“Sobre el supuesto de que los hombres son
corderos erigieron sus sistemas los grandes inquisidores y los dictadores”
(Erick Fromm, El corazón del hombre)
Hochfügen,
7 de julio de 2018
Gratzenkopf
– Kreuzjoch Kellerjochütte - Hochfügen
De
nuevo una delgada felicidad me visita. La última vez caminaba en una fría
mañana de niebla bajo la lluvia por un tortuoso camino que atravesaba montañas
invisibles. Hoy estoy tumbado dentro de la tienda y en el ábside todavía se
posa el ámbar de la última luz del crepúsculo. ¿Por qué este bienestar
inesperado? ¿El juego de los contrastes, la dicha de cuando tras varios días de
lluvia al fin llega el sol reparador y todo parece más humano, la vida más
confortable? Quizás esta soledad liberada de la incertidumbre de lo que vendrá
por delante mañana, la lejanía del enjambre que deje atrás ayer, los centros
comerciales, el tráfico, todo eso que no es la paz del camino, eso que no es el
anonimato indiferente del público que circula por la calle o hace compras en
esos espacios modernos donde se concentra una gran parte de la actividad de una
ciudad. La ciudad y su actividad frente a la rareza de quien huye de ella para
perderse en el monte, lugar por excelencia para encontrar cristalina y
cantarina, no siempre, a ratos, esa clase de felicidad que visita de tanto en
tanto al vagabundo, ese frescor con sabor a menta, esa placidez de quien se
duerme como un niño chico después de haber pasado el día jugando, hablando,
señalando con el dedo todo lo que llama su atención curiosa.
¿Dónde
está uno cuando no está donde está, sino, pongamos por ejemplo, en una película
que se desarrolla en el siglo XVII y muy lejos de los Alpes, metido como uno
más de la nobleza en el escenario de un Londres en llamas o en una fiesta de palacio?
Es una situación parecida a cuando se está creando algo que acapara todos
nuestros sentidos. Stefan Zweig explica, lo refiere a la situación que se
produce en la actividad creadora, que el artista no puede expresar lo que
sucede en sí precisamente porque está fuera de sí. En el caso de hoy era estar
en los momentos de la peste en Londres, en medio de un incendio que arrasa la
ciudad y, especialmente, en la irresistible ambición de Amber St.Clair,
interpretada por Linda Darnell. La película, basada en la novela de Kathleen
Winsor (1919-2003), Forever Amber,
que tuvo importantes problemas con la censura, arranca en una época en que las
posibilidades de la mujer para decidir sobre su persona eran nulas. El film se
centra en la ambición desmesurada de la protagonista, que de hija de ganaderos
escala escena tras escena posiciones sociales hasta lograr el título de duquesa
y posteriormente amante del rey. Pero acaso, y creo que ello es más
significativo, la relevancia de Amber a lo largo de la película, con sus
continuas luchas, que oscilan entre
atender a un amor verdadero por Bruce Carlton (Cornel Wilde) y su ambición por
escalar posición social en la corte, se sitúa en el hecho de ser capaz, desde la
situación totalmente dependiente de la mujer en aquella época, de superar todas
las convenciones para situarse en un status de igualdad respecto al hombre, si
no en una condición superior, valiéndose de ese gran don de muchas mujeres, que
es su belleza a la que une la fuerza del amor cuando su amado cae presa de la
peste. La imagen de esta mujer junto a su amante en el caos de la peste negra
me recordaba otro gran amor que personificaba Marlene Dietrich acompañando a
Gary Cooper en una misión peligrosa por el desierto junto con otras mujeres en
Marruecos, de Sternberg, representando uno de esos amores incondicionales en
donde la muerte pasa a segundo plano ante la necesidad de cuidar al amado. De
nuevo Eros y Tánatos se abrazan. La historia de una ambición, sí, pero sobre
todo, y más significativamente, la lucha de una mujer fuerte que sabe
sobreponerse a los dictados de la época y hacer valer su persona con toda la
fuerza de la sociedad en contra. No obstante, la desmesura de la ambición
llevará a la protagonista a un fondo de saco sin solución.
Un
gran paseo también la película por la Inglaterra del siglo XVII, sus hábitos,
acontecimientos históricos, costumbres, clases sociales.
Abandoné
el tranquilo collado de mi vivac en un ambiente pesado de nubes ceñudas. Hacía
frío. Una larga cresta cuajada de rododendros y matas de arándanos se elevaba a
partir de allí como sucesivas jorobas de camellos, cada cual más elevada hasta
terminar en la cumbre del Gratzenkopf donde se erguía una gran cruz de madera.
No creo que haya cumbre en Austria donde no falte una cruz de éstas. En la siguiente
cima, Kreuzjoch (2335 m .),
una hora y media después, el fervor religioso de los austriacos les había
llevado a construir una pequeña ermita abierta al culto en la misma cima. El
refugio Kellerjochütte quedaba un poco más abajo. Domingo como era la concurrencia
era numerosa. Un magnífico mirador sobre el valle, gente animada contando
chascarrillos y un servicial y amable jovencito ejerciendo de camarero hacían
agradable la estancia en el refugio.
El
sendero seguía ahora, en dirección a levante, una larga crestería que terminó
por desplomarse por seiscientos metros de desnivel sobre las praderías de
Loassattel, un par de horas que aproveché para comenzar la lectura de EL corazón del hombre, de Erick Fromm.
