Un día de niebla en La Maliciosa





Hoya de San Antón, Pedriza, 2 de junio de 2018

Como todavía no sé si el proyecto de subir el K2 el próximo invierno seguirá adelante ;-) he decidido no cejar en mis entrenamientos, así que este finde mi amiga Nuria y yo decidimos apostar alto y escalar la sur de La Maliciosa pese a que lo sherpas locales estaban en huelga y nos iba a tocar cargar con nuestros pertrechos desde el campamento base hasta la cumbre.

En el campamento base, una furgo Vito, llovía desde el amanecer, pero entre que preparábamos las tostadas, untábamos la mantequilla y bufaba la cafetera se fue despejando lo suficiente como para que decidiéramos ponernos en marcha. Después de más de medio siglo el paisaje humano ha cambiado; los caminantes éramos minoría en relación a esos modernos corredores que pueblan todas las montañas de Europa. Me comenta Nuria que son gente que parece tener mucha prisa y no tengo más remedio que contradecirla y hablarle de esas dichosas sensaciones que nos acompañan a veces en la vida y a cuya caza no está nada mal dedicarle el tiempo. Y es que a mi esta gente me da una santísima envidia. En una época en que hacía maratones probé subir a Siete Picos corriendo desde las Siete Revueltas y creo que todavía conservo el gusto de aquello, un ramillete de sensaciones que de no haber tenido problemas con la rótula no habría dudado en volver a recolectar subiendo a todas las cumbres del Guadarrama a la carrera.

Al margen de las bromas sobre el K2, la verdad es que el valle de la Barranca, además de su belleza tiene un especial encanto; para mí sobre todo el de ser el primer recorrido que hice en Guadarrama; ahora se cumplen cincuenta y tres años de aquella primera ascensión a La Maliciosa que sería el flechazo que recibe aquel que, incorporado a los avatares del mundo tras la adolescencia, encuentra pequeño el traje que le ofrece la sociedad y de golpe descubre un tesoro escondido entre la rusticidad de los peñascales, el vuelo de los buitres o la sencilla humildad de los narcisos. Mirar con los ojos con que yo me asomaba a aquellas mis primeras montañas, Cabezas de Hierro, el panorama de Pedriza donde el sol cubría de reflejos el embalse de Santillana, la más lejana cumbre de Peñalara, La Peñota, los de un adolescente que hasta entonces no había vivido más aventuras que las de los libros de Emilio Salgari o Julio Verne, era desembarcar en una misteriosa tierra que prometió desde el mismo momento de alcanzar la cumbre de La Maliciosa, un largo y amoroso noviazgo. Si los enamorados todos corren el peligro de ser candidatos al manicomio a mí debió de suceder me algo parecido.

Dos meses después de aquella excursión, y tras ahorrar para un equipo rudimentario de principiante cometimos nuestro primer gran error que nos pudo costar la vida. La historia se saldó con un principio de congelación. Salimos una mañana de un domingo del mes de enero con apenas ningún conocimiento, sólo nos acompañaba eso, el flechazo que habíamos recibido semanas atrás y la ilusión de alcanzar aquellas dos montañas en forma de joroba de dromedario que ocupaban el horizonte nada más abandonar la estación de ferrocarril de Cotos. El tiempo estaba dudoso pero aquello no nos echó para atrás. Dejamos a nuestra izquierda el Pingarrón y con nieve bastante profunda nos aproximamos a las laderas de Cabezas de Hierro y con las nubes a poca altura de nuestras cabezas. Comenzó a nevar, siguió nevando más fuerte y cuando quisimos darnos cuenta estamos envueltos en la niebla. Perdimos las huellas de regreso en medio de una ligera ventisca. Nos perdimos totalmente. Ni idea del terreno en donde nos movíamos. Vagamos toda la noche por la nieve, a veces hasta el pecho porque caigamos entre las retamas. De linterna nada, claro. Nos caímos a un río en medio de la oscuridad. Parábamos de vez en cuando. Ateridos de frío, sentados uno al lado del otro nos golpeábamos para no dormirnos. El amanecer nos pilló casi al límite de las nieves exhaustos y sin fuerzas para dar un paso más en la ribera derecha del río. Muy a lo lejos veíamos un pueblo; se trataba de Rascafría. Emiliano de Diego fue mi compañero de aquellas primeras experiencias. Éramos entusiastas pero muy imprudentes. Aquella noche de vagar por nieve profunda pudo ser nuestra primera y última aventura en la montaña.

Pero hoy nuestra ascensión estaba lejos de aquella noche de penuria. Cuando llegamos a la fuente de la Campanilla ya andábamos enredados en una interesante conversación sobre el tantrismo a raíz de las transformaciones que se producen en la biología cuando uno se encuentra en situaciones extremas, momentos en los cuales el organismo tira de ocultas reservas que hacen que sus practicantes experimenten estados de supraconciencia u obtengan según los casos sofisticados placeres, por ejemplo, con técnicas de  control  sexual. La práctica de velar un cadáver en soledad durante un largo tiempo, junto con técnicas diversas que ponen al individuo en situaciones críticas daba la impresión de que ponían su grano de arena para aproximarse a la comprensión de la vida. La idea de que uno tiene que morirse obviamente la tenemos desde siempre, sin embargo la cantidad de tonterías que cometemos actuando como si la vida fuera a durar eternamente, parece que pone en cuestión ese conocimiento. El cómo nos quitamos de en medio a nuestros cadáveres en Occidente da una idea de lo poco que aprovechamos el conocimiento que la muerte nos sirve en bandeja cuando fallece alguien cercano.


El repecho de más arriba, cuando se abandona el bosque para atravesar largas pedreras, hizo que desistiéramos de seguir dándole vueltas a asuntos orientales. La niebla levantaba aquí y allá un poco, pero indecisa, como si no se atreviera a dejar la comodidad del lecho en un día de pereza, se arrastraba lánguida por las laderas.

Cómo decía el otro día el amigo Cive mientras caminábamos al norte del Alcazaba, la vida es un juego. Se lo decía ahora yo a Nuria, sí, más o menos aquello de “La vida es una historia contada por un idiota, una historia llena de estruendo y furia, que nada significa” y que encontramos en Macbeth. Ahora hablábamos de las relaciones de pareja, esa enorme seriedad que asignamos al hecho de la fidelidad, que habría que poner entre comillas, porque pareciera que la fidelidad es algo que ronda siempre la genitalidad, cuando en realidad debería ser un asunto de confianza y respeto mutuo, que habiéndolo no tendría que ser menoscabado cuando se tienen relaciones abiertas. Atarse a contratos y tener que sancionar la confianza y el cariño mutuo pasando por la oficina de un notario o de un alcalde, a mí, le decía a Nuria, ya me parece un primer y significativo acto de desconfianza mutuo. Un juego, sí, aunque el juego tenga en ocasiones la complejidad de una partida de ajedrez en que uno tiene que defender posiciones y asegurar el futuro de la integridad del rey. Un juego para entender que no se pueden desperdiciar tantas oportunidades de jugar que la vida nos ofrece, incluidos naturalmente todo ese maravilloso abanico de los juegos amorosos que son sustancia de todo ser humano.

En las cercanías de la cumbre se veía un mogollón de gente. La niebla cubría por entero la Pedriza. En la cima había un ambiente de fiesta. Fue necesario hacerse las fotos de rigor antes de hincarle el diente al jamón, el chorizo o los dátiles. Una de las últimas veces que subí a esta cumbre, le contaba a Nuria, el sol apuntaba en el horizonte. Habíamos subido con luna llena y el espectáculo del sol irrumpiendo en el tapiz nocturno de luces del llano de Madrid, el color ámbar de la mañana bañando las picorotas de las montañas de los alrededores nos hacia espectadores de excepción.






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