Mañanita de niebla




Cercanías de Satteins, 13 de julio de 2017

El bosque es una maravilla esta mañana. Dudé entre seguir una pista que descendía pacíficamente hacia el valle o tomar una estrecha senda que se precipitaba de cabeza de manera un tanto salvaje hundiéndose en el bosque. Había estado lloviendo toda la noche e imaginaba un no muy tranquilizador descenso  por allí, pero opté por la intranquilidad de aquel sendero entre cuyos abeto raleaban alargados hilachos de niebla. Había que bajar con tiento porque todo estaba endiabladamente resbaladizo, pero enseguida comprobé que merecía la pena, los bosques con niebla y saturados de agua ofrecen su mejor aspecto. No tardé en sumergirme en la niebla después de tomar un par de fotografías de unas flores y unos verdes que formaban un armonioso cuadro. Y poco más allá fue como entrar en la noche, los abetos crecían tan apretados unos con otros que apenas dejaban pasar la luz. El sendero atravesaba por laderas muy inclinadas en un momento, en otros la ladera pedregosa de cantos sueltos obligaba a una atención especial. Había vuelto la oscuridad al interior del bosque, cuando se produjo un estrépito de desprendimiento de piedras. Más adelante vi saltar a un ciervo que huía asustado pedrera abajo. En una hora y media alcancé una cómoda pista que de vez en cuando abandonaba para tomar un atajo. Fue el tiempo para terminar con Cien años de soledad. Cuando el último Aureliano, Aureliano Babilonia, hacia el final de la novela, acaba por seducir a Amaranta Úrsula del modo extraordinario y exagerado con que la mayoría de los personajes se mueven en la novela, tal era el cataclismo y la pasión con que ésta y aquél se comían y jugaban con sus cuerpos hasta dejar la entera casa manga por hombro, fue entonces que caí en que llevaba casi un mes tomándome tan en serio mi condición de vagabundo/peregrino/caminante que me había olvidado prácticamente en este tiempo de mi libido que debía de andar arrumbada en algún rincón de mi mismo rumiando un oscuro rencor con sabor a celos. Sí, celos por lo tanto que me estaba dedicando a las montañas sin hacerla ni puñetero caso. Desagradecido, parecía venirme diciendo desde un segundo plano mientras Amaranta Úrsula, ahora con su marido Gastón de viaje a Bruselas para localizar un avioneta extraviada lejos, y Aureliano Babilonia habían dejado de comer y dormir para dedicarse a un fornicio desmadrado y agotador. Habré de tenerla en cuenta, no es bueno tener a tan buena amiga arrinconada por mucho que el caminar venga a absorberme la mayor parte de la jornada.


Mi destino inmediato esta mañana es Feldkirch donde confluyen dos amplísimos valles de los cuales yo tomaré el de la derecha. Feldkirch es una pequeña y vistosa ciudad a la que no falta su castillo y su iglesia así como un buen número de turistas. Sólo paré allí para comprarme una camiseta, un refresco de naranja y algo para comer. Según fue avanzando la mañana se fue despejando. Hacía tiempo que había ido postergando el lavado de toda mi ropa debido a las lluvias, así que ahora lo único que necesitaba era un río. Río lo había pero de momento inaccesible, necesitaba además alejarme de la ciudad. Tras una hora de camino se abrió un hueco en el follaje y encontré un sendero que me llevaba al río. Hice la colada, me bañé y mientras se secaba la ropa y se cargaban mis baterías comí y retocé a la sombra. Pensé en la posibilidad de acampar allí mismo, pero había unas hormigas tan voraces que terminaron echándome.


 Tras la arremetida de ayer por los laberintos de paredes que caían sin miramiento sobre el valle, los Alpes se han tomado un respiro y ahora mi camino discurre por herbosas laderas frente a un paisaje de montañas que no parecen superar los dos mil quinientos metros. A mi vivac llegan los lejanos ruidos de los automóviles que transitan la carretera que recorre el valle. 




  

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