escándalo. El camino enfila desde allí sin miramientos por una
rigurosa pendiente dirigiéndose a un pequeño valle que lleva al Richetlipass.
Tiene la lluvia algo que propicia un ambiente íntimo donde los pensamientos
parecen arroparse en algún hueco de uno mismo junto al suave calor que la poca
transpiración del equipo de agua produce. El tránsito de los pensamientos es
más lento pero de un intensidad mayor. El paisaje aparece revestido de una capa
de plomo que recuerda los cuadros de Mantegna, un gris transparente sube por
las laderas de las montañas. El Richetlipass es uno de esos collados que parece
que uno no va a alcanzar jamás. Un resalte tras otro se confunden a cada
momento con el propio collado. Hoy no habrá sorpresa cuando llegue al fin a la
horcada, al otro lado un paisaje similar se abre a mis ojos.
Como ha dejado de
llover por un momento aprovecho para dar cuenta de mi frugal desayuno mientras
alivio mi espalda medio tumbado en el suelo. Un valle herboso se hunde a mis
pies remansándose en grandes prados más abajo. Poco más abajo del collado
comienza a llover de nuevo. Para ese momento ya me he enganchado a Cien años de soledad. Me cruzo con un
caminante solitario que espera en un recodo del camino divertido porque no le
había visto y casi me doy de narices contra él. Tras la partida de Aureliano
Buendía a la guerra, Macondo ha quedado al arbitrio de un antiguo maestro que
convierte sus caprichos en normas y leyes que todos deben acatar hasta el
momento en que Úrsula toma cartas en el asunto y restablece el orden. Aureliano
Buendía termina por ser apresado por los conservadores y condenado a morir
fusilado. En este punto me fue imposible continuar. El ruido que producía la
lluvia se unió en ese momento al del viento y tuve que detener la lectura que
ya no volví a reanudar. Los continuos saltos de los arroyos, algunos bastante
grandecitos, los charcos del camino y el barro exigían toda mi atención. Muchas
partes del sendero se habían convertido en resbaladizos toboganes que había que
evitar por la hierba con mucho cuidado. Aún así no me libré de un culazo, el
primero en veinte días.
Mis pies estaban
totalmente encharcados. Ante el miedo a las ampollas decidí parar un momento a
cambiarme de calcetines. Mis reflexiones hasta ese momento rondaban entorno a
qué iba a hacer cuando llegara al valle. No me iba a quedar otra solución que
meterme en un hotel, pero eso sólo arreglaba parcialmente el problema. La ropa
empapada, la tienda mojada y, sobre todo las botas, no iban a tener solución.
Muy abajo, protegiéndose de la lluvia bajo el alero de unas vaquerizas, me
encontré con una mujer mayor que trataba de huir de la lluvia buscando a un
ganadero del lugar que la pudiera bajar a Elm. Le pregunté por el hotel en el
que se alojaba e hice que me lo anotara en el teléfono. De momento ya tenía una
referencia. Me despedí de ella y volví a la lluvia, en ese momento más intensa.
En algún lugar del valle se oyó tronar a la tormenta. De perdidos al río, me
dije, qué mismo podía dar a estas alturas un poco más de agua amenizada con lo
truenos de rigor…
El camino, que se
había tropezado en un momento con una pequeña pista de asfalto la dejó más
abajo para cruzar la ladera por medio de prados y bosques de abetos sin perder
altura durante mucho tiempo. Luego sí, más tarde se lanzó a pico calle abajo
por un sendero que desaparecía de continuo bajo la hierba. Después de una hora
alcancé la carretera y, sorpresa, salió el sol entre las nubes. Un sol de eso
que calientan de veras y te hacen pensar que vas a acabar de repente con todos
tus problemas. En un apartado de la carretera decidí que allí mismo iba a
intentar secar todas mis cosas. Esparcí todo, incluida la tienda, por el suelo,
me cambié una vez más de calcetines, puse a cargar el teléfono y una batería con
la alfombra solar y me tumbé al sol como los lagartos pidiendo interiormente
que no viniera ninguna nube a estropear mi bienestar.
No duró mucho el
baño de sol pero fue suficiente para secar la tienda y el equipo de agua. Y
estaba seguro de que no iba a necesitar un hotel. Desde que dejé de trabajar,
once años hace ya, nunca sé en el día de la semana que vivo, y resultó que era
domingo, y los domingos en este país, parece, no hay nada abierto. Eso me dijo
una mujer joven que jugaba con sus hijos en el jardín a la puerta de su casa.
¿Hoy?, me contestó cuando le pregunté por un sitio donde comprar comida. Me dio
alguna indicación y me deseó suerte mirándome muy escéptica. Nos despedimos.
Había andado uno doscientos metros cuando oí una voz a mis espaldas; la mujer
bajaba corriendo con algunas cosas en las manos. Me pidió que aceptara aquello,
un paquete de embutido y un trozo de pan grande. No me hice rogar y lo recibí
de buen grado al modo en que se saludan los japoneses sosteniendo las manos las
viandas y haciendo una breve reverencia.
Me encontré
enseguida con la indicación de mi camino a la derecha. Me senté en el repollete
de una fuente que había allí a considerar lo que debía hacer. Quizás tuviera
comida suficiente, no sabía, a una jornada de marcha el mapa indicaba la referencia
de un restaurante, pero el lugar aparecía solitario en medio de un valle. En
realidad debía prever comida para dos días o jornada y media. Decidí probar más
en un hotel que me habían indicado. No me costó mucho trabajo convencer a la
dueña para que me hiciera un par de bocadillos y me vendiera un trozo de pastel
de frutas. Bueno, me dije, y ahora a buscar un prado. Y enfilé hacia el camino…
Y no había andado más de doscientos o trescientos metros cuando de repente,
junto a pequeño parque infantil, hallé una casa de madera con la puerta
abierta. Me asomé. Justo. Y estaba en casa. El piso bajo tenía una gran mesa se
madera y dos bancos de tronco, y en la planta alta, junto al tejado de dos
aguas, una superficie diáfana. Me instalé en el piso bajo que tenía más luz.
Ahora llueve. Tumbado cómodamente en mi colchón de aire y apoyando la cabeza
sobre el macuto escribo y veo la lluvia a través de la ventana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario