En el reino de Fanes, Lagazuoi, Tofana




 Lagazuoi – Tofana, 19 de julio de 2018

Alta Vía Dolomitas 1: Cercanías del refugio Biella – Refugio Pederü – Refugio Fanes - Lagazuoi–Tofana


Quizás me llevaría más de hora y media todavía llegar al refugio Biella. El camino no ahorraba esfuerzos ascendiendo por lugares que requerían el uso de los consabidos cables de acero. Un mundo de piedra clara que hacía aconsejables las gafas de sol trepaba entre paredes verticales. Un buen comienzo para hacer entrar en calor a mis piernas. En el refugio Biella me atendió enseguida la señora Laura, una de esas personas cuya función en la vida parece ser hacer agradable la de los demás. No tardamos en pegar la hebra sobre España y el camino que traía. Y como ser español siempre atrae simpatías por estos pagos en pocos minutos allí estaban también Anna, que había abandonado la fregona al otro lado de salón, y María, la cocinera, que quería aprender español y saber sobre qué partes de España era mejor visitar primero y preguntando qué camino de Santiago me había gustado más. Fue una pena marcharse después de un suculento desayuno y una conversación tan animada.


El altiplano de Funes, que recorría el sendero, está rodeado de montañas emblemáticas de entre las que sobresale a lo lejos la bella mole del Monte Pelmo. Un apacible paseo hasta que el camino se precipita sobre el profundo valle del refugio Pederü con una fuerza impetuosa. En el descenso me paran dos veces. Una señora que sube echando el bofe me pregunta que cuánto falta. ¿A dónde?, le contesto. Le da lo mismo, no conoce la zona, a algún sitio donde sus sufrimientos terminen. Le digo que a una hora y media aproximadamente hay una baita donde se puede beber algo. Pone unos ojos de platos como si hora y media todavía fuera más que lo infinito del tiempo. Poco más abajo una pareja de entre los cuarenta y los cincuenta me paran. Él me dice: Lei credi che ve la faciamo? y mira hacia su pareja como si dijera, así, viéndonos a primera vista, ¿crees que seremos capaces de llegar a algún sitio? Les digo que son mucho más jóvenes que yo así que: claro que podrán. La cuesta, es verdad, se las trae.


En el refugio Pederü solo paré a echar un trago de agua y llenar la cantimplora. Ahora tocaba subir otro tanto de lo que había bajado. El sol pegaba con fuerza, pero las curiosas aventuras de Tartarín con su camello y con un león de feria con que se tropezó hicieron amena la ascensión. Mi Tartarín de Tarascón, que terminé antes de llegar al refugio Fanes,  al fin no se marchó a los Alpes como yo suponía, sino que prefirió llegarse hasta Argelia a cazar leones. El Tartarín Sancho y el Tartarín don Quijote, como le sucede a la familia que soy yo mismo, porque uno no es uno solo, está claro, sino un conjunto de personajes que no ahorran esfuerzos para estar de tanto en tanto en desacuerdo, se pasan la vida litigando. Todo el mundo tiene en sí un Sancho, cachazudo y realista y un don Quijote idealista que gusta confundir molinos de viento con gigantes malévolos a los que combatir, con lo cual uno se encuentra en muchos momentos sin saber a qué santo encomendarse. Tartarín, que es un hombre al que como don Quijote las lecturas de libros de aventuras trastocan el magín, no tiene nada del don Quijote idealista dedicado en cuerpo y alma a desfacer entuertos, Tartarín es un acomodado burgués que vive en las nubes y que se deja llevar por la vida y el halago de cuantos le rodean, lo cual en determinado momento le pone en la tesitura de la inevitabilidad de hacer reales sus fantasías por imperativo de la imagen que se han formado de él sus conciudadanos. Entre ser un loco idealista y un loco inducido por el amor propio o por la presión social, hay un universo, sin embargo el gusto que uno encuentra en este despistado personaje quizás responda a esa parte que todos somos de Tartarín de Tarascón. Nos empeñamos en cazar leones, donde por otra parte no los hay, y como le sucede a nuestro personaje, un día toma el autobús en Argel, y frente a él descubre unos ojos negros que lo miran por encima de su velo y que le dejan el corazón temblando como una patata frita, y aquí se acabó la aventura de los leones. Los ojos negros se apean, él la sigue, la pierde y pasa dos semanas enajenado en la búsqueda de aquella mujer de la que sólo conoce el brillo de sus ojos negros.


Es una delicia leer esta clase de libros porque entre bromas y serios uno termina descubriéndose como un personaje de novela paradójico en donde don Quijote y Sancho siempre están librando una soterrada lucha de intereses. Incluso descubriendo aspectos de nosotros mismos que no conocemos. En Cartas desde mi molino, Daudet cuenta la historia de un empirigotado alcalde que debe largar un discurso a sus convecinos en determinada festividad. El hombre, vestido hoy de gala, está preocupado porque no logra dar forma a su discurso. Toma el carruaje que le ha de llevar al pueblo, siempre pensando en las palabras que ha de pronunciar, y en determinado momento pasa por un bosque y manda parar al cochero para reflexionar todavía un poco a la sombra de un pino. Está en ello  cuando de repente un pájaro se posa cerca de él y le pregunta por lo que está haciendo. Éste se lo explica y el pájaro no le entiende. A todo esto muchos animales del bosque le han rodeado y se establece una animada conversación con el alcalde. En el pueblo están preocupados porque el alcalde no llega y deciden ir a buscarle. Lo encuentran descansado bajo el árbol absorto en componer poesía.

Estamos metidos en el engranaje de la vida, obligaciones, trabajos por hacer, compromisos y de repente se produce un cortacircuito y ya somos otro, ya podemos hacer poesía o emborracharnos con el canto de los pájaros; lo demás nos tiene sin cuidado. A veces hay que jugar a ser Tartarín, don Quijote o el alcalde de la historia de Daudet para tener acceso a un estado de conciencia que nos permita romper con la rutina que nos encadena, diría vagamente el moralista de turno.


En estos refugios tan frecuentados se come bien siempre que tu bolsa esté bien repleta de monedas. Chicas atentas y serviciales, pese a la falta de propina, que uno es contrario a esas cosas, y que sonríen lo justo para que el cliente se sienta a gusto. Me había demorado algo con el principio de esta crónica y cuando me di cuenta era ya la hora canónica de buscar un lugar para pasar el resto de la tarde. Salí fuera, pegaba un sol de justicia que hacía daño a los ojos. Visto lo cual añadí medio litro más de agua a mi acostumbrado aprovisionamiento; ello más un litro de leche hacían dos litros y medio. Sería suficiente.

Mis botas están blancas de trajinar por las pedreras, las rocas deslumbraban en su blancura. Detrás de mi apareció imponente una gran montaña, la Furcia dai Fers. Más adelante, tras un cambio de rasante aparecieron las moles de Le Tofane, esas inmensas montañas, todo un mundo, que se levantan al norte de Cortina d’Ampezzo. Seguí el camino que se dirige a las cimas de Lagazuoi hasta encontrar, al fin, un lugar ideal para pasar la noche.
















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