De nuevo junto al Mont Blanc



 Planaval, cercanías del Mont Blanc, Italia, 7 de agosto de 2017


La vida es una cosa rara pero también lo somos nosotros, hombres y mujeres, cuando nos observamos como hoy después de despiertos en una habitación común, salidos del sueño, arreglándonos, quitándonos las legañas, yo haciendo rehabilitación de espalda sobre la cama, ellas dedicadas a largas sesiones ante el espejo. Vida cotidiana como cuando estás en casa pero junto a tres extrañas de allende el otro extremo del mundo. Por cierto, que qué horror ser mujer, pienso cuando observo a estas tres chicas en esta intimidad improvisada sometidas por la tarde y por la mañana a la larguísima tarea de arreglarse la cara, el pelo, la ropa.


Hasta la hora de la salida de mi tren para Turín fui un voyeur de excepción. No tuve esta mañana otra cosa que hacer que mirar, observar, y Venecia es un lugar excepcional para ello. Primero, como ya había vito de sobra el panorama de las calles y los edificios, me centré en los detalles, los reflejos en el agua, los desconchones de los muros, las pequeñas cosas de la calle que me llamaban la atención. Se ve que mi cámara aunque saturada de las típicas estampas de la ciudad se revolvía en el bolsillo de puro no querer estar quieta, así que terminé sacándola cuando descubrí algunos motivos que acaso tenían más que ver con mi visita a la colección de pinturas del día anterior que con la ciudad. Y hago un inciso y miro ahora algunas de las fotos que tomé en mi recorrido entre el hotel y la estación de ferrocarril de Santa Lucía y pienso que, así, sin más, me salieron unas cuantas obras de arte en media hora. No es que no quiera ser modesto, es que la ciudad no tiene desperdicio, tanto si lo que utilizas es un objetivo normal como un microscopio los resultados pueden ser fantásticos. De hecho desde el punto de vista artístico, de la armonía de colores y la composición, las pocas fotos de hoy me parecen de una calidad comparable a muchas de las obras que se exhibían en las paredes de la Peggy Gugemheim. Ya sé que generalmente no dedicamos el tiempo que merecen muchas de las fotos con las que nos tropezamos, la fotografía se ha llegado a banalizar hasta tal punto que cuando se tropieza con algo verdaderamente bueno ni siquiera se ve; el mundo se ha hecho velocidad y lo que viene a continuación termina por tragarse lo precedente sin apenas darnos cuenta, vivimos encima de un patinete sin freno y es un pena. En este momento hablo de fotos, pero igualmente podría hablar de estos detalles mínimos, a veces unos centímetros cuadrados, que tanto en lo muros de Venecia, en el agua de los canales como en los musgos y líquenes que pueblan las rocas de las montañas crean formaciones tan armoniosas y bellas que es una lástima que no las podamos disfrutar.

Variaciones sobre un mismo tema tras el paso de la góndola





La segunda diversión de la mañana vino después cuando, llegado al Puente de la Ferrovía me di cuenta de que todavía faltaban dos horas para la salida de mi tren; así que me senté en la terraza próxima y, mientras se descargaban en mi teléfono los mapas de la parte sur del Mont Blanc en donde quería continuar mi Vía Alpina, ahora en dirección sur camino de Niza; mientras se descargaban los mapas, decía, y eran un montón, me dediqué al deporte de mirar a la gente, una continua riada de recién aterrizados turistas que ya nada más bajar del tren no daban descanso a sus cámaras y a sus palos de selfies. Era encantador ver a toda esta gente cargada con sus maletas, gente joven, ancianos, familias enteras descubriendo ya desde el puente las góndolas, el canal, los cercanos palacios y las iglesias… y por supuesto los helados, en Venecia uno de cada dos turistas de la calle lamen un enorme helado con delectación. La pátina del tiempo y el esplendor de una época llenan ahora las calles de esta ciudad de ese otro espectáculo que son las gentes de todo el mundo. Un señor gordo indio pide una foto a su familia y sus hijas y su mujer ríen a carcajadas cuando éste, haciendo de funambulista sobre un madero que cuelga sobre el agua del canal, empieza a imitar a Charlot en sus equilibrios a punto de caer al agua; un niño de cuatro o cinco años persigue con los ojos en la pantalla de su cámara a una gaviota de plumas alborotadas; una numerosa familia posa frente al puente, pero siempre hay uno que se mueve o alguien que se mete el dedo en la nariz y la fotógrafa, que es exigente, les regaña riéndose; una pareja me pide que les haga una foto; un mozo de equipajes mira aburrido al gentío mientras espera a algún cliente.

Ya en la Val de Aosta

Un tren de alta velocidad me dejó en tres horas y media al otro lado del país. Y dos autobuses más y la gentileza de un chica que había caminado por algunas de las montañas de España y que paró cuando levanté el dedo en la carretera, me dejaron en el prado cercano donde recomenzaré mañana mi itinerario alpino, ahora en dirección sur entre el macizo del Mont Blanc y el Gran Paraíso, que fue por donde corrieron mis dos travesías anteriores.

Las once de la noche, demasiado tarde para mantener mis hábitos últimos de levantarme al alba. Se acabó por hoy.









  

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