La adhesión a la madre




Gasthaus Karlsteg, 10 de julio de 2018

Eisberghütte – GeschoBwanhaus – Finkenberg – Gasthaus Karlsteg


Apenas tuve que subir media hora para de golpe encontrarme frente a uno de esos hermosos espectáculos que ofrecen los Alpes de grandes y bellas montañas por doquier. Montañas con los pies en profundos valles donde crecen, como las setas, visto desde las alturas, ristras de casas que se agrupan aquí y allá sustituyendo a los enanitos de los cuentos. Un mundo éste, el Tirol, que de hecho parece fabricado expresamente para el invierno. La profusión de arrastres y establecimientos hoteleros, cerrados muchos de ellos, dan razón de esto. Mientras desciendo hacia Finkenberg, mil metros de desnivel más abajo, trato de imaginarme esto en invierno, un mundo muy especial hecho exclusivamente del blanco niveo del frío, las montañas todas una torre de nata y las laderas un hormiguero humano de esquiadores deslizándose elegantemente en la nieve. Los tejados cubiertos de grandes masas de nieve, los pasillos entre las casas, el frío saludable.



Descendiendo de los altos de GeschoBwanhaus, donde había desayunado, hablaba por teléfono con Victoria de esa paradoja que se da cuando atendemos con prontitud a todos los avances técnicos que estas últimas décadas nos traen frente al poco caso que hacemos de las investigaciones en el campo de la psicología o el psicoanálisis, vale decir de todo aquello que atañe de manera esencial a nuestra conducta y a nuestro estar en el mundo. Hoy, a raíz de la lectura de Fromm, me llamaba especialmente la atención la dependencia de la madre, madre protección, madre cobijo y consuelo, que es la madre y que lo es la religión, un partido político, la tribu, un grupo de amigos, todo aquello que nos proporciona un entorno de acogimiento y seguridad; me llamaba la atención por las implicaciones que tienen de uno u otro modo en nuestra vida posterior. El sentirse codo con codo con otros bajo la tutela de una madre, un dios, un partido político, un equipo de fútbol ante la posibilidad de la agresividad del mundo exterior conforta. Sabemos paso a paso cómo funciona un motor de explosión, pero obviamos las razones en que se apoyan muchos de nuestros comportamientos, sin tener muy claro como funciona el psiquismo interno. Los caminos que siguen las relaciones de las parejas, sus fases, casi sus previsibles desenlaces tras unos años, los problemas que subyacen en la educación de los hijos desde el mismo momento de su nacimiento, nuestras tendencias narcisistas, necrófilas o biófilas. Inventamos dioses y cultos que son proyección de nuestras necesidades inconscientes y que distintas culturas expresan de parecidas maneras en lugares dispares del mundo, la diosa Isis en Egipto, la Pachamama en el imperio Inca de los Andes, la Virgen María en nuestras latitudes de Occidente. Principios generales que rigen nuestras vidas, nuestros deseos y que con el tiempo el corpus social asume inventando “madres” que atenúen la desazón o los peligros.

¿Qué es, desde nuestra biología, nuestras necesidades psicológicas, emocionales, de seguridad, lo que nos mueve desde el dónde de nuestra lejana historia de seres humanos en gestación? ¿Y si eso que nos mueve fuera de radical importancia no sólo para el individuo sino para el resto de la humanidad? ¿Y así, por ejemplo, si como estudio previo a la historia de la Segunda Guerra Mundial o a los acontecimientos que sucedieron a la revolución de Octubre en Rusia, estudiáramos las personalidades de Hitler o Stalin, un ejemplo más, su narcisismo, su necrofilia, sus sistemas de compensación psicológica que, como consecuencia, proyectaron a un mundo de horror sin igual en la historia de la humanidad? Sucede como si los grandes problemas de la humanidad fueran fruto de accidentes, motivos de defensa o ambiciones de unos países sobre otros, cuando lo general sea que surgen esencialmente de las partes enfermas de individuos concretos. Quizás en una familia, en la relación con la pareja, con los hijos, un seguimiento de los problemas profundos de los individuos relacionados con la seguridad, el acogimiento, el cariño, la madurez, podría conducir igualmente a un “estado de paz” y crecimiento que no se da cuando nos zambullimos en la vida tal cual viene sin tener en cuenta los conocimientos que los estudiosos de las ciencias del hombre han descubierto en este último siglo y medio.

