Asseiceira, 17 de febrero de 2018
Etapa Golegá – Tomar
Me contaba ayer Manuel Coronado, mi estimado amigo
trotacaminos extremeño, de sus aventuras para, en el tramo final del GR10 que
termina en Lisboa y parte de Valencia, poder encontrar la ruta correcta, que en
absoluto estaba señalizada. A última hora usaban el Camino de Fátima, pero como
las señales iban en sentido contrario las dificultades eran a veces
insuperables. Unas señales que te indican la dirección del lugar del que
procedes son de bien poca utilidad. A su vez le contaba yo de mis penurias para
hacer el camino Francés – Aragonés y el del norte por razones parecidas. Andar
a contracorriente del normal de los mortales requiere a veces pasar por algunas
contrariedades y por perder el camino con cierta frecuencia. También le ponía
al día de mis penurias para comenzar precisamente ese camino en Valencia hace
más de una década, un momento en que lo único de que disponía era de un GPS
Garmin de la gama más baja sin soporte de mapas y que me obligaba a llevar a
cuestas un buen número de mapas en papel del IGN. Hablar de las veces que me
perdí por los montes de la compleja orografía de Levante me llevaría páginas
relatarlo. En aquellas circunstancias sin embargo fue singularmente interesante
perderse. Una tarde de mucho viento a punto de anochecer, eran los primeros
días del mes de marzo, me tropecé con la choza solitaria de un ermitaño.
Departimos durante horas frente al fuego de la chimenea. Era un hombre en cuyos
ojos brillaba la mirada vidriada y como de otro mundo de los personajes de El
Greco. Su misticismo, condimentado con grandes raciones de tantrismo, incluía
la visita de dos o tres amigas que lo visitan en su cenobio regularmente y con
las que una a una pasaba largas noches de arrobamiento “espiritual” en que el
ejercicio de mantener a raya el orgasmo y la inmersión en el Todo representado
en el cuerpo de sus compañeras constituían la máxima expresión de su
misticismo. Se alimentaba de hierbas y de lo que pillaba en los montes, pero su
lucidez y el buen sentido de lo que debería ser la vida eran extraordinarios.
No sería la primera vez que perderme en el monte me ha
deparado alguna bonita experiencia, aunque también es verdad que mi hijos se
quejaran bastante con un padre que tenía propensión a coger atajos y despistarse
con excesiva facilidad.
Hoy salí más tarde, me había entretenido en la sobremesa de
la cena con el dueño del restaurante y no era cosa de acortar mis horas de
sueño. Me desperté gratamente sorprendido, Fernando, el dueño del albergue, que
no servía desayunos, me había dejado sobre la mesa todo lo necesario para
subsistir hasta después del mediodía. Me demoré y cuando salí al campo ya me
encontré con el canto de los gallos y el ajetreo de los pájaros en las ramas de
lo árboles. Una débil llovizna caía tranquila sobre la mañana. Me crucé con
algunos aldeanos que pedaleaban adormecidos camino de la huerta o de la poda de
las viñas. Las cigüeñas volaban sin prisas alrededor del campanario del primer
pueblo que atravesé. Sao Caetano era un pueblecito perdido entre las lomas de
una Galicia rural que yo recordaba de décadas atrás.
Mientras me tomo un café en un bar de Atalaia sigo en la
televisión las imágenes que acompañan a la autora del libro Neta de um genicida (El nacimiento de un
genocida), de Jennifer Teege, que
descubrió a sus 38 años que era nieta de un genocida nazi comandante del campo del concentración de Plaszow, interpretado
por Ralph Fiennes en la película Steven Spielberg, La lista de
Schindler, y que llegó a ser ahorcado en 1946, por crímenes de lesa
humanidad. Me llama la atención la paz que se desprende del rostro de la
entrevistada. No debe de ser fácil quitarse de encima el estigma que pesa sobre
los familiares de los asesinos nazis. A mí, todavía, cada vez que he visitado
Alemania me sobrecoge un temblor de horror. Mi reconciliación con Alemania no
creo que me alcance en los años que me quedan de vida, más todavía cuando los
sucesores de aquellos nazis en los años en que vivimos han tratado de ahogar a
los griegos, que privados de poder gestionar las compensaciones de guerra por parte
de Alemania todavía esperan que se les resarza mínimamente de los horrores que
los nazis perpetraron en las personas y las tierras helenas.
