"Caminar es una invitación a morir de pie"





Albergue de A Portela-Barro, 6 de marzo de 2018 
Etapa Arcade - A Portela-Barro.

El diluvio estaba en todo su apogeo cuando me disponía a salir a las calles de Arcade. Cayendo sobre el tejado de chapa, que hacía de amplificador, dudé un poco; la verdad es que impresionaba tanta agua. Me puse parsimoniosamente la capa de agua, el pantalón de lluvia, el gorro de lana, la linterna en la frente y salí a la calle. La intensidad del aguacero no duró mucho pero, como me había hecho la idea de caminar bajo un diluvio, la lluvia posterior casi me pareció una caricia. Una caricia que se prolongó algunas horas a través, hoy, de caminos que unas veces atravesaban un río, otras un bosque, al final una larga vereda desde la que en algún momento se oía el paso del tren.


La vereda terminó  llegando a Pontevedra que lucía de sol y agua a partes iguales. Entré en un bar, busqué una mesa donde llegara el sol, pero en el rato que estuve dentro se sucedieron dos o tres aguaceros al final de los cuales volvió a brillar el sol.

Fue entonces que apareció mi amiga desconocida, que se encontraba en paradero, también, desconocido desde hacía días. El fin de semana se había ido a la Garrotxa a caminar y ya pensé que se había perdido en los bosques de bojes, esos arbustos arbolillos que cuando les da por crecer con profusión se hacen selva impenetrable. Era un mensaje un tanto enigmático: “Lost in traslation”. Respondí en el momento: “Estaba tomándome un bocata de tortilla cuando se me ocurrió que a lo mejor donde te habías perdido era en Tokio. De pronto salió de la sombra aquella película que mucho tiene de un discurso que me traigo sobre una posible amiga italiana que perdí en el camino en las cercanías de Coimbra y de la que mentalmente sigo el rastro esta mañana. Las mujeres sois la leche, capaces todas de trastocar el coco al más pintao. Como podrás comprobar la soledad está haciendo estragos en mis hormonas”.


Había dedicado parte de la mañana a la lectura del libro de Frédéric Gros, que en esta ocasión, haciendo uso extensivo del título de su libro, había dedicado su análisis también a los paseos galantes, aquella época en que pasear por los jardines de las Tullerías era exclusivo privilegio de gente chic, y me había tropezado con algunas curiosidades relacionadas con los “paseantes” de las Tullerías en donde el paseo era acto social, cuando no el modo idóneo para entrar en el mundo del galanteo. Vayamos a las Tullerías a alimentar nuestras tristes ensoñaciones, decían entonces las mujeres.

“El lugar ideal para las muchachas en flor, las mujeres casadas en busca de aventuras o las viudas que querían hallar consuelo. Pues para la mujer es mortalmente aburrido tener siempre delante a un único hombre: su marido. Para ello se inventaron los parques. La mayoría de las mujeres brillantes prefería el paseo del jardín de Luxemburgo o de las Tullerías porque es muy fácil ver allí todos los días hombres nuevos”.


Cuando termino con el libro de Frédéric Gros recuerdo que tengo que pasar por un pueblo llamado San Amaro que quedó registrado en mi memoria dentro de una larga caminata entre Valencia y el cabo de Finisterre y entonces busco el libro que contiene las crónicas de aquellas aventuras y me sumerjo en ellas (aquí queda la referencia, España a pie, las Rías Gallegas, es su título. A los que os gusten estas crónicas seguro que os puede interesar) y, mientras me voy acercando a Santiago, camino por las Rías de un lejano verano. Vuelve a salir el sol y cuando llego en torno a las dunas de Corrubedo, cambio de lectura y, ahora sí, después de hurgar en mi biblioteca ya seleccioné un libro de Pardo Bazán para celebrar mi entrada en Galicia, Insolación. Tenía dudas entre Los Pazos de Ulloa y éste pero me decidió una curiosa introducción donde se afirmaba que en su día fue considerada una novela escandalosa. El tema se consideraba escabroso y, por añadidura, en ella se ventilaban asuntos como el de la distinta moral sexual para hombres y mujeres. Clarín había sentenciado la novela con palabras muy propias del machismo carpetovetónico más rancio: novela antipática, “poema de una jamona atrasada de caricias”. Este último calificativo para una escritora que me había hecho disfrutar anteriormente con su deliciosa novela La madre naturaleza, me decidió definitivamente a elegir Insolación. Estos machitos ibéricos, aunque hayan sido autores de obras como La Regenta, pero que tan crecidos se sentían frente a las damas, bien merecían un corte de mangas.


