Esposende, 28 de febrero de 2018
Etapa Vila do Conde – Esposende
Advierto. Hoy llovió, caminé junto al mar y bajo la lluvia,
leí a Pessoa y Saramago, hice caso a un peregrino que me aconsejaba
comer bacalao à brás en un
restaurante muy recomendable de Espasante (restaurante Adega Regional do Cuco),
me metí en el hostal Eleven (diez euritos, también muy recomendable) a dormir
la siesta y cuando desperté me vinieron ganas de hablar de cine y de
literatura. No hay más sobre esta etapa que, el peregrino, ya lo he dicho
alguna vez, amén de ser peregrino y cuantos otros apelativos se le puedan
adjudicar a quien gusta vagar por las tierras de este planeta, gusta de otras muchas cosas amén del camino y como no es cosa de hacer un blog para cada asunto,
pues eso que usa este diario como cacerola en donde meter todo lo que se le
ocurre. Un buen cocido, es obvio, necesita algo más que garbanzos… pues lo
mismo este diario.
Juventud en marcha, del
director portugués Pedro Costa. La terminé de ver ayer y todavía no estoy muy
seguro de si me gustó o no. Me agarró; no deseé dejar la película al poco de
que empezara (dos horas y media es mucho tiempo para una película que no sea
muy buena); seguía con interés la vida de ese señor Ventura, un hombre mayor al
que abandona su mujer y que acaso no sabe con exactitud el número de hijos que
tiene, que vaga de aquí para allá en larguísimos, y a veces exasperantes, planos
fijos; incluso mientras caminaba ayer me acordaba de la película, del
tenebrismo de sus interiores, de la absoluta pasividad del protagonista; sentía
cierta angustia, esa impotencia, no de quien ve a alguien que le va a pillar
irremisiblemente el tranvía y se da cuenta, que tú sabes que podría evitarse pero que el
argumento del film lo lleva a la inoperancia y a un fatalismo que está escrito
en sus genes. Mi cuerpo se revolvía con esas larguísimas secuencias que eran
como golpearte constantemente los dedos con un martillo.
Lo más parecido que he visto a esta película son los
trabajos del director húngaro Béla Tarr, que algunos asocian con Andrei
Tarkovsky, y con quien Pedro Costas comparte un crudo realismo y la
experiencia de un flujo del tiempo lento hasta la exasperación, bien que éste
último, encerrado en la lobreguez de un ambiente filmado en color no alcance ni
mucho menos la gran fuerza del blanco y negro de Béla Tarr. Así, fríamente, sin
embargo, el que una película provoque a nuestros nervios invitándonos a pasar
página ya mismo, tanto que estamos deseando que la secuencia termine,
pidiéndonos el cuerpo que suceda algo que cambie el curso de los
acontecimientos, provocando a nuestra indiferencia y a nuestro sentido común,
no sé si podría considerársele un valor en sí mismo. Que algo nos llame a la
acción provocando nuestra pasividad de espectador. Y qué curioso, porque estaba
escribiendo estas líneas cuando el teléfono anunció la entrada de un correo de
mí amiga desconocida que tocaba precisamente este mismo tema.
He comenzado la lectura de “El hombre sin atributos” de
Musil, me escribe, no entiendo casi nada pero por ahora me resisto a dejarlo.
Como a la mayoría de la gente, según comentan en internet, me cautivó el primer
párrafo y decidí embarcarme en la tarea. Ya veremos lo que duro. Igual debería
cambiarlo por el de Monterroso que me comentas, termina ella diciendo al final
de su escrito.
Y naturalmente tengo que salir en defensa de Musil de
parecida manera que lo hago con Pedro Costa, aunque a éste todavía no lo tenga
en ningún altar como es el caso de Musil. Así que cambiemos aquí a la segunda
persona para contestarla, en este caso más propia del entusiasmo con viví yo la
lectura de El hombre sin atributos.
Querida amiga desconocida:
A buen lugar has ido a parar con tus palabras de hoy. ¿Quién
no tiene santos y vírgenes que son el objeto de su devoción? Yo descubrí a
Musil hace muchos años y enseguida me enamoré de su prosa y del modo un tanto
barroco de entrar por los vericuetos del alma. Recuerdo como a través de la
bruma su lectura, que tantas y tantas veces se me hacía muy difícil de
recorrer… pero el esplendor de un rincón, la brillantez de algunas ideas, el
tratamiento, tan difícil, de la relación con la hermana. Musil es un universo
que cuando se te acaba, y lo último son fragmentos inconexos quizás, uno hubiera querido prolongarlo en otros volúmenes para hacer de él una lectura
interminable. En la época en que lo leí quedé tan colgado que necesité echar
mano de sus prolíficos diarios, pero entonces no estaban traducidos al
castellano y mi inglés era más pobre que todas las cosas (el alemán jamás se
pasó por la cabeza aprenderlo como no fuera para saber de las letras los
lieders de Schumann y Schubert). Pues aún así logré comprarlos en inglés, y
mucho de ese pobre inglés mío lo aprendí por rebote en los diarios de Musil.
Paciencia y tesón, que en sus páginas hay muchas joyas escondidas. Hay libros
como En busca del tiempo perdido o El Ulises o Guerra y paz, que pese a su extensión me han llevado a segundas
lecturas, y lago así me sucederá algún día con El hombre sin atributos. Salvador Pániker decía que la vida es muy
corta para leer libros tan largos. No sabía él lo que se perdía.
Hoy mi diario de peregrino (ya tengo nombre para el libro
que surgirá de este recorrido invernal por cuatro caminos de Santiago, se
titulará Diario de un peregrino) se metió por los senderos del cine y la
literatura y me temo que ya no voy a ser capaz de salir de ellos. Más, casi me
entran ganas de adelantar mi cena para ver si tras ella puedo hacerme en Filmin
o alguna otra web con una película de Béla Tarr, El caballo de Turín, un film que la Wikipedia define como pausado
y claustrofóbico (un caballo, un padre, su hija, aparecen encerrados en una
casona, aislados del mundo por el temporal de frío), que me vuelva a poner en
la situación de interrogantes que anoche consiguió el film de Pedro Costa, con
ser este bastante inferior a la obra del maestro húngaro. Y quién sabe, ya que
de peregrinaje ando, si no echaría también mano a de Andréi Rubliov, un film fascinante de Tarkovsky que se ajusta
perfectamente a mí condición de peregrino.
Me hablas de que por tu tierra también llueve. Que gusta esa
gama de tonos grises y azules que nos permite descansar de la violencia del sol
mediterráneo y da calma al espíritu.
Días que invitan a sentarse junto al fuego a leer o a caminar por la
playa, como habrás hecho tú hoy por tierras portuguesas.
Yo añoro con frecuencia el Mediterráneo. Pasé no hace mucho
casi un trimestre recorriendo su costa desde el cabo de Creus a Málaga,
durmiendo en las playas junto al arrullo de las olas, en sus bosques, en las
dunas, siempre las estrellas como dosel velando mi sueño.
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