Una triste evidencia asalta al vagabundo en el mismo comienzo: “Parece que la
mayoría de los hombres son niños sugestionables y despiertos a medias,
dispuestos a rendir su voluntad a cualquiera que hable con voz suficientemente
amenazadora o dulce para persuadirlos… Sobre este supuesto de que los hombres
son corderos erigieron sus sistemas los grandes inquisidores y los dictadores”.
Para qué hablar tanto, discutir tanto, cuando la realidad está ahí
omnipresente. A veces lo llamamos ignorancia, pero es obvio que hay grandes
mayorías a las que se les puede convencer de lo que sea usando de las artimañas
de siempre. Si bastan unos pocos montajes para convencer al mundo de que Irak
tenía armas de destrucción masiva, si basta el manejo de la teletonta para
dirigir el voto hacia dónde “algunos” quieran, si la mayoría de los hombres son
niños sugestionables, como afirma Fromm, ¿Qué quedará por hacer mientras los
ciudadanos no sean capaces de elaborar criterios por sí mismos?
¿Y
quiénes son algunos tras los que los corderos van, han ido en los últimos cien
años? Y como consecuencia ¿cuantos cadáveres han quedado con el vientre abierto
a lo largo y ancho del mundo? Habla Erick Fromm de alguno de estos personajes a
cuya manifiesta necrofilia están anexados tantos cadáveres. Y me llama la
atención que Fromm, desde su lejana mesa de trabajo en Estados Unidos, se
acuerde de un necrofílico como Millán Astray. Cuenta de un discurso de Astray
en la universidad de Salamanca. Un lema favorito de este hombre era: “¡Viva la
muerte!” y que uno de sus partidarios gritó en el acto. Cuando terminó su
discurso el general, se levantó Unamuno y dijo «… ahora acabo de oír el
necrófilo e insensato grito: “Viva la muerte”. Y yo, que he pasado mi vida
componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían,
he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece
repelente. El general Millán Astray es un inválido. No es preciso que digamos
esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra”.
En
este momento, Millán Astray no se pudo detener por más tiempo, y gritó: «¡Abajo
la inteligencia! ¡Viva la muerte!». Pero Unamuno continuó: «Éste es el templo
de la inteligencia. Y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado
recinto. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis.
Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaríais algo que os
falta: razón y derecho en la lucha.»
Por su jeta los conoceréis |
Había
desayunado bien y el mediodía me pilló sin apetito cuando llegaba al
restaurante en el fondo del valle. Di un estirón de dos horas y media en suave
ascenso para llegar al tinglado turístico de Hochfügen, una desolada estación
de esquí donde casi todo estaba cerrado. Encontré un pequeño local en donde
comer un poco y comprar algo para la cena. Nada más salir de allí empezó a
llover lo suficiente como para que me planteara de inmediato buscar un lugar
para mi vivac.
Como
es obvio que nuestra graciosa sociedad no gusta de los vagabundos, después de
comer, ante la amenaza de lluvia, tengo que hacer todo lo posible por buscarme
un sitio discreto donde los ojos de los curiosos no puedan llegar. A veces es
más fácil dormir en una marquesina de autobús que en un lugar discretamente
transitado. No quiero que me salga ningún agente de la autoridad leyéndome la
cartilla de que está permitido dormir pero no en una tienda. Los políticos
austriacos han encontrado la cuadratura del círculo en este aspecto. Cuando el
otro día hablaba con el guarda que al final consintió en dejarme pasar la noche
en la tienda, me explicaba que ante una amenaza de lluvia podía utilizar una
capa o similar pero no una tienda para protegerme del agua. También dormir
pero, de nuevo, sin tienda. En el otoño pasado, en el Pirineo Aragonés nos
despertó la guardia civil para decirnos que en Aragón no estaba permitido dormir
en un coche. En esta parte del mundo, Europa, quiero decir, el grado de
subnormalidad es tan elevado que a los políticos no les llega a la cabeza el
sentido común de que todo el mundo tiene derecho a protegerse de las
inclemencias del tiempo. Estás en el monte, se pone a llover y puedes
protegerte con un paraguas, una capa, pero no con unos trozos de tela que
eviten que te mojes. En conclusión, eran las cuatro de la
tarde, mi hora ya de descanso, y me dediqué a buscar un lugar discreto, lo que
encontré en la misma orilla del río. Sólo un helicóptero podría avistar mi
tienda.
Amo
la cercanías de los arroyos donde el agua canta incansable acunando mi sueño
por la noche, pero me temo que tanta música y a tan alto volumen está reñida
con silencio que requiere una sala de cine. Veremos que resulta. La lluvia, que
parecía iba a ser la tónica a esta hora, parece haberse retirado a otros
rincones del monte.
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2 comentarios:
Como apunte, simplemente resaltar que lo que dijo Millán Astray parece ser "Muera la intelectualidad traidora", que no es lo mismo, a lo que José María Pemán, tratando de calmar el ambiente, respondió, "Mueran los malos intelectuales", que viene a ser lo mismo...
El que transmutó la frase a "muera la inteligencia", mucho más panfletaria, fue el sr. Serrano Suñer, que ni siquiera estaba presente.
Fuentes:
http://hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/madrid/abc/1964/11/26/003.html
https://elpais.com/diario/2009/10/18/domingo/1255837958_850215.html
Y en otro sentido parecido: http://www.elmundo.es/cronica/2016/09/22/57dff887468aebcb0d8b45d2.html
No entro ni salgo y desconozco cuales eran las fuentes de Erick Fromm. Como no soy adicto al ABC prefiero quedarme con la versión de Fromm, aunque también es cierto que no hace referencia a sus fuentes. Gracias de todos modos por tu aclaración.
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