Las dunas de Chinguetti

 


MAURITANIA. Llovía. Bendita lluvia en mitad del calor de Chinguetti. Llevaba cuatro días viajando ininterrumpidamente. Por fin podía despertarme plácidamente en la terraza cubierta de un albergue donde todo había sido lavado por la lluvia de la noche. Tras dejarme el tren en un páramo de arena salpicado por unas pocas casas misérrimas, tomé un todoterreno a Atar y otro desde allí a Chinguetti. Me encontraba en uno de los parajes más bellos del desierto mauritano.

En la segunda noche la brisa me trae el gemido continuado de un hombre, un orgasmo que, como la voz del almohacín, se propagaba a los cuatro vientos por encima de las casas de barro del pueblo a modo de doloroso reclamo. Era un lamento a veces desgarrador, tan dilatado, tan sin fin, que al rato pensé que no habría hombre que pudiera resistir aquella infernal orgía. Luego especulé con la posibilidad de que se tratara de uno de esos burritos tan usados en todos los países árabes. Sea lo que fuere, la tibieza de la noche era muy propicia para los ejercicios del amor. Reinaba un silencio y una oscuridad absoluta, sólo el gemido semihumano del burrito rompía la tensa quietud del oasis.

A la mañana siguiente el encargado del hotel atendió sonriente a mis preguntas sobre el misterio de la noche anterior. Había que viajar, parece, para distinguir los suspiros de un camello enamorado, con los de un hombre, o peor, con los de un humilde burrito, simpático y despreocupado que probablemente lo que quiere es dormir la noche entera de un tirón después del duro trabajo de la jornada. Así que aquello era llantina de camello o camella; estaban en temporada baja y debían de aburrirse en sus corrales, por lo que pasaban la noche clamando por lo que claman todos los bichos vivientes de este planeta.

El desierto, infinitamente dilatado, lleno de calor, con un horizonte ancho como el mar, estaba ahí temprano para mi gozo en una mañana en que la lluvia de la noche había bañado la arena oscureciendo débilmente el manto rubio de las dunas. A los pocos minutos de abandonar Chinguetti sólo el paisaje marino de la arena se extendía a mi alrededor. La superficie, endurecida por el agua, sostenía bien el paso. Era agradable caminar viendo perderse entre las dunas la silueta del camello precedida por el hombre de la túnica azul que lo llevaba de la brida.

El desierto siempre fue para mí un tema pictórico de extrema belleza; cuando empezamos a internarnos en las dunas mi cámara busca enseguida las curvas, las ondulaciones, los matices, los graciosos y leves rizos en que se transforman los taludes de arena. En esta ocasión ayudaba la luz, una luz difusa que bajaba de un cielo color añil surcado de nubes azules, un cielo muy especial. A esta hora caminar entre las dunas era una actividad agradable que tenía mucho parecido a un paseo por las salas, pongamos por caso, del Museo de Arte abstracto de Cuenca. Todo el desierto era un museo. Junto a las dunas, en largas depresiones, aparecían extensas superficies pedregosas salpicadas de tonalidad esmeralda que alternaban con variados matices de siena y color tabaco. Junto al delicado azulado marino de algunas depresiones llenas de cantos rodados, algo que recordaba a Zobel, aparecían extensiones de ocres que eran a su vez reminiscencias del trabajo de Antoni Tapies. La colección de texturas, muy extensa ya, que recogía desde tiempo atrás con mi cámara fotográfica, se vio notablemente incrementada por la conjunción de una maravillosa luz nacida de la tormenta de la noche sobre la superficie lavada del desierto. Algún día montaré una exposición con ella, haré un libro, algo que aísle los líquenes y las texturas pétreas o vegetales de su entorno para poder así apreciar la menuda belleza que encierra lo pequeño, esas manchas que pueblan las rocas de una buena parte del mundo.

En los diez días anteriores no había hecho más de veinte o treinta tomas, mientras que en media hora de desierto terminé con una buena remesa de carretes. Sumido en mi entusiasmo fotográfico perdí los rastros del camello en el suelo duro de una depresión, así que me tocó andar de un lado para otro, ya con un cierto temor en el cuerpo, a la búsqueda de las huellas.

Llegando al oasis, a los pies de un promontorio, se abre un ancho valle salpicado de pequeñas extensiones de una roca azulina poblada por resecas acacias que salpicaban el color ambarino de la arena; mirando a través del visor de la cámara se podían recoger suaves composiciones de tonalidad pastel.

En el oasis hubo té y siesta obligada bajo la sombra de las palmeras. Volver sería otro cantar. Hubo que caminar bajo un sol inclemente que calentaba la arena hasta abrasar los pies cuando éstos se hundían en las dunas, ahora ya blandas y difíciles de andar. En el último tramo, como a todo se le puede sacar punta y gusto llegado el caso, me vino en ganas darme una fuerte trotada en las cercanías de Cinguetti bajo el sol de fuego, algo que me sugirió la breve carrera que emprendí años ha llegando a la proximidad de la cumbre del Mont Blanc. Sentir el cuerpo hermosamente fuerte y poder experimentarlo era uno de los genuinos placeres de la vida. En esta ocasión, mis piernas, fortalecidas por mis habituales excursiones a la montaña, funcionaban bien bajo el calor extremo.

Abandoné Chinguetti en la reducida caja de un Toyota donde, sentado sobre el equipaje, apenas había sitio para estirar las piernas. Mujeres con amplios y llamativos vestidos amarillos y azules, una niña, un pequeñajo en los brazos, un anciano, yo. El coche corría a ciento veinte por una pista de tierra de la que se levantaba una gran estela de polvo. Una buena velocidad para meditar y reflexionar sobre la vida, pensaba yo. Había comprobado con frecuencia que estos viajes siempre tenían cierto aire atávico. Uno llega a sentirse por encima, siempre mucho más allá de esas corrientes circunstancias locales en las que las preocupaciones cotidianas se bañan. Viajar a esa velocidad sobre la caja de un vehículo pequeño lleno de pasajeros era un significativo ejercicio de ascesis.

El coche corría mucho más de lo que debiera, sabía que cualquier pequeño incidente, una rueda, un bache no visto podía hacer que todo terminara en drama, y sin embargo ahí estaba, consciente, lo quisiera o no, de la fragilidad de la vida, que era otra cosa que se aprendía cuando se llevaba una vida elemental. Era inevitable hacer la reflexión de que el hombre moderno, como los faraones del antiguo Egipto, parecía afanarse en exceso por un tiempo que no existía más que en su cabeza. La solidez de las casas que construimos, la riqueza que acumulamos sin mucha razón de ser, nuestros enormes deseos de seguridad, tantos aspectos que parecen querer espantar el hecho de nuestra simple finitud. Ver las chozas de barro, la vida del desierto, esa poca agua que irriga el palmeral, invitaba a hacer una síntesis y a considerar la vida desde su vertiente más simple.

Esos eran mis pensamientos mientras el fuerte viento de la velocidad me refrescaba el cuerpo. Bajamos una escarpada pendiente dando unos bandazos que me ponía los pelos de punta pese a mi hábito de viajero experimentado. Estabamos en las manos del Altísimo, Alá era bueno. Un par de horas más tarde comía hígado frito con cebolla, sentado a la puerta de un chiringuito. Esa noche dormiría en Nouakchott.

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