Yahveh, el urdidor de trampas





Caminha, 2 de marzo de 2018 
Etapa Viana do Castelo – Caminha 

En las calles de Vila do Conde los ruiseñores visten la madrugada de trinos. Curiosos pájaros estos cantores del alba, a los que el cuerpo pide también en mañanas, y tan frías, romances de amor. A la más madrugadora de las aves que cantan al alba se la puede oír en villorrios y calles de pequeñas ciudades antes del amanecer cantando como tenorios enamorados, un canto penetrante y armonioso que llegado el caso, cuando duermo en casa, puede hacerme imposible el sueño. Entonces, si tienes “la suerte”, como nos sucede a nosotros en cada primavera en nuestra casa, casa en pleno campo, es posible que lo que es una delicia de canto se convierta para el durmiente en un calvario, porque ni los tapones en lo oídos ni cerrar las ventanas impedirán que su canto penetre tus oídos hasta hacer imposible el sueño. Pero estas mañanas cuando los oigo deleitan y mucho acompañando los primeros pasos de mi jornada de caminante.


Y ya se hace la luz en la mañana cuando tropiezo con otro ruiseñor, éste en vez de manifestarse con su canto lo hace grafiteando como sus ancestros de Altamira de Lasceaux sus deseos sobre los muros de la ciudad. El grafitti, o mejor pintada, que mi hijo Guillermo, especialista en estas artes urbanas, me echaría una bronca llamando a esto grafitti, dice a grandes caracteres cruzando un muro de más de diez metros de ancho:
“Prometo nunca más desilusionarte. Te amo, Raquel”.

Y un rato más tarde, en esta ocasión burilado sobre el hormigón, el consabido corazón de Cupido atravesado por una flecha, con una leyenda que clama como el ruiseñor de un rato atrás, su amor. Y al enamorado no le da rubor en esta ocasión grabar en el pizarrón del vecindario público el nombre y apellido de su amada y el de él mismo (o eso me parece a mí, que ahí queda la foto de testimonio).



Ah el día en que nuestros neurotransmisores dejen de fabricar esos alucinógenos que trastocan nuestra razón convirtiéndonos en serviles esclavos de ese dulce amor que arroba los corazones y nos vuelve locos de atar. La luciferina mano del creced y multiplicaos del Yahveh de los tiempos de Adán y Eva cuidando con sofisticados procedimientos la perpetuación de su obra. Astuto Señor, que queriéndose librar del curro de ir creando uno por uno a toda la humanidad, lo que debía de parecerle un monstruoso trabajo a quien sólo pareció trabajar en su vida siete días, dedicándose a dormir el resto de su vida a juzgar por su descarada ausencia a la hora de solucionar los problemas de los humanos; astuto Señor, decía, que inventando un modo de que Adán y Eva se reprodujeran se evitó el coñazo de tener que fabricarlos uno a uno, a ellos de barro de la tierra y a ellas de la costilla de ellos. Puro morro eso de: que trabajen los otros. Quizás habría que atribuirle al temprano Yahveh el nacimiento de ese sistema económico que aboga por que sean los otros los que saquen el mundo adelante currando mientras el patrón o su sosias, en este caso Yahveh, se tumba a la bartola a ver pasar la vida.


No sé si Yahveh tendría idea en aquellos tiempos de eso que hoy llamamos nuestros genes o nuestro ADN, pero desde luego lo supo utilizar y el resultado fue brillante. Los humanos a la cosa le llamamos amor, que queda muy bonito, pero la realidad que escondió tras ese llamado amor el taimado y pérfido Yahveh, haciéndonos correr a los machos tras las hembras y a las hembras tras los machos, por puras razones, aunque escondidas, prácticas merece, piensa esta tarde el peregrino, toda la reprobación de sus amados hijos, que creyendo estar absolutamente enamorados no entienden los pobres que detrás de ello está sí, el astuto Yahveh con su matraca de creced y multiplicaos.

Por cierto, que todo esto me ha recordado un librito que leí hace décadas y que para los interesados en el tema seguro que constituirá una delicia. Se trata de El diario de Adán y Eva, de Mark Twain.


Mediodía. Hoy no encontré un miserable café en mi camino para desayunar. Comencé antes de las seis de la mañana. Sólo paré para ponerme el equipo de agua. Estoy roto. La espalda me chilla como en los mejores momentos. Delicias del peregrinaje. En Vila Praia de Áncora, mientras espero la comida, ya me he comido todo el pan. Miro el mapa, aún me quedan nueve o diez kilómetros hasta Caminha, en la desembocadura del Miño, frente a La Guardia. Todavía me suena de la escuela elemental el canto aquel: “el Miño nace en Fuente-Miña provincia de Lugo, pasa por Lugo, Orense y Pontevedra y desemboca en La Guardia”. La memoria era un valor fundamental en aquellos tiempos del franquismo en que había que preservar a los alumnos de pensar. Como tantos niños de aquella época, no sólo aprendimos el catecismo Ripalda de memoria, también era necesario saber todos los pormenores del curso de nuestros ríos, de sus afluentes, los que entraban por la derecha, los que por la izquierda. Una deliciosa enseñanza totalmente volcada en preparar nuestras almas para el cielo.