Paro a comer pues en San Amaro. Mi recogimiento se desbarata a veces y entonces parezco perder mi propio norte, ese ambiente tan personal en cuyo seno camino casi toda la jornada: un peregrino alemán que sigue mi camino y con el que cruzo unas palabras,  una peregrina teutona que entra en el bar donde como, los transeúntes de las calles de Pontevedra; todo esto lo alteran. Mi realidad, ese círculo mágico en que estoy inmerso la mayor parte del día, se resquebraja y lo que venía pensando minutos antes ya no sirve, son exageraciones de mi imaginación, calor que se desprende de la fermentación del compost de mis lecturas. Y es entonces que descubro que yo y el mundo somos dos cosas diferentes, que lo que yo pueda contar aquí no se va a comprender, porque para comprenderlo habría que haber estado caminando bajo la misma lluvia, leído el mismo libro y vivir parecidos anhelos, y me pregunto entonces que para qué voy a hablar de… sí, de eso que me preocupa, de lo que alimenta mi anhelo, de tal o cual idea. Y vuelvo a pensar, en lo que me decía un día mi amiga desconocida, que sólo escribía para ella, que yo debería hacer lo mismo, escribir para mí en uno de esos cuadernillos de tapas de hule que usaba de joven, escribir para mí lo que me viniera en ganas sin necesidad de etc. Mi vena tímida sale, sí, como quien se asoma por el embozo de la sábana a ver si no hay nadie alrededor y puede respirar por fin su ración de soledad.

«No se puede matar el tiempo sin herir la eternidad», escribía Thoreau. “No se camina para matar el tiempo sino para acogerlo, deshojarlo paso a paso, segundo a segundo, pétalo a pétalo”. Es así  como transcurre muchas veces la jornada y en ella asoma unas veces la facundia, otras la timidez, más allá el anhelo entrevisto en la mirada de una mujer, otras la sensación de insignificancia que a veces acuna a los tímidos en el regazo de su mismidad. Dios, ¿para qué seguir hablando y hablando cuando las palabras son apenas tan toscas, tan incapaces… Acoger el tiempo, deshojarlo, pétalo a pétalo. Y entonces las palabras ya no son suficientes, es necesaria la poesía y su silencio. Y entonces el entorno y los otros estorban porque la poesía es incompatible con el ruido del mundo. “Caminar es una invitación a morir de pie”, escribe Thoreau.

El peregrino de otros tiempos se alimentaba de vírgenes y santos, el peregrino solitario de hoy es más fácil que se alimente del sueño de una mujer.


Y ando escribiendo esta crónica cuando aparece en la habitación común del albergue de A Portela-Barro una peregrina solitaria, muchacha en flor. Isabel, solitaria muniquense de cara de porcelana y vivos ojos reidores. Cuesta creer que anden cosas tan bonitas sueltas por el mundo. Hubo un tiempo en que la belleza de una mujer atoraba mi capacidad para hablar y discernir; sobrecogido y pequeño como un eunuco en su agujero era incapaz de proferir palabra. A Dios gracias, los años me han hecho más resistente a la belleza y a los encantos de las damas y ya puedo moverme en una grata conversación de media tarde sin ningún apuro. Isabel, joven alma solitaria como un servidor, camina desde Porto, se ha enamorado de los Caminos de Santiago y la próxima primavera viene al Francés. Madruga, camina sus buenos kilómetros y el aire de los caminos y la lluvia ha depositado en su rostro un halo de inocencia y candidez que yo disfruto casi con ternura mirándola cuando conversamos. Si alguna vez encontrara que existe un Dios no debería olvidarme de darle las gracias por haber puesto a estas criaturas tan bonitas sobre el mundo.


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