Mora, 25 de marzo de 2019
Camino de Levante. Tembleque-Mora
Nadie podría haberme recomendado
con más acierto para las circunstancias de este caminar que llevo a cabo, un
libro tan interesante y circunscrito a esta España que recorro. Se trata de La España vacía, de Sergio del Molino,
que me acompaña desde hace días por este vacío manchego de vides donde de tanto
en tanto asoma la silueta de algunos molinos de viento en la lejanía. Éste y El Quijote constituyen estos días mi
exclusivo yantar literario.
Claro que un diario de los caminos
no es para meterse en análisis y profundidades, que por otra parte el caminante
tampoco podría afrontar en la paz de su cabaña, pero acaso sí un tanto pueda
meterme con el autor de La España vacía como
con los cervantinistas que pretenden hacer de El Quijote un mundo de estudios y
exégesis que no caben en miles de páginas, y del primero que toma tan en serio
el mundo que retrata Cervantes, para mí la oportunidad de explorar un paisaje
humano complejo visto desde la óptica de un observador que pretende sacar
partido a los sueños de un enajenado por sus muchas lecturas, aunque un poco
más, que convierte a Cervantes en la parte menos amable, entre los escritores,
que se dedicaron a dejar constancia de una estampa de la España de su tiempo
muy poco favorable. Frente a la visión pesimista, si no torticera, de la España
que refleja Cervantes, parece decir Sergio del Molino autor de La España vacía, Del Molino nos pasea por
la obra de, principalmente de Théophile Gautier, y ya en en el siglo pasado
recurriendo a Azorín a quien le asigna el arbitraje de una visión más objetiva
en una labor que Del Molino estima dedicada a limar las asperezas con que
Cervantes había retratado a las gentes de La Mancha. Cuenta a este respecto la
anécdota de cómo le enfrenta el director del diario El Imparcial, José Ortega Munilla, padre de Ortega y Gasset, a
Azorín a la labor que se le encomienda de hacer una crónica de las tierras que
sirven a don Quijote para sus aventuras, cuando éste ante la inminente salida
de Azorín para tierras manchegas echa mano a un cajón de su mesa de despacho y
sacando un revolver se lo entrega diciendo: «Ahí tiene usted ese chisme, por lo
que pueda tronar».
Lo que el autor llama el mal de
Maritornes, ese afeamiento de la España rústica de la época, no es otra cosa
que esa diversión con que Cervantes caricaturiza en ella una fealdad que para
mí creo que sólo sirve a la jocosidad de un lector que necesita del buen humor
para que al lector no se le caiga de las manos el libro y siga entusiasmado los
reiterados percances de su protagonista. Querer hacer de esto un argumento para
hacer de Cervantes un observador sociológico
mordaz y criticón del medio rural de su tiempo me parece equivocado.
Siempre tuve la impresión de que
al Quijote se le ha sacado punta en exceso, que se ha querido hacer de él un
tratado de filosofía de altos vuelos, vistiendo la obra de una trascendencia
que estaba ausente en la mente del autor. Es algo que sucede con frecuencia
tanto en el ámbito de la literatura como del arte en general. Los exégetas,
como parados deseosos de trabajar en algo terminan haciendo su agosto
convirtiéndose en más papistas que el papa y, sacando de un pozo, donde no había más
que agua, un montón de ciencia y exhaustivas deducciones que es probable que
sólo respondan a esa necesidad que persigue al ciclista de seguir pedaleando a
fin de no caerse. Eso, o yo soy un simple y no sé ver en los entresijos de las
aventuras de Sancho y su señor los que otros desde su alta ciencia han
descubierto y que Cervantes no consideró.
Cierto que la interpretación de
una obra de arte puede llegar mucho más allá de lo que el autor quiso poner en
ella, pero de ahí a los miles de estudios que se han dedicado a la obra va un
pedazo. Instituciones, universidades, eruditos, todo ese ejército de estudiosos
que durante siglos ha vivido a costa de extrapolar y especular sobre la
escritura de Cervantes, ese magnífico escritor pero a la vez descuidado y
despistado escribidor que en un capítulo hace que le roben el asno a Sancho y
que en el siguiente ya no se acuerda que el rocín ha sido robado, o que da
hasta cuatro nombres diferentes a la mujer de Sancho, porque evidentemente no
se acuerda de qué nombre le dio páginas atrás y no tiene ganas de repasar su
manuscrito para averiguarlo, todo ese ejército no tiene en absoluto en cuenta
la gratuidad sin más con que su genio podría haber cabalgado por una Mancha
que acaso ni había visitado ni conocía. Yo concibo a un Cervantes mucho más
campechano enfrascado como su personaje, éste entre libros de caballería, el
otro entre las rejas de una prisión, viviendo la libertad onírica de su
personaje que alegrarían con ello sus largos días de soledad a la sombra de los
muros de una cárcel.
A una hora de camino de Tembleque
aparecen al fondo unas lomas como islas en la inmensidad del llano. El color
del campo ha pasado de la herrumbre del hierro y del claro café con leche a un
color corcho, gris y pedregoso. El polvo enharinado del camino ha dejado mis
botas blancas.
Que en La Mancha se haya hecho de
estas siluetas de Sancho y Don Quijote, que son una constante en el paisaje y
en los nombres de hoteles y hospederías, un leitmotiv y que aquí haya acérrimos
defensores que intentan acaparar el nacimiento o el lugar a donde fueron a
parar los restos de Cervantes, hace pensar en esa vieja historia de quienes
aspiran a ser hijos de la gloria universal, o al menos reclamo turístico
conveniente. A mí me recuerda aquel hartazgo que debía de sufrir García Lorca
cuando la gente le trataba de situar como un alma más entre los gitanos y él se
tenía que defender diciendo que par él los gitanos era un tema, un motivo
literario; acaso no más que eso. Vivimos en la era del marketing… que no se
olvide.
Mora, se llama esta localidad en
donde hoy termina mi jornada de caminante, ya a tiro de piedra de Toledo,
bueno, no tanto, una calcetinada de casi cuarenta kilómetros, en donde el
caminante se encontrará con Penélope y reposará un día entero de sus fatigas.
Mis ojos están cansados al punto
de no poder mirar ya la pantalla del teléfono. Recurro para descansarlos a la
música que me envía Victoria. Un trozo de paz que me suena como la música de
fondo de una película de Tarkovsky: Arvo Part, Stabat Mater para coro y orquesta de cuerda. Mis ojos no dan para
terminar Las noches de Cabiria.
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