La Covacha. Cuando los proyectos y la curiosidad languidecen



Sobre los altos de Puerto Castilla, 29 de septiembre de 2017


Me fue imposible madrugar hoy. Sucede siempre que uno trasnocha. El chozacar que utilizo estos días en Gredos, y que sustituye muy eficazmente a la tienda de campaña, es tan cómodo, tan como si estuviera en mi casa, que hace imposible acostarse pronto. Siempre se me ocurre algo, una lectura, una música, algo en Internet que me llama la atención. Ese algo es el que tiene la culpa de que comenzara a caminar después de las nueve de la mañana. Demasiado tarde para una excursión larga que se vería privada de los atractivos de la siesta, las paradas o la contemplación de las chorreras derramándose sobre los canchales. Se caminaba bien, no obstante. Los retamales fueron más modestos que el día anterior, sólo unos pocos y nada apretados; el largo valle un paseo agradable y la subida del farallón rocoso del fondo entretenido y sin mayores dificultades que la de tener que seguir rigurosamente los hitos que sorteaban los resaltes rocosos.


Hace un par de días me desperté con la sensación de que a estas alturas todo estaba hecho, la casa, su entorno, la parcela, las fotos, la escritura; el círculo se estaba cerrando y a un servidor parecía que sólo le quedase entretener el tiempo, la vida había hecho su recorrido, había explorado todas sus posibilidades y desnudo, el presente, parecía huérfano de todo estímulo, sin tensión, sin la gracia de una nueva motivación que te empujara a levantarte al día siguiente de un salto para ponerte manos a la obra. Que sabiendo que el camino de la vida termina entre el perejil, como decía aquel haiku, que conociendo de la dificultad de engendrar nuevos retos, la ilusión por levantar una casa de nuevo, construir un entorno, ver crecer un bosque a tu alrededor, teniéndolo todo hecho, sabiéndolo, acaso sentado sobre alguna cumbre del mundo, sólo quedará contemplar la larga longitud de tu sombra; y será todo.

Hay sensaciones que son como sensores que, distribuidos por aquí y allá del cuerpo o del alma, nos ponen al corriente de realidades que subyacen bajo la superficie de nuestra cotidianidad. Nos aportan un conocimiento sobre nosotros mismos y sobre nuestra realidad. Hoy, mientras dejaba atrás la laguna del Barco, recordé con claridad esas sensaciones de días atrás que las ocupaciones diarias parecían haber condenado al olvido. Al retomarlas a primera vista no me parecieron cosa que fuera conmigo, había pasado el momento ese en que un pensamiento tiene la fuerza imperativa de una convicción y ahora sólo merecía apenas el calificativo de mera especulación.

El caso es que por la tarde, cuando descubrí que estaba dejando poco espacio para la contemplación, que me apresuraba a poner una montaña tras otra en mis proyectos o llenaba mi tiempo con sucesivas actividades, me entró la sospecha de si inconscientemente no estaría intentando poner una barrera ante el peligro que se me podía avecinar si algún día definitivamente diera todo por hecho y conocido y no fuera ya necesario cargar con la cámara fotográfica, escribir, diseñar un rincón de la casa, viajar, construir un rumoroso riachuelo que cruce nuestra parcela, proyectar un trekking por las Torres del Paine o Nepal; ese día en que la curiosidad y los proyectos desaparezcan y pasen a convertir los días en un desierto. Días atrás, en la excursión de los miércoles del Navi había surgido este tema conversando con Jacinto. Sí parecía que fuera un asunto en que pudiéramos estar implicados de alguna manera los jubilados. Cuando uno se hace mayor no deberíamos permitirnos el lujo de abandonar esas aficiones y curiosidades que nos han mantenido activos durante toda la vida si queremos mantener una existencia aceptable. Sospecho que por ahí andan los tiros de cierta hiperactividad que me sobreviene con alguna frecuencia. Creo que en el fondo hay un miedo latente a ese día en que pueda despertarme con la idea de que uno ya ha hecho todo y que no le queda por tanto actividad o proyecto suficientemente sugestivo con que entretener la vida.


Tras el precipitado descenso de La Covacha en el valle el tintineo del cencerro de las vacas, unos pocos peces en la poza cercana, las cabras montesas, yo, la siempre deseada soledad, la brisa. Sentado en el poyo de piedra junto a la puerta del chozo de Anselmo me tomo un respiro antes de continuar el descenso. Se ha hecho muy tarde y no puedo entretenerme mucho si no quiero que se me haga de noche por el camino, pero es tan plácida la tarde, los colores tan suaves, tan bellos que da pena abandonar el lugar. Una vaca próxima negra negrísima de grandes ojos de pez arranca el paupérrimo pasto amarillo a pequeños tirones de sus dientes. El destino de estos animales parece ser pasarse la vida comiendo. Cada poco vuelve su cabezota en un movimiento muy forzado para lamerse una molestia en sus cuartos traseros.


Al final del día largas nubes estiradas teñidas de violeta y carmín cubren por poniente el cielo tras las montañas del Calvitero. El cuerpo, cansado después de una larga jornada de caminar, el rostro tenso por el sol. En la mesa un vaso de vino y un trozo de jamón. Enfrente, la silueta de Canchal de la Ceja y del Turmal, la cumbre de Talamanca, todas ellas parte ya de las sombras que preceden a la noche.


La luz de la luna entra ahora por la ventana trasera de mi chozacar aparcada en lo alto de la sierra por encima del puerto de Tornavacas. Con las luces apagadas contemplo el cielo, el perfil de la sierra, las pequeñas agrupaciones de luces de los pueblos de los alrededores. Descanso de caminar. No tengo ganas de cenar. Tumbado en la cama de mi chozacar recreo las sensaciones del día, esa amplia superficie amarilla del valle salpicada aquí y allá por breves manchas verdes y sobre cuyo final se alzaban las sobrias cumbres de La Azagaya, La Covacha y El Juraco, la búsqueda sistemática de los hitos, los simpáticos cabritillos y sus elegantes saltos acompañando obedientes siempre a sus madres por los canchales y las llambrías. Pero sobre todo el silencio sólo alterado por el sonido de los cencerros o el ruido esporádico de alguna cascada. 









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