La cotidianidad de la marcha está empezando a gustar este
ritmo de las mañanas en los cafetines de los pueblos, el rato de escritura y conversación
con algún lugareño, las cortas paradas a la vera del camino.
La novela de Antonio Lobo Antunes, escrita al modo apretado
de quien automáticamente va dejando en el papel sus pensamientos, corran estos
en línea recta o se muevan acá o allá del tiempo sólo siguiendo el orden
improvisado del humor del autor, y ello en
la línea de una novela que escribí una década atrás, Invierno era su título; la novela de Antunes, decía, yendo de acá
para allá al capricho del viento que se mueve en las cercanías de la mente del
escritor, me pasea por oscuros días de la historia portuguesa, sus noches
oscuras de cárceles y torturas, por amores frustrados y gestos de ternura, por dramas familiares, por el anhelo de quien sólo
desea un rato de paz, el calor de unos brazos alrededor de su cuello. Leo a
Antunes como quien leyera en él a Portugal y a las gentes de sus calles, sus
alegrías, su dolor, la presencia siempre del color plomizo del Tajo allá como
telón de fondo. El mismo telón de fondo que me viene acompañando en mi camino
desde que salí de Lisboa. Parte de razón tiene Pessoa para asegurar que no es
necesario viajar para conocer otras tierras y otras gentes. Mis escasos
contactos a lo largo de la ruta en bares, albergues, alguna tienda, serían poca
cosa para conocer el país si no fuera por Antunes y Pessoa ahora, más adelante
Saramago, Eca de Queiros y acaso José Rodrigues Dos Santos.
Al mediodía como en un bar de Asseiceira. Un joven entra en
el bar y da la mano con una ancha sonrisa a todos los parroquianos, incluido al
peregrino. Antes lo había hecho un hombre mayor que momentos después se ha
sentado a charlar con una señora en un rincón del bar.
Ayer escribí una breve nota a Darío Rodríguez, gestor de la
editorial y revista, Desnivel. De
pronto, halagado por lo piropos de alguna peregrina/peregrino a estas crónicas
del camino, se me ocurrió que acaso bien merecerían éstas la deferencia de ser
acogidas por alguna editorial para mayor conocimiento de los amantes de los
caminos y las montañas. No es que al vagabundo peregrino le importe demasiado
eso de ser publicado una vez más en letra impresa, que al peregrino lo que le
gusta es escribir y caminar, amén de que su pensión de maestro de escuela le da
de sobra para hacer todo lo que pueda apetecer en la vida, pero… a nadie amarga
que otros puedan compartir su escritura siempre y cuando las molestias no sean
muchas, que ya sucedió en una ocasión que una editorial aceptara una de sus
primeras novelas, pero que después marearan tanto la perdiz con el asunto que éste
se juró, no digas nunca de esta agua no beberé, que no volvería jamás a
asomarse a las puertas de una editorial. Así que ayer, en un arranque de
comprensión sugerí a Darío Rodríguez que se diera una vuelta por mi web a ver
si a él le gustaban tanto como a otros estas crónicas del camino. Espero que si
éstas son publicadas alguna vez, además de por Amazon, a ninguno le suceda como
a mi amiga desconocida de Valencia con la que después de haber intercambiado
algunos correos y enterada a posteriori de mi autoría de setenta y tantos
libros le entrara la duda de seguir escribiéndome, acaso un poco asustada por
la personalidad de tan prolífico escritor. Menos mal que mi jajaja con que
contesté a su misiva rompió la falsa imagen que la vox populi otorga a la
autoridad de la letra impresa haciendo posible que ahora nos escribamos como
buenos amigos que comparten por igual libros y caminos de nuestra tierra.
Otras publicaciones del autor:
No hay comentarios:
Publicar un comentario