Llueve


GR-10. Beleña de Sorbe-Tortuero-Patones, 9 de mayo de 2008

(En el Mozilla se ve mejor que en el Explorer. No sé resolver los problemas de distribución en este último)


Esta mañana sentí un denso atisbo de felicidad caminando entre los trigos empapados de lluvia. La tierra roja y arcillosa se me pegaba a las botas formando un enorme pegote bajo ellas y haciendo muy cómico mi caminar. Estaba cubierto. Había llovido parte de la noche y cuando a las seis de la mañana sonó el despertador, el ruido intermitente del agua se oía sobre el techo de mi pequeño iglú de tejido. La pereza se hizo sitio en mí y la dejé estar; a fin de cuentas hacía dos semanas que caminaba ininterrumpidamente y un poco de remoloneo no le iba a ir mal a mi cuerpo. A las ocho había cesado el clap clap sobre la tienda y, haciendo un esfuerzo me incorporé, preparé mi muesli y un rato después empezaba a caminar por un estrecho camino embarrado. En lo alto una alfombra de más de medio metro de trigo tieso y robusto me cortaba el paso. Mi brújula me indicaba que debía atravesarlo para encontrar al otro lado la senda. Como meterse en el baño con las botas puestas, todo estaba empapado de lluvia. Tras el trigal me esperaba el caminillo. Mi gps es una bendición, un botoncito y plas me deja en el lugar preciso, una vereda encantadora que paseaba delicadamente entre un recién estrenado vallecillo donde se alternaba el terruño oscuro y los distintos verdes de la cebada y el trigo como paños cosidos uno al lado del otro por una mano delicada de artistas que administraba sus colores explotando la delicadeza que el cielo nublado depositaba en ellos.
A esta mañana seguiría dos días de lluvia ininterrumpida. La última noche me desperté a las dos o tres de la mañana en medio de un charco; las lluvias se habían canalizado por unas rodadas y la tienda se convirtió en un estanque. Paciencia. Tuve que esperar a que amaneciera. Fue una caminata algo penosa pero extremadamente bella: Beleña de Sorbe, embalse de Beleña, La Mierla, Retiendas, el bellísimo desfiladero del río Jarama, Valdesotos, Tortuero, Alpedrete y Patones como punto final, lomas solitarias vestidas de jaras y brezos por donde circulaban pequeños ríos que a veces era imposible sortear, pueblos desiertos abandonados a la melancolía de sus calles mojadas.
La belleza.
Indudablemente la belleza. La de estos últimos días de lluvia, las flores de las jaras con la cabeza gacha abrumadas por el peso del agua, los brezales, los prados abriéndose en ramificaciones entre los árboles con su verde intenso; el campo como una esponja, las nubes bajas entre los montes oscuros; paños de vegetación y tierra de colores húmedos tendidos en las ondulaciones del campo como una espléndida colcha cuyo objeto fuera vestir de fiesta estos días de lluvia.
En Retiendas hablé con mi padre por teléfono. Había estado llorando sentado solitario en su lugar habitual del salón grande de la residencia. ¿Por qué llorabas?, le pregunté. Por lo mío, por mi situación, ¿por qué va a ser?, contestó. Lo mío, encontrarse inválido y además no tener fuerzas para enfrentarse a la desgracia; y ser viejo, muy viejo en estas últimas semanas, y que la vida sea algo que viene sin que la llames. La vida está ahí cada mañana; cuando duermes, cuando despiertas, cuando sueñas o juegas o comes; tú estás siempre con ella, como un tren dentro del cual tú viajas y que sigue moviéndose por los carriles interminablemente, sin poder parar, digamos lo que digamos, pensemos lo que pensemos, con dolor o sin él, con afecto alrededor o carente de él. La vida como un tren al que vamos subidos, siempre el runrún de los raíles. Viajando por paisajes de enfermedad, de vejez, de gozo, de aburrimiento... sin parar, sin poder cerrar los ojos y dejar de existir por un momento. La vida que nunca descansa. Descansa el cuerpo, pero no la vida o la conciencia; incluso llegamos a despertarnos fatigados después de una larga noche de sueños. No hay posibilidad de parar.
¿Habrá alguien que sea capaz de comprender la vida de una manera cabal? No somos todos unos aprendices desde que nacemos hasta la muerte, aprendices de algo que se nos escapa de las manos, que atisbamos pero que un rato después se escurre entre los pliegues de una desmañada razón? La vida río o arroyo, inconcebible en quietud o suspensa en un instante, ese en que sería posible captar algo de su significado. Un asunto antiguo: Heráclito y Parménides. Ya. En el momento en que está suspensa ya no es vida. El fragor continuo, el movimiento permanente de todo lo que nos rodea, de nuestra sangre, de nuestros pensamientos, todo ello bullendo ininterrumpidamente. E intentar comprenderlo. ¿Y qué es eso de intentar comprenderlo?, ¿saber de todas sus partes y la interrelación entre ellas?, ¿saber por el contrario de un porqué final al que va dirigido ese movimiento? Nuestra capacidad de razonamiento no parece preparada para sacar conclusiones de la simultaneidad de procesos anímicos complejos, supuesto que hubiera una relación de causa efecto en ello, que también es dudoso. ¿Y si no la hubiera y sólo la vida fuera fluir sin causalidad como parece que es? Y sin embargo pasamos la vida intentando atar cabos, sacando conclusiones... ¿porque nuestro cerebro funciona así, porque su maquinaria tiene un diseño, una tendencia a meter todo dentro del corsé de un esquema lógico?
