La sabiduría del Tao




Sobre Holzgau, de nuevo en Austria, 17 de julio de 2017

El hombre con prisa ignora la
 hierba de los caminos, su color,
su olor, sus reflejos cuando el viento
la acaricia.
 (Estrellas y borrascas. Gaston Rébuffat)

Sí, y al final del día me espera el lugar más acogedor del mundo, mi casa de tela. Hoy sobre un promontorio como dispuesta a salir volando por los espacios del valle, hoy junto a un rumoroso arroyo, hoy al cabo de una magnífica jornada de lectura, bosques y senderos que unas veces se agarran a las laderas como un escalador a punto de caer al vacío y que otras serpentea como un rústico ganadero ocioso que pasea con las manos en los bolsillos y la pipa en la boca distraído pensando en un par de terneros que nacieron hace días primero y después se entretiene en recordar el cuerpo de melocotón de su novia. Hoy, en fin, que empleé media jornada en la intensa lectura de uno de esos libros en que la intensidad y el paroxismo de la vida de hace década y media quedaron retratados para mi gozo en páginas que hoy leo con delectación y que me hacen exclamar, como a Neruda, confieso que he vivido. No está bien, acaso, que lo diga yo mismo, pero como en definitiva el beneficiario de toda esta matraca que escribo a diario voy a ser yo mismo, porque al eventual lector de estas líneas no le va a durar, en el caso de que lo lea al completo, más que el tiempo que va entre tomarse un café y el acto de cepillarse los dientes, pues eso, lo digo. Como uno está contento con su vida y con la escritura que ésta ha provocado, no creo que haya peros que valgan ni falsas modestia que me impidan dar de vez en cuando testimonio de ella. En el caso de hoy, que leía Otoño en Taxila, y de la que a duras penas recordaba su contenido dada la prolijidad con que en ciertas ocasiones he escrito, y que me veía atravesando el Pirineo huyendo y tratando de aliviar con la distancia un dolor que antes nunca había conocido, encontrarme tanto con las tormentas bajo mi tienda de campaña, con las interminables caminatas, con la belleza perturbadora de los hayedos chorreando agua, hizo que mi jornada, un mes y un día desde que empecé la ruta de este año, se convirtiera en un sendero dual. De la misma manera que ayer escalé las paredes norte de los Alpes durante los años treinta y cuarenta en la compañía de Rébuffat, hoy con quien caminé fue conmigo mismo por el Pirineo, pero quince años atrás. Cada vez está más claro que el tiempo es todo menos lineal. Si alguien me hubiera parado en un momento en mitad del sendero para preguntarme por la dirección del refugio, con toda seguridad mi reacción habría sido parecida a la del que despierta sobresaltado y no sabe si en ese momento está en su casa o en la Conchinchina. Lo mismo le habría dado las indicaciones del refugio de Estós o de Belagua que el Kempter Hütte, un gran caserón alpino en los límites entre Alemania y Austria al que me dirigía en ese momento.

Por cierto, que en mi lectura de Otoño en Taxila, me encontré con una idea que escrita hace quince años parece una premonición de lo que es mi presente: “Esta mañana volvía a pensar que en caminar podría consistir una parte de mi vida en el futuro: otoño, primavera, invierno recorriendo caminos con la mochila al hombro, una prolongación de lo de hoy, degustando el presente del camino, el barro, el frío, la lluvia, para encontrar al final del día una posada, un lugar donde dar descanso a los huesos. Nada para el futuro, la plena autoconciencia del camino, sembrada de vez en cuando con la sabiduría del Tao o la enseñanzas de Buda.”

Mi concentración en la lectura es a veces tan intensa que cuando termino la jornada y me pongo a escribir mi crónica me siento con frecuencia más inclinado a hacer la gacetilla de mi tránsito por las páginas del libro que leo que del recorrido por el que tan dócilmente me ha llevado mi nunca suficientemente loado cuerpo que tan pacientemente aguanta mis caprichos, cuando no mi intemperancia, como hoy, que sólo le he traído de cena algo de embutido, un poco de pan, un plátano y un par de barritas, yantar de todo punto inmerecido para alguien que cargó conmigo durante no menos de ocho horas por veredas de mucho desnivel.


Hacía años que no amanecía con un cielo tan azul. Como estaba previsto el primer sol de la mañana cayó sobre mi tienda como un fogonazo que te diera de repente en lo ojos y te sacara del sueño profundo. Ni una nube en el firmamento. El azul era el mismo que aparecía en el cielo de las cajas de pinturas que usábamos todos los niños en mi infancia. ¿Cómo se llamaban? ¿El Pino? José Luis Moreno, ¿estas ahí? ¡Ayuda! José Luis Moreno es la gran memoria de la infancia, si no te acuerdas de un juego, de los gitanos que hacían su espectáculo con una cabra que se subía a un escalera mientras su dueño tocaba una trompeta, o del afilador y su bici tocando su chiflo para animar a las clientas a afilar sus cuchillos, o cómo los vecinos sacaban sus colchones de lana para que el vareador con su palo doblado en la punta en ángulo recto esponjara la lana, o el trabajo del lañador que arreglaba sartenes, en fin si nos acordáis de las chapas y de los juegos con los cromos de cuando teníais seis años, la persona perfecta a consultar es José Luis Moreno; es un portento de memoria para las cosas de la infancia de los que nacimos entre el 1945 y 1955. El cielo era intensamente azul, sí. No es frecuente que comience mi jornada bajando y ésta era una bajada de cuidado, así que durante un buen rato, hasta que se me calentaron las canillas, bajé como un pato. Un largo descenso, un valle llameante en dirección norte y más tarde un giro de ciento ochenta grados para tomar el siguiente valle. A la hora de comer ya estaba en el siguiente refugio después de pasar por numerosas pasarelas que preveían de resbalones sobre unas paredes que chorreaban agua de continuo, cuando no dejaban caer pequeñas cascadas. Comer, tumbarme un poco al sol para dar alivio a mi espalda. Doscientos metros de desnivel me dejaron en un collado desde donde el sendero se precipitaba por un valle de aspecto selvático y angosto. Puse la tienda en el único lugar disponible a la vez que el más bonito. Hoy duermo con el rumor del arroyo a pocos metros de mi tienda. 





  

1 comentario:

José Luis Moreno Moranchel dijo...

Hola Alberto , te equivocas, no eres tu solo el beneficiario del contenido de tus " matracas " los que seguimos tus cronicas diarias somos los agraciados por poder sentir el espiritu de tus vivencias.
Sigue por favor con ellas pues haces evocar recuerdos que estaban algunos muy escondidos ya en los pliegues del cerebro.
Lapices de colores ALPINO , quien no ha coloreado con ellos.