Blow up. Volviendo a casa





Toro-Madrid, 7 de abril de 2019

Camino de Santiago de Levante. Etapa Castronuño-Toro.


Nubes triponas de un delicado color perla con tintes de grises azulados, el campo tranquilo, probablemente sorprendido por este frío repentino, unos pinos de esos de cabezota grande de ordenados cabellos como salidos de hacerse la permanente, en fin el run run del autobús que enfila la autovía hacia la capital.

No pensé que me viniera al ánimo escribir, que acaso visto desde aquí aparece como una desmedida tarea en la que me empeño desde hace un mes que salí de Valencia, pero, siguiendo con la afición de Sancho, aunque hoy mismo haya terminado con El Quijote, nunca digas de esta agua no beberé, o bien que la prolijidad suele engendrar fastidio, que la culpa del asno no se le ha de echar a la albarda, que si me vienen ganas de escribir no ha echársele la culpa a los aires del camino, bien que quizás tuviera razón don Quijote con aquello de enfrenta la lengua; considera y rumia las palabras antes de que salgan de la boca.





 Hoy ni siquiera eran las seis de la mañana todavía. Las aguas del río Duero por debajo de Castronuño estaban tranquilas y parecían no moverse en esa quietud que daba la noche a la todas las cosas. Las previsiones eran de tiempo nublado y lluvia pero el firmamento era un nítido salpicado de estrellas. Casiopea, como un barquito de papel, bogaba por encima del río bajo la vigilancia, a la izquierda, de la Osa Mayor. Era muy profunda la oscuridad.

Había terminado la noche anterior Blow up, de Antonioni y estaba intrigado por lo mucho que estamos condicionados por el principio de causalidad, ese intento por descubrir en una película o en una novela siempre los porqués o el hilo que nos lleva de la causa al efecto me parecía, siguiendo esta película, una actitud que me distraía de la belleza plástica que se derramaba a lo largo y ancho de todo el film. ¿Por qué, me decía, han de tener la poesía y la música el monopolio de la inconcrecion causal que les son propias? Superado este bache queda lisa y llanamente ahí la fiesta que organizan unos cómicos, el paseo por un estudio fotográfico, el capricho de comprar un hélice en un anticuario, todo con el lujo estético de quien dedica la parte más sabrosa del pastel de la creatividad a componer una escena, a mezclar unos colores, a buscar una insólita perspectiva que acaso no contribuye al desarrollo del argumento sino que es buscada por si misma a fin de suscitar un placer estético basado en el orden de los elementos expuestos o en la conexión de unos colores con otros. Imposible no recordar viendo estas cosas el papel que juega el color rojo en El desierto rojo, del mismo director. Que por añadidura se introduzca el débil argumento de un asesinato, que el fotógrafo capta casualmente, ayuda a dar a la película una razón de ser de la que se podría prescindir pero que contribuye a conservar en la película en su totalidad la sensación de una obra compacta donde en definitiva dejar algunos cabos atados no está reñido con la fiesta que el pintor fotógrafo ha concentrado en el espacio una hora y media de oscuridad para dar gusto a un espectador al que se invita a desplazar su interés desde la tensión de un argumento, a la contemplación pictórica que tantas secuencias van mostrando, incluido el alborozo de los comediantes y el gracioso final de un mimo que se desarrolla en un campo de tenis. 




El director nos había llevado durante media hora a la intrincada investigación de un crimen, pero, fiel al leitmotiv del juego que quiere romper con la causalidad, termina haciendo justicia a la estética en unas secuencias mudas que bordan el relato. No es necesario dramatizar sobre un asesinato, basta un pequeño intermedio, una muda partida de tenis, y ya hemos vuelto a recuperar la gracia del sentido lúdico de nuestros actos y la estética de lo que llena la pantalla.



Ahora, hasta Arévalo, el autobús no hace otra cosas que deshacer el camino que he recorrido días atrás, Castronuño, Navas del Rey, Medina del Campo… El llano llano, los amarillos campos de colza, los pinares salpicando aquí y allá el campo.





Y, cuando por levante empieza a insinuarse el amanecer, vuelvo a conversar con Javier Sádaba que intenta deslindar la funcionalidad del cerebro de la responsabilidad que no está en él sino en nosotros. Y yo, oyendo esto enseguida me digo: mi cerebro obviamente no soy yo, él es sólo mi herramienta de vida esencial (y ello discrepando con Woody Allen, que mantenía que el cerebro es la segunda parte más importante de nuestro cuerpo ;-)), pero no siendo mi cerebro yo, ¿quién soy yo, dónde está realmente la esencia de mi yo? Sí, ese tipo de perogrulladas que ni lo más listos sabrían contestar. Y cuenta Sádaba cómo un día en que Shopenhauer paseaba por unos jardines privados, le saliera al encuentro el jardinero que, parándose frente a él le preguntó?: ¿quién es usted? A lo que Shopenhauer respondió: ah, eso mismo quisiera saber yo.

Antes del mediodía ya estaba a las orillas del Duero bajo sus rojas cárcavas dando cuenta de mi acostumbrado tentempié. Me quedaban catorce kilómetros para Villalazán y su albergue. Llamé por teléfono al único bar de la localidad para asegurarme la comida y la cena. Desde allí sólo tendría una veintena de kilómetros a Zamora que me permitiría estar en Madrid al día siguiente por la tarde. El programa estaba completo. El Duero era aquí ancho como un gran río, sus aguas se desbordaba bajo los arcos de medio punto del puente romano. La Colegiata de Santa María la Mayor y el Alcázar destacaban señoriales arriba como sobre la proa de un gran barco que se asomara al llano circundante.


Había dejado atrás hacia un buen rato Toro, cuando me entró un whatsapp de casa. Un asunto me reclamaba allí. Estando a una jornada de Zamora tampoco me molestó mucho la cosa. Hablé brevemente con Victoria, me senté en un pretil junto al camino e indagué los medios de volver a casa. Tres horas más tarde estaba sentado en el autobús camino de Madrid. Veintiocho días de peregrinación es suficiente como para volver a coger con gusto las rutinas de casa.

El autobús se acerca a Guadarrama. Una espesa capa de nubes cubre la sierra. Entre ellas aparece el manto de la nieve reciente.


 
























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