Refugio
Vedrette di Ries, 16 de julio de 2018
Campo
Tures – Refugio Vedrette di Ries
El
día anterior había cambiado mi itinerario porque había por ahí algo que no me
gustaba y me dejé guiar por una aplicación, Maps.me, que me llevara por donde
quisiera a determinado punto donde se emprendía la subida al refugio Vedrette
di Ries. Fue un acierto inesperado. Esta mañana en la ruta “tropecé”, nada más
empezar a andar, con tres monumentales cascadas que parecían puestas ahí con su
fragor y espectacularidad para mi privada contemplación. Los adjetivos se
gastan o son insuficientes para describir estas hermosas manifestaciones. En
una de ellas, a la magnífica expresión de la naturaleza que creaba a su
alrededor una cortina de fina lluvia, se había unido la gracia escultórica de
la mano de un artista anónimo. Después me tocó hacer algún kilómetro de
carretera, pero el espectáculo del agua como saliendo de la entrañas de la
tierra derrumbándose decenas de metros sobre la profundidad del río mereció la
pena.
Me
esperaba una larguísima ascensión hasta el refugio, así que me lo tomé con
calma. Aproveché un poco de sol para desayunar en un prado y después, con la
calma propia de quien no va a ningún lugar en particular emprendí la subida por
un esmerado sendero que describía continuos bucles en el bosque hasta que éste,
como si alguien le hubiera prohibido el paso para trepar más arriba, se detuvo.
Tras un gran prado donde pastaban las vacas no había otra cosa que un desierto
de rocas, algunos neveros, picachos que mirarían indiferentes mi paso bajo sus
dominios.
Mil
novecientos metros de desnivel de subida es mucha tela para que mi cuerpo no se
resienta y en algún momento llegue a preguntarse, o le pregunten, como hizo
días atrás Pedro (Le Sheitan) del Navi, si es que uno no está algo zumbao. Me lo decía a mí mismo esta
tarde cuando todavía me quedaba una hora larga para llegar al refugio Vedrette
di Ries.Y es que el itinerario de la Vía Alpina no se anda con chiquitas y tan
pronto te pone delante una subida como la de hoy y un descenso de mil
quinientos como te hacer cabalgar todo el santo día a la altura de las nubes.
Pero bueno, las montañas son así, son eso, montañas que subir y bajar. Como hoy
estaba bastante deslomao me dio por
pensar de nuevo en esta historia loca de pasarse dos o tres meses partiéndome
el espinazo. Y es que por mucho que intentara cuadrar el balance del debe y el
haber de las cuentas de un verano subiendo y bajando montañas éstas no salían.
Fue el caso que vino a ayudarme en este revisar la contabilidad del verano de
mi estado de ánimo, Yuval Noal Harari con su libro Homo Deus. Harari se había pasado parte del día de ayer y algo de
la mañana haciendo futurología sobre las expectativas de la ciencia para
superar la muerte y convertirnos a base de tecnología en eternos, un asunto que
ni me va ni me viene porque durar cien o doscientos años más, o un millar si se
quiere me parece una estupidez ya que no se trata de durar mucho sino de vivir
mucho; y como escribía Séneca, no sirve de nada existir mucho si se vive poco.
Así que bueno, soporté todas las elucubraciones sobre esa pretendida bondad que
la ciencia nos puede preparar para dentro de cien o doscientos años, hasta que
la cosa entró en un terreno más fértil y empezó a hablar sobre lo que realmente
interesa al ser humano, es decir, la felicidad. Tras especular sobre lo que
esto sea y llegar a la conclusión de que el progreso y alto nivel de vida
apenas tienen nada que ver con la felicidad y proponer que los índices que
miden el “nivel de bienestar” de nuestras sociedades como el PIB, sean
sustituidos por otro que se refiera a eso que realmente interesa a los hombre,
es decir, la felicidad, y así en vez de un PIB establecer un FIB, o sea el
índice de felicidad interior bruta; tras especular etcétera, decía, al fin cayó
sobre la madre del borrego de toda vida, es decir, eso, claro, la felicidad.
Aunque aquí también se iba por los cerros de Úbeda confundiendo el culo con las
témporas, que la cosa de la felicidad tiene mucha música como para despacharla
así sin más, porque entonces viene Epicuro, que definió la felicidad como el
bien supremo, pero sin olvidarse a continuación de advertir a sus discípulos
que para ser feliz hay que trabajar con ahínco. “Los logros materiales por sí
solos no nos satisfarán durante mucho tiempo. De hecho, la búsqueda ciega de
dinero, fama y placer no conseguirá más que hacernos desdichados”.
