Un poeta diseñador de caminos



Cercanías del refugio Gafadurahute, 12 de julio de 2017

Primero fue una aburrida y solitaria pista que ascendía por la ladera haciendo grandes bucles y dejando poco a poco, en el fondo de ese pozo que se iba alejando a cada vuelta, la preciosista localidad de Vaduz, pero cuando aquello terminó el sendero, empinado pero bonito, se convirtió en un mullido caminar por el espeso suelo de hojas marchitas de un hayedo. Una sensación familiar que no había tenido de experimentar todavía en los Alpes y que en el Pirineo, más abundante en hayedos, es algo corriente. Por la mañana temprano, cuando el cuerpo está todavía como quien estrena zapatos nuevos, se siente ágil y las piernas son un mecanismo del que el caminante extrae un sustancioso placer en el simple hecho de sentirlas elásticas y fuertes subiendo metro a metro con decisión y buen ritmo, encontrarse con esa alfombra de hojas como quien camina por el suelo de un palacio, palacios de la naturaleza son, por cierto, estos extensos y umbríos bosques, produce en el caminante un íntimo placer que él y su cuerpo se desayunan al unísono como si con ello celebrarán el nacimiento del nuevo día.


Así que hubo un primero, después un segundo, ese encantado bosque de hayas, y habría que decir que el juego hayedo siempre es un lugar encantado e, inesperadamente un tercero. En esta clase de travesía uno nunca sabe si durante el día se va a meter en un fregao o va a caminar toda la jornada por un camino de rosas. Bueno, pues más arriba lo que resultó era un conjunto de paredes infranqueables que la habilidad de algún arquitecto de lo imposible había transformado en una via ferrata formada por pasarelas, zonas perforadas, pequeños puentes que se salvaban con tablones revestidos de alambre de tela de gallina, alguna que otra escalera y siempre un vacío a la izquierda de quitar el hipo. Un tipo de aventura que además yendo tan cargado como iba, imponía respeto. La verdad es que tengo ya lejos aquellos tiempos en que hacer algunas vías ferratas en las Dolomitas era pan comido, cosas que se hacían como de postre después de haber escalado la cima Grande de Lavaredo, las Torres de Vallolet, el Spigolo Gialo o similares. Tan lejos que ahora ver ese tortazo que se abría a mis pies ya por más de un millar de metros, me producía cierta sensación de encogimiento en el estómago. El “sendero”, por llamarlo de alguna manera, zigzagueaba por la pared de roca por lugares inverosímiles. Tal se puso la cosa que tuve que abandonar Cien años de soledad, con su millar y medio de personajes dispuestos a reventar de continuo los límites de la lógica para hacerse poesía y magia, y dedicar mis cinco sentidos a ver dónde ponía mis pies, a cuidar que mi macuto no tropezara con un saliente, o lo que podía ser peor, mi cabeza mientras me alzaba a base de brazos por alguna de las numerosas pasarelas. El arquitecto diseñador de este espectacular itinerario tenía alma de artista, uno de esos poetas que son capaces de irse a la guerra con tal de rescatar, inspirándose en el riesgo, media docena de versos para la inmortalidad, lo que le hizo concebir no sólo un sendero de tránsito sino que además diseñó un itinerario que más tarde recorrería una muy aérea cresta, haciéndolo pasar por las dos cumbres más prominentes. Sólo le faltó poner un servicio de parapentes en algún de esas cumbres que tuve que alcanzar para hacer que los aficionados a caminar pudieran completar del todo la experiencia de la jornada.


Está poniéndose fresca la tarde. Después de la lluvia acostumbrada se ha levantado un viento de película de miedo que hace uuuuuuhhh tambaleando mi tienda y produciendo un descenso de la temperatura. Me meto en el saco antes de continuar.

Cuando terminó toda aquella ella obra poética del diseñador arquitecto de caminos espectaculares, el sendero se tiró de culo cuesta abajo por un empinado prado y terminó remansándose junto a un rebaño de ovejas. Una hora y media más tarde llegaba al refugio de Gafadura. Había un ambiente de pm en el interior. Saludé con un lo siento, no hablo alemán, me devolvieron el saludo y recomenzaron su concierto mientras yo me bebía mi primera cerveza de medio litro. Una pareja mayor entonaban un tema tirolés con dos armónicas, un tío grueso de grandes barbas blancas y con los ojos achispaos por la cerveza, los acompañaba con la voz y todos al unísono, junto a dos clientes que bebían cerveza en el banco contiguo, aplaudían con bravo bravo entre un tema y otro. Cuando terminó el concierto se interesaron por mí. Yo aproveché para recoger información para los siguientes días. El menú, naturalmente en alemán, vino a traducírmelo una mujer joven que terminó recomendándome una mistura de ensalada muy variada con pasta y atún que resultó exquisito. Me preguntó si me iba a quedar a dormir. Como estaba ya integrado en el ambiente festivo del refugio le dije que no, que estaba atado a mi amiga la tienda; mi tienda es mi casa, mi tienda es mi castillo, contesté emulando el dicho inglés. Alguno soltó una carcajada. Jo, la cerveza estaba como nunca. Miré el precinto a ver cuanto era aquello: medio litro. Hasta ahora tomaba un tercio casi siempre, pero ayer con los turcos fue medio litro más un tercio… y me dejó muy bien. Después recordé que en mi último paso atravesando las Dolomitas mi hábito, que llegó a consolidarse ritualmente, fue tomarme una Peroni de tres cuarto, así que con esta experiencia decidí sobre la marcha que mi ración de cerveza cuando recalara en un refugio ya no iba a bajar de medio litro. Me quedé sin cerveza a mitad de la comida y naturalmente pedí otra botella de medio litro. Al levantarme para ir al servicio noté que mi centro de gravedad se desplazaba alarmantemente a un lado y a otro. Sí, a uno se le sube enseguida a la cabeza. Minutos después debí de escribir muchas tonterías mientras guasapeaba con Victoria.


Llegó la hora de marcharme y cuando le pregunto a la mujer que me atiende sobre la continuación del camino va y me dice que tengo que subir por donde he bajado doscientos metros de desnivel y después girar a la izquierda. En este punto ya tenía un grupo de contertulios alrededor dispuestos a ayudarme. Les dije que había bebido demasiada cerveza para subir por ahí, que mi cuerpo en esas circunstancias sólo era capaz de caminar cuesta abajo. Risas. No tardó en tomarme del brazo un contertulio, me llevó junto a la baranda del refugio y me ofreció una solución ideal. Tenía que tomar un caminillo que cruzaba bajo el refugio y después de diez minutos encontraría una borda que estaba cerrada y al lado de ella un prado donde podría poner mi tienda. Junto al prado, añadió, hay una fuente. Perfecto. Dí las gracias a la concurrencia efusivamente y me despedí. Cinco minutos más tarde, cuando iba a perder de vista el refugio, oí voces y me volví, arriba dos hombres levantaban ambas manos saludándome un vez más. Joder, qué amabilidad. Un pequeño país éste, Liechtenstein, pero que gente tan grande.

Se acabó el cuento de hoy. Voy a ver si antes de dormirme me como un pastel de manzana que me prepararon en el refugio.







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