Como se ve las dos horas y media del descenso hasta Finkenberg daban para un rato de gimnasia mental. El aspecto salvaje de las montañas al otro lado del valle, incluida una más atrevida que asomaba discretamente como un Cervino sobre el valle de Zermatt, contrastaba con el aspecto civilizado y como de jardín inglés de la parte baja del valle.



No llegué a tiempo al supermercado y no era cosa de esperar allí dos horas y media, así que en mi macuto la única reserva alimenticia que quedaba siguió siendo la misma: un mendrugo de pan que me cabía en una mano. Esta vez no solo el mapa, sino también la web de la Vía Alpina, indicaban un restaurante a hora y media y otro más a tres horas. Después del fiasco de ayer la verdad es que andaba mosqueado; mucho más todavía cuando no me quedaba nada de reserva. El sendero de subida resultó oscuro y especialmente bello, era como caminar por un túnel en la semioscuridad. Después de un cuarto de hora los paseantes habían desaparecido y el entorno había pasado a ser un solitario camino de cuento donde alguna estirada seta asomaba el cuello entre el musgo. Compartí la subida con Beloved, la novela de Toni Morrison.


Una sopa no sé de qué exquisita, cordero asado en su jugo acompañado de verduras, una cerveza… un capuchino; y además otras delicadezas preparadas en dos bandejas de plástico para la cena. Cuando se come malamente uno o dos días la comida siguiente suele ser más agradecida de lo corriente. Se come bien en este país, sí, pese a su exagerada tendencia a abusar en los refugios de las salchichas.


Sentado con las piernas cruzadas frente a la puerta abierta de mi tienda veo, escucho llover. Es una lluvia tranquila que alborota un tanto descolgándose desde los goterones de las hojas de los árboles. Parece que le tengo cogido el pulso. Salí del restaurante, miré al cielo y ya supe que en media hora estaría lloviendo. El camino era tortuoso, pero a estas alturas casi me siento capaz de montar la tienda en cualquier sitio. Quedó instalada entre las piedras de un estrecho sendero después de que cayeran cuatro gotas. Ahora llueve sin más e intento hacerme una idea de las repercusiones de esa idea de Fromm, que compartía Freud, que consideraba la adhesión a la madre, entendido en el sentido amplio de que hablé más arriba, como uno de los descubrimientos de mayor alcance en la ciencia del hombre. Quizás no sea este diario de caminante, o como se le quiera llamar, un lugar para tales reflexiones, pero es tan sugestiva la idea… pienso, por ejemplo, en los tiempos oscuros de un día de lluvia como el de hoy en época prehistórica, sin restaurantes, tarjetas bancarias, carreteras, caminos, mapas, teléfonos, gps, pueblos, los hombres en cuclillas viendo llover desde la boca de una cueva, y necesariamente ese hombre tendría que terminar en algún momento por anhelar el vientre materno, su seguridad, alguien que le protegiera frente a la agresividad del medio. Anhelo que se desplazará más adelante hacia la creencia de un dios, que lo será también la tribu, que lo es la familia, el Estado. Con la punta de mi bastón de ciego voy recorriendo los párrafos de Fromm tratando de no confundir la pata de un elefante con el tronco de un árbol y, pese al tecnicismo del texto, encuentro de continuo explicaciones a problemas cotidianos que antes no la tenían: el comportamiento “anormal” de una hija con su madre, el asidero de la raza aria en Hitler como expresión de una descompensación personal específica, las consecuencias de una personalidad necrófila…



He descubierto que si la lluvia no es muy fuerte y no hace viento, tener la puerta de la tienda abierta me hace disfrutar mucho más del momento. Hoy casi me alegro de que esté lloviendo. Tranquiliza mi ánimo, suaviza mis disposiciones. Ayer terminé con la película de Mizoguchi, La emperatriz Yang Kwei-fei, que, inesperadamente, del entorno de cuento de hadas y los colores suaves pasó de repente a las convulsiones de la corte y a la lucha por el poder. En esta segunda parte me pareció en todo momento estar presenciando una obra de teatro de corte clásico con planos y decorados que sólo entraban con vaselina en el desarrollo épico que se proyectaba. El emperador y sus cortesanos parecían a última hora de juguete. No obstante ahí quedaban como genuino arte japonés ese binomio de la belleza de los ciruelos en flor mezclado con la sangre y la muerte de la emperatriz  Yang Kwei-fei. El punto de transición, no obstante, aparece como lo mejor de la película, ese momento en que el emperador Xuan Zong y su amada se escapan de palacio para disfrutar en la calle de la fiesta del pueblo.


El dueto de la música de los cencerros y la lluvia sigue sonando en el auditorio de la tarde.













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