¿Sustituiré mis crónicas por una partida de ajedrez?



Monasterio de Santo Toribio de Liébana, 8 de abril de 2018


Camino Valdiniense y Lebaniego. Etapa Cicera – Monasterio de Santo Toribio de Liébana


Compartí habitación con tres compañeros sordomudos. Me resultaba agradable verlos “hablar”. Por la mañana, cuando ya se disponían a salir del albergue cargados con toda su impedimenta se despidieron tan cordialmente como si nos conociéramos de siempre. Es increíblemente bello este Camino. Nada más abandonar el pueblo ya estaba el sendero correteando y trepando por las laderas de la montaña atravesando hayedos con ejemplares de gran porte. A la derecha y de frente aparecían las grandes cumbres nevadas del Macizo Oriental de Picos. Un buen desnivel que superar para desde lo alto descender abruptamente a la aldea de Lebeña situada en la entrada norte del Desfiladero de la Herrmida. Desde allí el Camino Lebaniego cruza el río y se va por los Cerros de Úbeda, unos cerros muy altos, para tres kilómetros más allá del desfiladero volver a bajar una vez alcanzado Cabañes. Me llevó yo mal con eso de subir un montón para volver a bajar otro montón cuando por abajo es un paseo de tres o cuatro kilómetros. Totak, que el día anterior una pareja me dio una pista para atravesar el Desfiladero de la Herrmida desde Lebeña siguiendo un PR. Así que una vez llegado a Lebeña, seguí las indicaciones del mapa del IGN que marcaba una senda llamada PR-S3. Me dio mala espina porque de señalización, como me habían dicho nada y porque estaba atravesada por arbustos y zarzas, pero aún así la seguí por algún tiempo. Perdí un par de horas en el intento. No tuve más remedio que agachar las orejas y bajar por donde había subido. Los caminos se los come la vegetación, las zarzas o los espinos blancos. Atravesé el Desfiladero por la carretera. Al otro lado sí, allí los de Ambiente habían hecho unos carteles muy chulos rulando aquí y allá el PR-S3, un sendero que atravesaba el río y continuaba por su margen izquierda. Todo para que se vea… como está mandado; luego, en el monte que cada cual se las entienda.

Hace tiempo que vengo pensando en dejar esto de empeñarme cada tarde en escribir, casi siempre largo y tendido, sobre lo que me pasa por la cabeza durante la jornada, algo que frecuentemente me gusta pero que no deja de convertirse en una obligación. Además, últimamente tengo la sensación de estar pasando por una crisis de incontinencia verbal que no es de mi agrado. Así que en estas estaba cuando topé con un título de Enrique Vila-Matas, Barleby y compañía, que trata precisamente sobre aquellos que dejaron de escribir, y que enseguida se me presentó como una advertencia conveniente.

Simone de Beauvoir hacía una advertencia muy sabia en su ensayo titulado La vejez. Decía que una de las peores cosas que le puede pasar a uno, especialmente si ese uno se hace mayor, es perder la curiosidad e ir abandonando actividades que antes hacía con gusto. Uno no puede permitirse ese lujo, aseguraba la Beauvoir consciente de que el alma y el cuerpo deben ser alimentados constantemente por actividades que susciten nuestra creatividad y el deseo de comprender y saber. He pensado muchas veces en esta idea, y la creo tan cierta, que si imagino que algún día pierdo la ilusión por las actividades y cosas que ahora me son gratas probablemente mis ganas de vivir se irían al carajo. Quizás por ello cuando en algún momento se me ha pasado por la cabeza eso de que ya está bien de viajar o trotar por el mundo, al final siempre me he detenido en el borde de la determinación, he reflexionado sobre el asunto y he terminado por aceptar que no podía, no, permitirme ese lujo, que si la vida ha de tener algún sentido, sin que tenga en absoluto ningún sentido, será porque desee hacer esto o lo otro, crear, pasear, viajar o llenarme la cabeza de grillos. Ah, pero tú todavía viajas, decía un sexagenario antiguo amante de los viajes a otro sexagenario de semejantes aficiones “en su tiempo”, como si tal tipo de actividad perteneciera y al ámbito de lo caduco o a una locura propia de otros tiempos.