Caminando bajo la lluvia tuve uno de esos momentos de percepción que alientan un conocimiento de la vida intenso y real, aunque no racional. Mi mente se alimentaba de imágenes fugaces que eran las que hablaban a mi conciencia; las lágrimas de mi padre, los contratiempos del amor, la muerte como contrapeso de tantos afanes convencionales, las palabras del Tao, crípticas y luminosas la más de las veces, el gorjeo intemporal de los pájaros en los árboles, en fin la realidad toda convertida no en una interrogación sino en un paisaje que se deja contemplar fugazmente desde la ventanilla de un tren, que con su diversidad y sus matices, que con su carencia de significación, el paisaje no significa nada, los árboles tampoco, las lomas, los pájaros, los cables del teléfono, nada; que con su carencia de significación se posa en el ánimo y lo deja tembloroso y consciente de esa vitalidad que hay en la carne y en los sentidos; consciente, meditativo; nervioso sólo ya en el hecho de la contemplación.
Mi padre no ha sido nunca dado a la ensoñación, siempre fue pura actividad; sin embargo ahora es fácil encontrarlo sin hacer nada, hurgando con la mirada a través de su ceguera en los rincones de la vida. Pasa horas así y de vez en cuando ello viene a humedecerle los ojos. También a mí me sucede algo de esto, la necesidad de no hacer nada, de pasar largas tardes mirando el campo mientras mis pensamientos se posan aquí o allá, recuerdan un hecho u otro, recalan en un mundo de sensaciones que con frecuencia ablandan el alma, la hacen permeable y dúctil. Y no es difícil que en algún momento la emoción haga de las suyas. La tan manida recurrencia a la melancolía y la tristeza como condiciones propicias en las que es posibles que germinen sensaciones y emociones deseables y también en las que nuestra sensibilidad es capaz de gestar frecuentes actos de creación, posee una base sólida; se asienta en la idea de la importancia que tiene para la comprensión o para la creación el hecho de que nuestro ánimo esté en posesión de una sensibilidad y una disposición adecuada, ya que en estos estados es cuando con mayor frecuencia estamos cerca de una aguda percepción de nuestro entorno y de nuestras realidades anímicas.
El hecho de caminar alimenta constantemente mi disposición a la contemplación. Caminar cada día me pone en contacto con realidades depuradas que antes, con las ocupaciones del trabajo, de la crianza de los hijos, con esas múltiples ocupaciones en las que uno se mete, no era capaz de asumir como ahora. Realidades depuradas, es decir esas que parecen constituir la parte nuclear de la existencia, eso que quedaría si nos desvistiéramos de un buen puñado de necesidades y nos atuviéramos a aquello que sustenta especialmente nuestra vida, la pura vivencia de nuestro yo, de la belleza, de la naturaleza, de aquello que fabricamos con nuestras manos o nuestra inteligencia, la capacidad de amar, la impronta que deja la idea de la muerte en nosotros, aquello que somos capaces de hacer por los otros; en fin este tipo de cosas. Vivir y contemplar ese vivir, sortear esa necesidad a veces apremiante de interpretar continuamente los hechos de la vida y repantigarse en la contemplación del fluido vital y de la naturaleza, en el natural ciclo de la vida en donde todo es transitorio y donde la vida perece no sin antes haber engendrado otras vidas.
Pensamientos y sensaciones de este jaez acompañaron mi camino durante las largas horas de lluvia; también algunos relatos de Chejov. Por cierto que era curioso leer historias ambientadas en el crudo invierno ruso, bajo intensas nevadas, mientras el agua, terca y pertinaz inundaba los montes que recorría. Mi recorrido terminaría provisionalmente en Torrelaguna, donde Mario me recogería al final de la tarde.
Paró el coche en la cuneta donde yo me encontraba enfrascado en la lectura de Peer Gynt. ¡Qué grato encontrarnos allí después de su escapada a Méjico! En su brazo algún gusano del trópico había dejado tres ostentosas heridas que no terminaban de cicatrizar. Tenía muy buen aspecto, huesudo, fuerte, de mirada viva, nos besamos, nos dimos un fuerte y prolongado abrazo. Terminamos la tarde en su cabaña de Valdemanco charlando apasionadamente sobre la vida hasta bien entrada la madrugada.

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