Los mares de mi infancia



Cercanías de Es Caló, Formentera, 14 de abril de 2018

El mar está terriblemente hermoso. Ya sólo por estar en medio de esta costa huracanada merece la pena haber venido a Formentera. Estaba la tienda agitándose alarmantemente cuando de golpe han saltado un par de piquetas y mi tienda se ha convertido en una vela inflada por el viento a punto de salir volando. He tenido que salir precipitadamente a apuntalar la tienda con grandes rocas. Los pitones, que habían resistido hasta ahora milagrosamente, al desprenderse dos de ellos, parecían saltar todos por los aires. Según apilaba rocas sobre los clavos he observado rápidamente el mar, ¡cuán hermoso estaba, salvaje, estremecedor, verde claro como una gema sus olas, la espuma blanca como la nieve saltando enfebrecida por encima de las rocas y lanzando más allá deflagraciones de agua contra la costa. Pero no pude acercarme a contemplar más de cerca el espectáculo, mi tienda apremiaba de rocas con que asegurar los clavos. Encima de cada uno apilé una torre de ellas.

Magnífico estar aquí con el sonido de las olas desbordando la capacidad sonora del espectáculo. Loa al mar, loa a mí mismo por estar aquí y poder ser espectador de esta grandiosa manifestación de la naturaleza. Ahora, más seguro después de apuntalar todas las clavijas, contemplo el movimiento de mi tienda con más confianza. Confío en que el viento sea lo suficiente benigno dentro de su fiereza como para no romper la tela del doble techo. Por lo demás estoy contento, el Voltaren está dando resultados y he podido cargar con grandes piedras sin que mi espalda y mi lumbago se resienta mucho.

Oh viento, oh olas, qué pequeño me siento hoy en este universo de fuerzas desatadas y qué músicas levantan en mí este furioso golpear del mar contra la costa. ¡Cómo no iban a inventar dioses aquellos primeros hombres de las cuevas al verse tan indefensos ante la fuerza del mar o las tormentas! ¡Cómo no iban a intentar sacar de la nada algo, alguien que les librara de esta fantástica fuerza que hoy arrasa la costa!

Pero acaso lo que más exalta mi sensación de plenitud en este momento sea mi soledad que, aunque tan ridículamente pequeña en comparación con las grandes gestas de algunos aventureros solitarios, plena y enfáticamente siente estos momentos como un fantástico regalo que la naturaleza me hace. Inigualables instantes en que la poesía y la mejor música se quedan pequeñas en comparación con este despliegue de los vientos, la lluvia y las fuerzas que impelen al mar a mostrarse tan terriblemente violento. Sabor a momento importante de la vida inmersa durante todo el día y la noche en el bruto retumbar del mar aquí mismo para envolver mi aislamiento en la entrañable inquietud de esta descomunal fuerza que de continuo brama saturando mis sentidos de la potencia ensordecedora de su agitación, de su fragor.

Mañana las previsiones del tiempo anuncian unas horas de sol, pero no sé si seguiré dando la vuelta a la isla o me dirigiré al Puerto de La Savina. No querría perder mi vuelo del martes y es muy probable que con estos temporales el puerto permanezca cerrado. Me siento saturado de mar y agua, agradable sensación desde la cual continuar o no dando la vuelta a la isla me parece insignificante. Una vez en Ibiza, y asegurado mi vuelo de vuelta, imposible no llegar a recibir a mi chica al aeropuerto, que hace su vuelo de retorno desde México el miércoles, todavía me quedarían un par de días para apurar algunos paseos por la costa noroeste de Ibiza que es sumamente bella también.

Intento dormirme pero el fragor del mar es tal de hacer difícil conciliar el sueño. O acaso mi prolongada siesta me quitó el sueño. No creo haber estado nunca acampado ante un mar tan violentamente agitado. Arrebujado en mi saco de dormir soy incapaz de otra cosa que no sea escuchar los bramidos de fuera y de teclear las sensaciones que el día va dejando sobre mi ánimo, esa delicada satisfacción de vivir entre mis iguales, lluvia, viento, mar, éste último inmensamente más poderoso, temible cuando se encrespa y se llena de la profunda violencia, ahora violencia suspensa en la oscuridad profunda de la noche.

Y como no puedo dormir escribo y escribo intentando dejar testimonio de este magnífico momento. Ahora comprendo bien la impronta que el mar pudo dejar en mí a través de escritores como Joseph Conrad o Melville y también descubro por qué amo los libros de estos dos hombres tan llenos de mar. El mar debió de entrarme por los huecos del alma ya tempranamente de la mano de Emilio Salgari. Pasarían muchos años después de leer las novelas de éste antes de que yo visitará el mar en mi adolescencia. Pero para entonces el mar ya estaba en mí, ya había acompañado en sus mil correrías al Tigre de Monplacen, el Sandokán de entonces dormía con sus aventuras en las islas de Malasia en mi después de los ocho años. Eran mis días de vacaciones de verano, cuando cargado con el tomo que empezaría y terminaría el mismo día, me dirigía a la Casa de Campo para pasar allí el día a la sombra de los pinos del Pinar de las Siete Hermanas leyendo, absorbido por la pasión de un enigmático personaje que hacía del mar el escenario de una vida de pillaje y amor.

Y de mayor, cuando el mar fue compañero de camino siempre a mi vera a derecha o izquierda según le diera a la rosa de los vientos y a mi instinto por caminar, bebiendo ya otros libros más densos. La locura de Almayer o Lord Jim, por ejemplo, que releí recientemente ahora mientras una pequeña embarcación nos llevaba por el mar de Java, precisamente los mares y las islas que eran el escenario de las novelas de Joseph Conrad.

Todos estos libros devorados desde la infancia, y no he de olvidar el admirable ¡Eh, petrel!, de Julio Villar, hicieron de mi un amante del mar, aunque amante de tierra adentro, porque no he de ocultar que mis pocas experiencias marinas, recorridos por los mares de Malasia o Vietnam del Norte en pequeñas embarcaciones, me producían una zozobra considerable tan pronto como el mar se agitase un poco.

Y pruebo a ver si me viene el sueño, pero no; y recuerdo a una amiga que todos los días se despierta a las tres o cuatro de la madrugada y mientras le llega el sueño de nuevo escribe en su portátil un larguísimo diario que habla de las cosas del corazón y de la vida. Yo, que también tengo un diario, que lleva el título de Un diario para el camino, hago lo propio y días como hoy de obligado ocio y aislamiento, converso con sus páginas y les cuento cosas de mi infancia, le hablo de mis temores, de cómo casi me voló la tienda esta tarde, o le cuento que me duele la espalda como si éste fuera mi mamá paciente escuchando las cosas que le cuenta su niño. Y mi diario a vez me sonríe condescendiente él de mi necesidad de hablar y contarle las cosas que me pasan por la cabeza.

Son más de las once, creo que debo intentar dormir. Probemos.


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