Hotel Johannishof, Sankt Gerold, 14 de julio de 2017
Me había
acomodado en el salón del hotel frente al paisaje lleno de lluvia donde se
posaban largos hilachos de niebla y que quedaba enmarcado por las filigranas de
los visillos de ganchillo de la ventana, cuando supe que la Gorda, mi Gorda, es
decir mi hija, y su chico habían concluido hoy la etapa del Camino de San
Salvador que termina en Poladura de la Tercia y Pajares. Es el caso que me
produjo mucha ilusión saberlos recorriendo ese itinerario tan caro, mis etapas
mejor recordadas de este pasado invierno por los caminos de Santiago y de cuyos
post, por cierto, hice un libro titulado Caminar en invierno. Estar aquí y allí
en una parte de tu inmediato pasado tiende un puente entre el hoy y el ayer,
entre la lluvia constante de todo el día de hoy y la nieve de Poladura y
Pajares. Un estar en varias partes del tiempo y del espacio que a veces se me
aparece como un realidad difícil de definir y que algo tiene que ver con la
física cuántica, creo, y que no es un invento mío sino que en ocasiones
reaparece en mis lecturas, la última vez, sin ir más lejos, en Cien años de soledad, cuando su
narrador omnímodo, fabulador fantástico
y malabarista del tiempo y del espacio, que hacia el final de la novela plantea
la simultaneidad de los hechos de esos cien años de la vida de los Buendía como
una realidad sin paliativos totalmente verosímil y que para que suceda sólo se
necesita la concurrencia de una mente crédula dada a sumergirse en los
vericuetos de la magia. Esa magia que se atisba en los enredos del sueño y en
los estados de levitación cuando el alma es pasto del hálito de los dioses. Y…
Llueve,
detrás de los cristales llueve y llueve
sobre lo chopos medio deshojados, sobre
los pardos tejados,
sobre los campos, llueve.
¿Qué jodía cosa
encerrará la lluvia que es capaz de concitar a su alrededor tanto sentimiento,
nostalgia, gozo estético, deseos uterinos? Se comprenderá fácilmente que todo
esto sin la ayuda de una jarra de cerveza podría ser una verdad a secas, es
decir realidad desprovista de esa alegría de vivir que la cerveza y los líquidos
espiritosos son capaces de inocular en el ánima del viajero y caminante. El
otro día, el amigo Francisco Sánchez, del que no conocía yo sus aficiones de
narrador, me sorprendió con un cuento que me llegó vía email y que ejemplifica
lo que quiero decir. Un relato, por cierto que por su ambientación podía ser
una versión, trasladada a los tiempos de nuestras primeras salidas invernales,
de uno de esos maravillosos relatos de Gorki o Gogol cuando los viajeros en su
silla de postas atraviesan en medio de la ventisca los bosques de la Rusia
decimonónica para llegar milagrosamente a la posada de destino; en el relato de
Francisco la Venta Rasquilla después de sortear las numerosas curvas del Puerto
el Pico. Una panda de aventureros de esos que no perdía en los años sesenta la
oportunidad de alcanzar por los medios que fuera ese destino cuya misteriosa
atracción está todavía por descifrar y que consistía en atravesar por
carreteras nevadas en mal estado y en medio de la noche para alcanzar, alguien
diría el Grial o el Dorado, pero no, lo que se trataba de alcanzar era un lugar
llamado Circo de Gredos, lugar que ni los Argonautas ni Colón se habrían
propuesto alcanzar en las condiciones en que Francisco y sus amigo lo hicieron
si no hubiera sido por la inestimable ayuda de unas cuantas botellas de orujo
del Barranco que la ventera de Venta Rasquilla les sirvió junto a unas copiosas
raciones de tintorro de algún pueblo de Ávila. Pero no lo olvido, el elemento
que hilvana unas cosas con otras en estas historias, tanto en las de Gogol como
en la de Francisco, es la nieve o el agua. La nieve nos remite al invierno y la
lluvia al otoño y a los monzones, pero tanto monta. Mi pregunta sigue siendo la
misma, ¿qué coño tendrá la lluvia o la nieve que es capaz de abrigar entre sus
brazos historias que ni de coña se sostendrían con tiempo despejado a pleno
sol.
Mi jornada de
este invierno atravesando la Cordillera Cantábrica por el puerto Pajares una
madrugada cuando la noche apenas se había escondido entre las bambalinas de
poniente, si quedó en mi memoria fresca y vibrante fue precisamente debido a la
nieve. De parecida manera jornadas como éstas, en que la lluvia apenas deja de
caer día y noche y que de continuo o tamborilea sobre mi tienda o sobre mi capa
de agua, primero por una cuestión estética, pero sobre todo por el recogimiento
interior que provoca propiciando en mi mente un continuo y mórbido vagar por
las ideas o los recuerdos, de parecida manera pasa a incorporarse a la memoria
con una fuerza que ni los más desmemoriados podrán olvidar.
Cuando está
mañana asomé la cabeza fuera de la tienda seguía lloviendo, las nubes planeaban
como pesados extraterrestres a media altura sobre las laderas de las montañas.
No era una lluvia muy intensa. Sacudí la tienda sin prisas, como si yo mismo me
estuviera convirtiendo en un elemento más de ese acuario en que se estaban
transformando mis últimas jornadas. Así que visto cómo se presentaba el día y
habida cuenta de que no había grandes desniveles por medio me apresté a ejercer
de monje tibetano recogido bajo mi sayal de los días de lluvia mientras los
bosques se alternaban con los prados ahítos de agua y, en esta ocasión, de
altas hierbas que terminaron por convertir mis botas en unas barquichuelas en
donde ni siquiera era posible achicar el agua. Ensimismado en mis pensamientos
como quien lo hace frente al fuego de la chimenea caminé durante horas hasta
que llegó la hora de comer. Parada, fonda, una riquísima sopa, un pescado
desconocido aderezado con algunas verduras y patatas cocidas, un gran helado
con copete, café, charla con el hombre joven que atendía el restaurante. Sí, y
la delicia de no tener prisa, y salir, y meterme otra vez bajo la lluvia, y más
adelante, al pasar por Sankt Gerold probar
la habitabilidad de una caseta de madera que sería de parada de autobús, y un
kilómetro más allá coger agua previendo que se me apareciera un sitio tras
cualquier curva y empezara a llover ahora de tuttiplen y viva la virgen, que yo
quería todavía caminar una hora u hora y media más, y que se me aparece un
hotel más adelante de esos que llevan la madre del tiempo y el buen gusto
encima, y que me digo de repente: vamos a preguntar el precio. Y resulta tan
bien que no dudo, que además tienen un cuarto calentito para secar mi ropa
mojada y mis botas y viejos periódicos para meter en su interior y que para qué
quiero más. Todo un lujo de hotel para este monje tibetano que no tardará en
arreglar sus cosas, poner a secar la ropa y despacharse ahora un café con leche
en el salón y después una cerveza que le ayudará a escribir este post con más
espontaneidad.
Me subo a la
habitación para despacharme una ración de soledad y ahora sin la algarabía de
los clientes del hotel oigo bufar al viento y golpear la lluvia en los
cristales con una fuerza de echar abajo los muros del edificio.
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