Es un planteamiento bastante lógico. Uno puede cansarse de la reiteración con que hacemos esto o lo otro y desear dejar de hacerlo, pero, ojo, ¿qué sucederá si nos vamos de la mano y un día nos despertamos sin ganas de levantarnos porque poco a nos hemos ido quedando sin una motivación para dejar la cama y ponernos en acción?

No sé muy bien cómo hay gente que se mete en este blog y resiste un día sí y otro también la lectura del mismo, que haberlos haylos, y muchos, que lo sé de buena tinta. Me sorprende porque, es tanto el empeño que pongo en desbrozar mi propio panorama personal, ideas, reflexiones o asuntos que me surgen, que pienso que, o las cabezas de los otros, sus vidas y emociones no son muy diferentes a las mías y entonces en algo comparten este embrollo mental en que me sumerjo a veces, o acaso, engañados por el título o los caminos que recorro caen en mi blog buscando algo que no es lo que buscaban. Cosa que, por cierto, que puede tener miga, porque uno encuentra muchas veces precisamente cuando no busca, algo así como si los enanitos de cada uno se concitasen por su cuenta y riesgo para traer por imprevistos caminos a su dueño algo que este puede apreciar.

Dice Vila-Matas que todos deseamos rescatar a través de la memoria cada fragmento de vida que súbitamente vuelve a nosotros. Necesito tener razones suficientes para que este arranque que me dio esta mañana de querer sustituir la escritura de mi crónica por jugar una partida de ajedrez no me obligue a dejar la escritura. En cualquier caso tomo nota. Estoy completamente de acuerdo en este punto con Vila-Matas.

Los caminos, como los libros, son cosa que lleva mucho tiempo y esfuerzos; por ello leerlos o recorrerlos debería ir acompañado con una mínima garantía de éxito; dicho con otras palabras, que entre elegir un libro pichi pichá y una apasionante obra literaria tonto sería el que eligiera cualquier bobada de las que salen al mercado continuamente. De los camino otro tanto. Entre meterte en un Camino de Santiago donde te cueces los pies todo el día pisando asfalto y hacer una ruta como esta del Camino Lebaniego uno se queda, claro, con esta última. Cuando proyectamos hacer un Camino de Santiago, o un GR o cualquier paseo por la montaña es obvio que lo que debería primar al hacer la elección debería ser su belleza. Ah, la belleza hasta en la sopa… Y es verdad. Si te enamoras que sea de un alma bella, si quieres ver una película o leer un libro, pues pediremos que sean bellos. Y así sucesivamente. Pues eso, que este Camino Lebaniego es sin ninguna duda lo más bello en Caminos de Santiago que conozco; y creo que ya van para una veintena los que he hecho.

Hoy me encontré con uno de esos ángeles que frecuentan los caminos, se llama Carmen y ya había intercambiado unas pocas palabras con ella en el primer albergue que visité. Hoy tomaba por encima de Potes el sendero que lleva al Monasterio de Santo Toribio de Liébana cuando oí a mí lado un familiar “hola”; pequeñita, de mirada tranquila, iba tocada con un gran sombrero negro de paño. ¿No me reconoces?, dijo. Sí, sí la reconocía. Subimos charlando animadamente, no notaba la cuesta. Era agradable, siempre se me hace agradable hablar con una mujer. Y como en el Camino estoy como en mi casa, mejor razón para ello. A Carmen me gusta caminar sola, sólo que se pone algo nerviosa cuando la niebla se echa encima y el gps oscila indeciso en su jaula de cristal. Tiene cojones la de cosas bonitas que transitan por este mundo. La habilidad que he adquirido últimamente para llevar una conversación y a la vez estar recreándome en la belleza de un rostro, en el encanto de una sonrisa, hace que estos breves encuentros, por pequeños que sean me deparen un agradable placer. Ella quería ver el Lignum Crucis del monasterio, lo que exigía caminar hasta no sé dónde, y yo deseaba hidratar lme de inmediato en el albergue, así que nos despedimos hasta un rato después.


albertodelamadrid.es


















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