Sobre Altdorf, 7
de julio de 2017
Estoy tan cansado
que creo que no voy a ser capaz de escribir más que unas pocas líneas. Se ha
juntado todo, el sobrepeso que llevaba encima, las muchas horas de subida, los
dos mil metros de bajada, el calor según iba perdiendo altura. Una jornada que
termina a las ocho de la tarde supone once horas de marcha efectiva, algo a lo
que mi cuerpo dice no de muchas maneras. Si eché una hora y media de siesta fue
porque no podía más. Mi espalda, antes de que alcanzara el primer collado ya
había puesto en funcionamiento la espita de alarma, intentaba llevarla siempre
un poco más allá pero al final tuve que rendirme a la evidencia. Si no me
tumbaba un bien rato no iba a llegar al fondovalle. Durante un tiempo pude
seguir mi novela, incluso la terminé, pero según iban pasando las horas se veía
claramente que hoy no era mi día, hoy tocaba sufrir y no había cáscaras.
Desde temprano,
subiendo ya hacia el Surennepass, me había acordado de una foto que incluí días
atrás donde se veían tres niños pequeños con sus respectivas mochilas tras sus
padres. Todos ellos con el aire de quien comienza a ver mundo y a caminarlo por
primera vez tras su paso por el jardín de infancia. Me dio la impresión de que
estaban estrenando mundo de la mano de unos padres un poco especiales. La
madre, más adelante, caminaba descalza con un bebé en la cadera al modo de
aquellas estatuas griegas en que alguna joven cargaba con un ánfora en el
costado. El padre, con un voluminoso macuto, miraba aquí y allá buscando el
sendero que habían de tomar.
Les mandé la foto
a mis hijos preguntándoles si la imagen les recordaba alguna cosa. ¡Cómo no les
iba a recordar algo si se habían pasado los años de la infancia y parte de la
adolescencia con la mochila a la espalda recorriendo un año sí y otro también
senderos de los Pirineos y los Alpes. Imagino que todos los padres conservamos
en la memoria algunas preciosas imágenes de muchos momentos de la vida de
nuestros hijos cuando eran pequeños. Las mías están llenas de detalles y
anécdotas que surgen de situaciones relacionadas con los viajes y las marchas
por la montaña. Podría hacer un relato cronológico de ellas desde el mismo
momento en que Guille, el mayor, pudo sostener bien la cabeza para que
pudiéramos llevarle en la espalda en un pequeño macuto. Le veo, Bolita de
Nieve, entonces, con un traje de abrigo que le compramos, saliendo de la tienda
de campaña junto a los lagos Enol y de La Encina , casi gateando todavía descubriendo una
espesa niebla que se apoderaba del lugar. Y muy poco tiempo después, unos dos
años subiendo a regañadientes hacia el refugio de Vega Redonda al modo de los
perros que no siguen los caminos y se entretienen aquí con una flor, allí con
una piedra que les llama la atención. A Guille le veo después con cinco años en
las cercanías de un refugio en los Alpes Austriacos memorizando cómo se pedían
dos cervezas en inglés porque a sus papís se les había metido en la cabeza que
hacerle encargos de aquel tipo era parte de una pedagogía interesante. Ya de mayor,
haciendo la Alta Ruta
del Pirineo, era el modo en como hacía el macuto, uno enorme que describía eses
en sentido vertical y del que colgaba por aquí y por allá de todo, una
cantimplora, unas zapatillas, un aislante, un jersey. Nos reíamos de él y decíamos
que su macuto era un retrato de su personalidad. A Mario y a Lucía los recuerdo
a ambos haciéndonos parar en todos los escaparates se encontraban en el camino.
Nos obligaban a darnos la vuelta y hasta que los cachivaches o juguetes no habían
sido mirados a su gusto no había quien siguiera adelante. A Mario, el que más
sintonizó de pequeño con la montaña, le recuerdo subiendo de carrera con siete
u ocho años hacia el puerto de La
Ratera porque se había picado con su hermano Guille. También junto
a Lucía tiene una simpática foto con la cara llena del tomate de unos
macarrones cerca del refugio de La
Renclusa cuando ambos tenían dos. años. Esta pareja ya había
cruzado el desierto argelino y tunecino nada más cumplir un año. A Lucía la
recuerdo camino de Orbaizeta después de una larga
travesía desde el refugio Belagua hasta Irati, acicalándose y poniéndose guapa
antes de entrar en el pueblo. También guardando dentro del saco “sus joyas” una
noche que tuvimos que vivaquear bajo un puente, creo que fue en Huesca. Gorda,
venga, un poco más, que el collado ya está cerca. Se quedaba atrás con
frecuencia y había que animarla de continuo.
La verdad es que
me emociona un poco recordar la infancia de mis hijos de los veranos, haciendo
tiempo en los museos jugando entre ellos, organizando sus juegos en las noches
de la autopistas, Mario pescando durante horas con unos aparejos rudimentarios.
Todos haciendo uso de la biblioteca de
los veranos, siempre un cajón enorme donde llenarse los ojos y el cuerpo de
aventura. Ah, y por último la afición de Mario por las pedreras de Picos que
utilizaba como si fueran una pista de esquís. Guille era un buen andarín cuando
se lo proponía, lo recuerdo muy sobrado de fuerzas subiendo al Perdido desde
Pineta. En aquella ocasión Mario y Lucía tenían que preparar alguna asignatura
para septiembre y se quedaron abajo. Fue una bonita excursión aquella. Victoria
recordará siempre aquellas pedreras que tan poco eran muy de su gusto.
Creo que la
montaña es una de las mejores escuelas de la vida a la que uno puede asistir.
Los años de crianza de los hijos son una de las experiencias más significativas
que un hombre y una mujer pueden emprender, de ahí que una parte notable de la
memoria que guardamos de adultos tenga el inconfundible aroma de la infancia de
los hijos representado en eso hitos que todos recordamos en las reuniones
familiares.
Se ha hecho
tarde. Hoy he improvisado mi vivac en una parada de autobús, una casita de
madera muy chula que me encontré en el camino. Estaba demasiado cansado pasa
alejarme más del pueblo en busca de un prado.
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