Nuevo destino: los glaciares al sur del Eiger


Glaciar Aletsch, Suiza


Al norte de Domodossola, 29 de julio de 2018 

De nuevo en la Vía Alpina.


Al fin he logrado salir de mi sopor. Viajo en tren por la llanura interminable del Po entre Padua y Milán. La monotonía del paisaje y la hora temprana me habían sumido en el dormitar de los largos viajes en tren. Cuando abro los ojos estamos entrando en Brescia. Quizás hago mal en no hacer una pausa y bajarme aquí a saludar a Bertino y Anna, mis dos viejos amigos de montaña de la juventud, de cuando los tiempos de Nena, de cuando me vine aquí a preparar mis exámenes de Preu entre las montañas del Adamello; quizás debería haberme parado a saludar a Beppe, a Osvaldo, a Graziella, a Maria, la prima de Nena; quizás, pero me temo que muchos de ellos ya no vivan. La última vez que pasamos por aquí, hace nueve años Bertino ya estaba muy mal de salud. Todos ellos eran bastante más mayores que yo, así que… A los amigos se los lleva el tiempo, la vida va dejando en el camino sus rastros de muerte a la vez que incorpora nuevas vidas al ritmo anónimo y palpitante de la existencia general. Amigos que me acogieron con el cálido confort de la amistad, con los que escalé e hice bellas travesías en esquís en el espléndido escenario del Adamello y las Dolomitas y que ahora evito visitar porque no sé si están vivos o muertos.

La próxima parada será Bérgamo y el recuerdo del final de un viaje en auto-stop en unas navidades; las calles envueltas en la neblina de seda que un pintor del Renacimiento había pintado para mí mientras subía una empinada calle adoquinada camino de la Pinacoteca donde yo estaba empeñado en ver el cuadro del Cristo muerto, de Mantegna después de haber pasado un largo rato contemplando su otra obra del Prado, El tránsito de la Virgen. Por entonces la obra de Eugenio D’Ors, Tres horas en el museo del Prado había dejado en mí una gran impronta al punto de forzar en parte un viaje en auto-stop en invierno para seguir viendo obras de maestros de la pintura que había contemplado con tanto placer en Madrid (tengo un enanito a mi espalda que me da un toque en el hombro y me susurra: ya, ya, con Mategna; menudo estás hecho tú, como si aquella Líbera de cuerpo llenito y ojazos negros no fuera el alma del delito de la razón de un viaje de dos mil kilómetros de hacer dedo. Tú ya no te acuerdas de lo loquito que estabas tú por aquel cuerpo bonito. Pues, sí, leñes con que uno quiera justificar con algunos cuadros esas cosas que pasan por cuore cuando tienes veintiún o veintidós años). En Bérgamo no sólo pude ver alguna de las mejores pinturas de la época de Mantegna, fuera Botticelli, Bellini o Rafael, sus calles me habían regalado también el ambiente ese con que yo había idealizado la Toscana o las viejas calles de las ciudades antiguas del país.



Y mientras llegamos a Milán, en cuya estación dormí una heladora noche de invierno junto a los desarrapados y viajeros sin recursos, sólo porque allí quería ver el gran fresco de La última cena, de Leonardo da Vinci, cuyo estado de conservación no hubiera merecido la pena la inhóspita noche que pasé en la estación, a no ser por la visita posterior a la Pinacoteca de Brera. De todo este trajinar por museos de entonces el único responsable fue Eugenio D’Ors que me hizo adicto a la pintura italiana por muchos años (ya ya. Sí, de nuevo el impertinente enanito intentando poner los puntos sobre la i).


En Milán perdí el tren de Domodossola por unos minutos, lo que supondrá más tarde perder todas las conexiones con mi próximo lugar de destino hasta el día siguiente. El pasado año, cuando atravesé bajo la pared norte del Eiger, había echado una ojeada en el Google Earth a su entorno y había descubierto al sur del mismo el espléndido mundo de glaciares que lo rodeaba, entre ellos el Aletsch. Quedó en mí entonces el deseo de recorrer ese entorno en algún momento, que a la vez era un fragmento de la Vía Alpina que me faltaba por hacer. Así que hacia allí me dirijo con la esperanza de encontrar un terreno más benigno para mis piernas, que en estos días han empezado a quejarse más de lo que yo deseara. No tengo mucha confianza en que mi rodilla, a la que le ha salido un dolor extra muy agudo, se vaya aliviar, pero voy a intentarlo. Si la cosa no va me temo que tendré que regresar a casa. La ruta, de una semana aproximadamente, une dos de mis dos travesías anteriores de los Alpes, la de 2014 y la de 2017. La imagen del Google Earth de más abajo del itinerario a su paso junto al glaciar Aletsch puede dar una visión de lo interesante que puede ser el recorrido.

Este es el entramado general de los recorridos de la Vía Alpina

Me lo tomé con calma. Sólo necesitaba encontrar para después de la comida un lugar tranquilo para pasar la tarde, así que me alejé unos kilómetros de Domodossola y ladera arriba hallé una alameda donde mitigar el calor. Álamos del río… Y allí, como en lo viejos tiempos, encontré la grata compañía de la lectura, una historia, Matar un ruiseñor, contada por una niña de nueve años que me recordaba lejanamente Primera memoria, de Ana Maria Matute y que se ha convertido en mi novela preferida del verano. El verano y los libros. Ah, esas larguísimas tardes de los veranos de la infancia y la adolescencia, cuando el tiempo era hermosamente largo entre las páginas de un libro… ahora sin prisas y sin cometidos, tras la siesta abrir el libro y a la sombra, con las hojas de los álamos tenuemente balanceándose de sus pedúnculos, sumergirse en el modo de ver la realidad con lo ojos de esa niña, Jean Louise, cuyo padre, Atticus, abogado de profesión está defendiendo a Tom Robinson,  un hombre de raza negra al que acusan de una violación que no ha cometido, en una época en que tener la piel oscura propiciaba hacerles cargar con cualquier delito. Y recordar otro largo juicio en Los hermanos Karamazov, o en Doce hombres sin piedad, de Sidney Lumet. Y que el autor consiga tenerte en vilo durante un par de horas hasta olvidarte de donde pasas la tarde mientras te conviertes en una niña chica.


Después de pasar tanto tiempo en la cota de los dos mil metros casi agradezco la temperatura de esta hora primera de la noche tan suave, tan propicia para cerrar lo que ojos y hacer un paréntesis en este ajetreo de subir y bajar montañas.








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