Uno es de donde mejor está

GR-10. Jadraque-Merenchel, 6 de mayo de 2008



A veces uno no sabe muy bien qué hace por el mundo caminando desde el alba a la tarde. No lo sé, es como tratar de ver si haciendo esto o lo otro el espíritu se nos aquietara un poco (o por el contrario se nos llena de regocijo e inquietud), encontráramos esos pedazos de verdad que cada cual persigue o simplemente tratáramos de comprobar si poniéndonos en determinadas circunstancias nos llega la inspiración y nos da por pintar un cuadro, escribir un libro o hacer un poema. Uno es de donde está a gusto, decía un personaje de Patagonia Express, de Luis Sepúlveda. Uno trata de saber de dónde es tomándole el pulso a la vida en diferentes circunstancias; va preguntando de puerta en puerta, aceptando un mate aquí, compartiendo una cerveza allá, pegando la hebra donde se tercia, fotografiando el mundo y descubriendo a retazos lo poco o mucho que tiene la vida que merece la pena aprender.
Yo debo ser mucho de aquí, del camino; el personaje de Sepúlveda en principio era de Eslovenia pero terminó siendo de la Patagonia, que uno no debe de ser de donde nace sino de donde la vida y el tiempo le va diciendo con los años. Pero aun siendo así uno tiene la afición de volvérselo a preguntar de vez en cuando, como esta tarde después de comer en Jadraque y haber caminado desde el amanecer en que caí rendido en una alameda junto al río Tajuña y no me desperté hasta que empezaba a atardecer, y eso porque los mosquitos mierderos habían tomado mi cara como campo de aterrizaje. Mi cansancio hablaba entonces por mí.
Allí me dije: se acabó por hoy, pero la cosa no me convencía, el lugar era un poco opresivo, aunque bonito. Así que recogí y me puse en marcha. Me faltaban dos capítulos para terminar Patagonia Express, así que a la salida de Jadraque me volví a colocar los auriculares y esperé a que se me desentumeciera un poco el cuerpo después de tan larga siesta. Fue dejar la carretera y empezar a trepar por una vereda ondulante que volví de repente a sentirme profundamente de aquí, del campo, de los sembrados, del barranco aquel junto al castillo que había descendido poco después del mediodía; de los colores lujuriosos, espléndidos de las cebadas, de las flores, de las amapolas, del color tabaco de los surcos.
Llegué a lo alto de una loma, un mirador excepcional con unas pocas encinas en donde instalé mi tienda. A un par de kilómetros, en una hondonada, estaba el pueblo de Membrillera, y detrás, por poniente, la línea de las montañas a las que me dirijo, la zona de Ayllón; quizás la cumbre más alta sea la del Ocejón. Salí caminando desde la orilla del mar y ya estoy cerca de Madrid. Ni español, ni italiano, ni hindú, yo debo ser de aquí, de la tierra que piso, ya que estoy muy bien en ella, ya que disfruto tanto este silencio sólo interrumpido hoy por unos pocos grillos lejanos; ya que la brisa es amiga.
Cada uno es de donde mejor está. Hoy estuve en la Patagonia con Luis Sepúlveda, y también me sentí de allí, también recorrí en una ocasión aquellas tierras con extremo gozo. Hoy, subiendo la culebrilla del sendero que me llevó al cerrillo donde instalé mi vivac, tuve el deseo de volver allí; de otra manera, al modo como me desplazo ahora, a pie, sin prisa, durmiendo una noche en una quebrada, otra junto a un río, otra más en medio de la inmensidad de aquella tierra, como en aquella ocasión en que el coche en que viajábamos se salió de la pista de tierra y después de dar un par de volteretas se quedó boca arriba pataleando como un escarabajo panza arriba que no pudiera volverse mientras las ruedas giraban en el vacío. Habíamos volado entre Usuahia y Río Gallego en un pequeño avión que se demoró lo suficiente como para hacernos perder el autobús que nos había de llevar a Punta Arenas, al otro lado del cono sudamericano, en Chile, y decidimos hacer autostop en un lugar donde la afluencia de vehículos no pasa de cuatro o cinco a lo largo de todo el día. Tuvimos suerte, a los diez minutos paró un coche; una joven y su madre viajaban a alguna hacienda del interior. Hablábamos animadamente después de dos o tres horas de viaje, cuando en una curva la conductora no pudo dominar el coche y éste derrapó primero y salió dando vueltas después. No tuvimos tiempo apenas más que para la sorpresa; nosotros salimos a gatas por la ventanilla trasera cuyo cristal se había roto. Algo echaba humo dentro del capó; salimos corriendo en previsión de que aquello pudiera incendiarse o explotara. No sucedió ni lo uno ni lo otro, el coche era como un perrito patas arriba que quisiera recibir las caricias de su dueño. Una broma en la inmensidad de aquel desierto de arenas y matas ralas. Victoria se había hecho un corte en la oreja y las mujeres habían sufrido algunas contusiones en las piernas y en el pecho sin importancia. Eso fue todo. Sorprendentemente a los diez minutos vimos aparecer a lo lejos una furgoneta. Entre todos volteamos el coche y momentos después éste arrancó sin dificultad. Lo vimos alejarse todo lleno de abolladuras camino otra vez de Rio Gallego. Nos quedamos en medio del páramo en donde un pequeño mojón pintado de amarillo indicaba el punto kilométrico cuatro mil y pico.
Fue de lo más maravilloso que nos ocurrió en aquel viaje de medio año. Era una soledad que se palpaba con las manos; hacía frío y el cielo era intensamente azul. Caminamos por el medio de la pista de tierra durante todo el día, no pasó ningún vehículo en ese tiempo. Tampoco llevábamos provisiones. Tuvimos durante todo el día la conciencia de estar viviendo un momento excepcional caminando por uno de los parajes más salvajes y solitarios del planeta. Al final, en la tarde, en algún momento oímos muy lejos el zumbido de un motor: nuestro autobús, diminuto y renqueante se estuvo aproximando durante un dilatadísimo tiempo, salvando toda la inmensidad que nosotros habíamos hecho caminando. Llegamos a Punta Arenas de madrugada.

Junto al relato de Sepúlveda viví mi propio experiencia mientras caminaba al lado de los lustrosos verdes de la cebada. Después recordé mi paso temprano de esta mañana por Argiles, un pueblecito agarrado a las laderas de un barranco de gran belleza, tuve una breve charla con un grupo de lugareños que tomaban el sol a las diez de la mañana en la plaza del pueblo. No parecía que hubiera mucho de interesante que descubrir allí, sin embargo el lugar tenía edificios de piedra muy bellos; tres caños de agua alegraban con su rumor la plaza. Pueblo sin tienda y sin bar pero con un puñado de vecinos mano sobre mano. Tampoco los alrededores del pueblo mostraban actividad económica notable: unos pocos campos sembrados de cereales tan solo.
Desde el altillo de mi vivac de hoy se veía la silueta del castillo de Jadraque, allí sobre una alta loma; el cielo empezaba a llenarse de estrellas como todas las noches. Sobre mi cabeza se encendía la Osa Mayor

























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