Ahora que voy a llegar por primera vez a la desembocadura del Miño, es curioso, lo primero que me viene a la cabeza es ese recitado de unas lejanas lecciones de geografía. Fue una larga trotada de veintidós kilómetros en ayunas. Atravesando las laderas de Viana do Castelo allá abajo se veía el mar deslucido, despertando en el azul ceniciento de una mañana de lluvia. El amarillo brillante de lo sauces blancos visten aquí también los caminos como de una temprana primavera. Los senderos de los bosques están en general intransitables. Caminos abandonados o improvisados o hechos sin el mimo que requiere prever que el camino no se convierta en cauce de un río con las lluvias. En algunos sitios me veo obligado a dar grandes rodeos por el bosque porque el sendero, atrapado entre dos vallas de roca, convertido ahora en canal, no ha dejado posibilidades de paso. De todos modos mi andar es grato por estos bosques solitarios bajo esta lluvia que invita a recogerse sobre uno mismo. Eucaliptos, sauces, algún pino, brezos, poco más. De vez en cuando un pequeño conjunto de casas, una aldea, la mañana gris.

No es un río, es el camino

Mientras sigo esperando la comida tengo que ponerme los tapones de cera para huir de la precipitada y estúpida charla de la televisión, ese aparato que sustituye hoy día a la educación de otro tiempo entonteciendo al personal con la mediocridad de una programación propia de… mejor lo dejamos. Siempre que tengo que soportar ese chisme, restaurantes y bares donde para para llenar los depósitos y descansar un rato, es raro que me encuentre con algo que merezca la pena.

Desde que no leo los periódicos ni entro en las redes sociales me encuentro con un tiempo excedente frente al cual a veces me siento pasmao, como a quien le han robado el juguete al que recurría cada vez que no tenía nada que hacer y se encuentra con el vacío de la tarde interrogándole sobre los detalles del vuelo pormenorizado  de una mosca. Una curiosa sensación esa de no saber nada de Cataluña, de los ladrones del PP, del dudoso rumbo de Podemos, de la corrupción judicial, de los amaños de todos los colores del gobierno de turno; en fin, de la soberana idiotez del PSOE que sigue permitiendo que gobierne nuestro país una banda de cretinos. Me asombra ahora el tiempo que me ha hecho perder toda esta gente. Imagino que seguiré yendo a manifestaciones cuando mi chica me dé el toque llamándome a un deber cívico, o seguiré votando, aunque se con la nariz tapada, o...

Pero este país bananero que diseña tan minuciosamente la derecha a través de sus actuaciones y el manejo de los medios de comunicación no puede quitarme el sueño. No puedo dedicar los años, cada vez menos que me van quedando de vida a vivir tras la abstrusa desinformación de los medios. El día ocho, si me pilla la movida por medio participaré sin pensarlo dos veces. El Camino hoy por hoy me protege de la vergüenza de esta inmundicia en la que vivimos, o que vivíamos hasta diciembre porque no sé siquiera si Cataluña pertenece aún a este país o ya se ha buscado la vida lejos de la bazofia que nos gobierna. Si hay algún Torquemada que crea que estas líneas no son propias de una página dedicada a los peregrinos, no pasa nada si no dan su placet. El peregrino que ya tiene muchos miles de kilómetros del polvo de los Caminos en las suelas de sus botas no va a sufrir por ello. Nada, salud y república, que diría el joven Garzón... y a seguir caminando.


Y tengo que levantar el campo y pedir la cuenta en el restaurante porque el cuerpo se me ha puesto pesado y apunto estoy de dormirme y el albergue de Caminha todavía me queda a un par de horas de camino. Y como el español fino después de comer tiene frío, que dice el dicho popular, al peregrino fuera el ambiente le parece helador. Se ha levantado un viento de mil demonios que se lleva mi capa de agua por los aires. El itinerario junto al mar hasta Caminha es verdaderamente hermoso, pero hoy el mar está enfadado, hosco, realmente muy cabreado, a juzgar como las olas levantan sus voluminosas masas de agua, grandes como monstruos antediluvianos y las deja caer sobre las rocas o la arena.


En el albergue de Caminha coincido con una pareja de letones (ese país que está entre Estonia y Lituania, trata de explicarme dibujándolo con el dedo sobre una columna del dormitorio, un hombre fortachón de cuerpo enorme y ojos azules), pero no tenemos ninguna lengua común en que entendernos. Por señas me pregunta por el horario del ferry que cruza el Miño. Los del ferry no madrugan mucho, el primero que cruza el río hacia La Guardia sale a las diez de la mañana hora española.

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