Venecia: Las bondades y el estigma de una bella ciudad




Venecia, 6 de agosto de 2017


Me despierto tarde. Las tres beldades, muchachas en flor, dos orientales y una caucásica, con las que comparto la habitación duermen profundamente despanzurradas sobre la cama bajo el aire del ventilador. La noche ha sido agobiadamente cálida y da gusto aprovechar en la cama el ligero frescor de la mañana. Me he afeitado, he tomado una ducha fría y en lugar de salir pitando hacia la lavandería he inspeccionado el lugar y creo que voy a hacer yo mismo mi colada. Es uno de esos sitios con cocina y terraza común. Me he hecho una manzanilla y me la he traído a la cama. Hoy es uno de esos días de final de etapa que propician el encuentro con los recuerdos. Echo cuentas, seis de agosto, es decir, cincuenta días de marcha desde que salí de Chamonix.

Cuando días atrás trataba de recordar mi paso por las montañas de Suiza y Austria, todo me parecía tan tan lejos… aquella primera crisis, que tras muchos días de lluvia, me dejaron los pies tan mal y que casi me decidieron a abandonar, las largas jornadas envuelto en la niebla, un collado cercano a los tres mil metros donde nevaba, otro que se abría inesperadamente a un asombroso mundo de glaciares y montañas en torno a los cuatro mil metros, las omnipresentes tormentas, la gente con la que coincidí en el camino, estadounidenses, ingleses, alemanes, suizos, austriacos, italianos, ese pegar la hebra en el recodo de cualquier camino en un improvisado idioma común. Si contáramos los años de la vida por la intensidad con que ésta se vive en lugar de por el simple paso de los años, este período de tiempo tendría la consistencia equivalente a varios años de lo otros, de esos que vivimos entretenidos con las noticias de los periódicos, el trabajo o los obligaciones cotidianas de la casa.
Un vez leí comentar a Carlos Soria que si contaba los días de su existencia que había vivido por encima de los cinco mil metros, lo mismo éstos superaban al resto. Yo podría decir algo parecido desde que entré en el mundo poslaboral, si cuento todos los días que he pasado desde entonces pateando caminos de alguna parte del mundo o viajando seguro que me salen más de éstos que de los estar en casa. En fin, creo que me voy a hacer la colada y a dar una vuelta por esta bella ciudad.


 Plaza San Marcos. La masa de los turistas inunda la plaza. Me pregunto por las posibles relaciones del individuo con el arte y la cultura y las interferencias que el ambiente puede establecer entre la obra de arte y el sujeto que la contempla. En este ambiente es imposible encontrar el mínimo hálito de placer que una obra de arte, una bella catedral como la de San Marcos, podría suscitar en el visitante. Lo que quiere decir que sí, que además de la obra de arte tienen que darse circunstancias que hagan posible el encuentro. Me siento en la plaza entre el gentío a la sombra del Campanile pero un policía me echa. Paseo, me siento con la espalda en una columna en los escalones laterales, al rato otro policía hace levantar a decenas de turistas que ya a estas horas sienten flaquear sus piernas ante el calor y el ir y venir de un lado para otro. La fachada de la catedral resiste impávida el acoso de la multitud, entre los mosaicos de las arcadas centrales y yo sin embargo sólo hay una mirada distraída. El ejército patrulla metralleta en mano por la plaza y sus alrededores. Hay calles en que andamos más apretados que en la puerta del Sol en los mejores días de manifestación. Eso más los rebaños, enormes, que siguen dócilmente a un cicerón que exhibe en alto un paraguas de colores llamativos.

Sin embargo ¡qué extraordinaria ciudad, qué hermoso caos de callejas, palacios, iglesias!

Entro en la Peggy Gugemheim Galery. ¿En qué parte de la memoria viven las cosas, los cuadros, los recuerdos? Miró. Primera sala a la izquierda… y me encuentro con un viejo conocido que de seguro si no aparezco por aquí probablemente nunca más habría resucitado, salido al estado consciente. Si yo quisiera resucitar, traer a la memoria este color, este pájaro, esa línea curva que cruza el lienzo como un arabesco… imposible, a no ser que un juego de concomitancias lo pescara accidentalmente.


 O este Magritte con El imperio de la luz, ese farol en el crepúsculo, ese pino en la penumbra.


 Pero en la memoria, naturalmente, no duerme todo, sestea lo que nos gusta, lo que amamos y que el tiempo va dejando por los rincones para no saturar nuestro presente, algo así como un disco duro al que sólo es posible acceder con las herramientas de la similitud, las concomitancias, los parecidos que de sólito se envían como husmeadores de espacios ocultos a nuestras neuronas dormidas para despertar lo que allí se almacena de interés para este presente. No, Francis Bacon no me gusta y sin embargo recuerdo perfectamente el cuadro que miro en este instante, Estudio de un chimpancé. Quizás sea porque a quien sí le gusta es a mi hijo Guillermo, que siempre pareció llevarme la contraria en cuanto a gustos por la pintura y la música.

Pero también descubrí esa chulada de pintura de Pegeen Vail. Hay sin embargo cuadros para los que mi cerebro no está preparado.


 Y esto, me digo, ¿no es Goya y su Aquelarre ? The sorrow of Lost Agony.



  Y esta bañista de Picasso, ¿no tiene algo de Botero?


 Y Giacometti con sus personajes errantes por todos los lados, sacados, parece, de La carretera, la novela que terminé hace unos días.

Este Chagall también me gusta La lluvia.


Hoy me tocó siesta. Esto de hacer turismo cansa más que caminar por el monte… El calor de Venecia se atemperó con una muy breve tormenta de cuatro gotas.



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