Montañas que me dais la vida




Sobre Fontanazzo, 28 de julio de 2017

Cómo decir de las tantas cosas y sensaciones que se daban la mano esta mañana mientras mi sendero, sediento de alturas, cabalgaba lleno de sol por las cumbres y laderas del Catinaccio. Hay estados de ánimo que se regalan a sí mismos con tanta espontaneidad y alegría que uno no sabe qué partes del yo son yo inextricablemente unido a uno como una pierna o una oreja o cuáles tienen una autonomía que permitiéndoles ir por libres pueden llegar a sorprendernos con la profundidad de un sentimiento, una emoción que se nos presenta inesperadamente como un regalo de una parte de nosotros a nosotros mismos. Esta división del yo en partes es la única manera que explicaría esta clase de fenómenos que, conectando especialmente con el ambiente del momento, los recuerdos o una ocurrencia inesperada, hacen de nosotros de repente seres agraciados y felices durante una mañana de marcha a través de las montañas.


Montañas que me dais la vida, me invitaba a exclamar el agreste paisaje, los caminos descendiendo a pico ante las ya familiares laderas del Catinaccio. Hoy podía decir sin rubor alguno eso de montañas que me dais la vida. Podía parafrasear a Joan Baez, con aquel gracias a las montañas que me han dado tanto. Y junto a ellas, claro está, mi profundo agradecimiento a todos los que me dieron alguna pista para este temprano encuentro y con los que compartí tantas ascensiones.  Sí, estoy extrañamente emocionado, la emoción de tener ante mi vista, junto a las primeras cumbres de las Dolomitas, los mejores años de mi juventud y con ellos, cantando al unísono con los de la madurez en la soledad de esta mañana, algo que suena parecido a un aleluya.


 Alcanzo el refugio de Alpi di Tire, remonto una empinada ladera parcialmente equipada con cables de acero, me asomo a un enorme jou, más profundo y escabroso que nuestros jous de Picos, desciendo por él, me alzo por la inclinada ladera opuesta y llego al collado Príncipe donde tomo una naranjada al sol en la terraza del refugio; después vuelta a subir hasta un mirador donde hay una espléndida vista de las torres de Vajolet. Y ahí vuelven a aparecer nombres imprescindibles para mí en aquellos primeros años de montaña, el bromista y entrañable compañero de cordada, Enrique del Pozo; el templado y silencioso Moisés Castaño elevándose siempre en una pared vertical con la elegancia felina y constante de un danzarín que sabiendo de sus relativas fuerzas en los brazos emplea pies y brazos con la cadencia y el ritmo de un bailarín. Con ellos escalé la arista de roca más bella y aérea de los Alpes, la de la Torre de Vajolet, cuya cumbre tenía en aquel momento frente a mis ojos. Los mismos con los que días después escalaríamos el bello y espectacular Campanile Basso.


 Y mi caminata continúa y descendiendo el larguísimo vallone de la Antermoia me cruzo con dos niños que suben animosos jugando la empinada ladera; y más adelante me encuentro con los padres que se toman un respiro junto a su hija, una rubita de unos seis años. Inquiero por un idioma común y les digo a continuación que me encanta la estampa de la familia caminando por estas alturas. Asienten, sonríen con connivencia. Les cuento de mi propia experiencia familiar con tres hijos de la misma edad que los suyos. Sometimes, les comento, any of them says to me thanks, dad for those walks mountains when we were children. and I am happy for it. La montaña y la experiencia familiar con los hijos hacen que me sienta muy próximo con estos padres alemanes.


En el refugio Antermoia hago una larga parada que aprovecho para comer, hacer la colada y coserme las mallas a las que les había salido un gran agujero en la parte trasera.

Dejó atrás el Catinaccio, abandono el refugio y, después de atravesar el collado de Dona el panorama vuelve a ser magnífico. Enfrente destaca la masa de la Marmolada que deja ver su glaciar sominal. Pruebo la cobertura y como ya tengo línea telefónica disponible llamo a Victoria y, mientras hablamos, desciendo despacio por un cómodo camino frente a un paisaje de gordas y bellas nubes que adornan por encima de las cumbres el cuadro de la tarde. Mi teléfono va en el bolsillo de arriba del chaleco y por tanto nuestra conversación se produce con la cercanía y familiaridad que tendría lugar de tú a tú en nuestra casa. A mi chica se le había estropeado el ordenador y se ha pasado toda la noche anterior destripando por aquí y por allá y reinstalando copias de seguridad hasta averiguar que la culpa de todo la tenía el antivirus. Me lo cuenta con pelos y señales porque en casa la costumbre hace que sea yo el informático. Ahora, después de esta experiencia, la experta será ella, lo que me va a venir muy bien porque antes esas cosas me gustaban, pero ahora me pongo de mal humor cada vez que tengo que perder el tiempo con un problema de software. En fin, lo constatamos, vivimos en este momento realidades tan distintas cada uno… yo con mis montañas y mi vagabundeo por los Alpes y ella con los problemas del riego, del estanque de los peces, su ordenador o su pesar porque su amigo Antonio Gamboa, que vino de visita desde México por unos días, ha vuelto a su tierra. Me gusta pillar ratos así en que sin prisas y con algún bosque o ladera de fondo charlamos de nosotros, nuestros hijos, alguna cuestión cotidiana o el libro que ella lee que contrasto con el que leo yo. Hoy me hablaba entusiasmada de Miguel Hernández. Yo le contestaba que tenía un poco abandonada la poesía, que no es materia muy apropiada para leer caminando. Mis últimas experiencias, la obra completa de Cernuda y Benedetti, que leí caminando, fueron un fracaso. La poesía está claro que no se puede leer de este modo.


Llegué al refugio Dona después de las cinco. Se trata de un refugio menor fuera del tránsito de los itinerarios principales. El dueño, un hombre todo amabilidad, me preparó dos bocadillos, dos trozos de tarta, un strudel de manzana, leche y buscó un recipiente para que me llevara un poco de yogur que hacía él mismo. Luego, enterado de que quería dormir en una tienda me dio mil explicaciones sobre dónde encontraría los mejores sitios valle abajo.

Terminé el día resbalando de la manera más tonta sobre una estrecha pista llena de pequeños cantos rodados. Rompí uno de los bastones y me hice daño en el codo izquierdo. Me duele bastante pero no se ha roto nada. Esta noche me toca poner una vela a la virgen para que la cosa no vaya a peor.















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