A
continuación Harari (por cierto, que no pase de aquí sin dar las gracias a Fernando
Ruiz, el fotógrafo oficial de nuestro querido grupo de montaña el Navi, por
haber sugerido en una ocasión en FB la lectura de este interesante autor
israelí. En aquella ocasión fue Homo
sapiens, una obra diría casi imprescindible para acercarnos al entendimiento
del mundo que vivimos. La sugerencia de lectura de Homo Deus, se la debo al ilustrado amigo Cive, cuyo pozo de ciencia
descubrí en una reciente excursión a Sierra Nevada); a continuación Harari,
decía, advertía que según las ciencias de la vida, la felicidad y el
sufrimiento no son otra cosa que equilibrios diferentes de las sensaciones
corporales. Nadie padece por haber
perdido el empleo, por haberse divorciado o porque el gobierno decidió entrar
en guerra. Lo único que hace que la gente sea desgraciada son las sensaciones
desagradables en su propio cuerpo. La gente se vuelve feliz, aseguraba Harari, por
una cosa y solo una: las sensaciones placenteras en su cuerpo.
Y
¡ah!, ¿cómo no me voy a acordar aquí del amigo Fernando Pessoa, a quien recreé
este invierno durante semanas mientas hacía el camino de Santiago Portugués?
Ese Pessoa que continuamente daba vueltas a la matraca de las sensaciones,
sensaciones aquí y allá porque, decía, las sensaciones son lo mejor que
tenemos. Pessoa, que a cada momentito parecía decir, bueno, sí, lo que usted
quiera, pero no me quite las sensaciones, deje que mi cuerpo y mi alma se
alimenten con ellas.
En
realidad, ¿qué es nuestra felicidad sino esa tempestad de sensaciones que
tienen lugar en nuestro interior en los momentos de plenitud, esos momentos en
que, como en la película de anoche, La
canción del camino, un sinfín de pequeñas cosas llenan nuestra alma de
emoción (el fallecimiento de la abuela, Apu y su hermana corriendo a ver pasar
el tren, esa lluvia torrencial bajo la que la hermana de Apu encuentra la
felicidad… y también la muerte, y sobre todo esa desgarradora escena de padre,
madre y Apu sobre el carro tirado por bueyes cabalgando en busca de un nuevo
hogar). ¿Qué es la felicidad sino, acaso, para sentir que realmente no estoy zumbao, esa sensación de fuerza que nos
llega, incluso al límite de nuestras posibilidades, cuando nos superamos a
nosotros mismos en un esfuerzo, esa sensación que hay en la creación de algo
hermoso, en la locura de vivir una noche bajo las estrellas mientras los
crampones muerden el hielo bajo nuestros pies camino de una cumbre?
Hoy
no hice ascos al refugio. El personal, gente amable y con ganas de bromear terminó
por inclinarme a quedarme aquí. El reloj marcaba las cuatro cuando estaba
terminando de comerme un trozo de tarta de chocolate con nata y saborear un
capuchino y lo siguiente eran mil cuatrocientos metros de desnivel de desoladas
laderas de pedreras donde me iba a ser difícil encontrar un rincón para mi
tienda. Apacible tarde, con la charla animada a mi lado en alemán, un rato en
una especie de acogedora buhardilla y, por último, tras la cena y su zuppa di
gulasch, la película que me estará esperando, El mundo de Apu. La segunda parte de la trilogía, Aparajito, no la tengo, una pena. Confío
en que Victoria pueda enviármela cuando tenga un wifi en condiciones.
Ah,
esta tarde tengo también una sorpresa, el compi Antonio Creus del Navi me ha
hecho un regalo, un montaje de mis propias fotografías, viajes y montañas, y
que no había podido descargar hasta ayer mismo. Hoy que tengo tiempo
acompañarán a El mundo de Apu. Gracias,
Antonio.
Tras
la cena me llevaré también un bonito recuerdo, una larga conversación con Iris,
la hija de los gestores del refugio, que estudia farmacia y que desde que era
niña pasa los veranos a 2800
m . en este refugio ayudando a sus padres. No le arredra
pasar cuatro meses del año a esta altura sin apenas bajar al valle. Hablamos de
ello, la ciudad no la ha contaminado y con sus veinte años se siente muy bien
en este estrecho espacio más cerca de las nubes que de la tierra. Iris tiene
una sonrisa encantadora y habla apasionadamente de la vida que lleva; siente el
refugio como parte de sí. ¿Qué tendrá este pequeño espacio en medio de la nada
para que pueda satisfacer las ganas de vivir de una chica de veinte años?
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