GR-10. Jadraque-Mer enchel, 6 de mayo de 2008






Yo debo ser mucho de aquí, del camino; el personaje de Sepúlveda en principio era de Eslovenia pero terminó siendo de la Patagonia, que uno no debe de ser de donde nace sino de donde la vida y el tiempo le va diciendo con los años. Pero aun siendo así uno tiene la afición de volvérselo a preguntar de vez en cuando, como esta tarde después de comer en Jadraque y haber caminado desde el amanecer en que caí rendido en una alameda junto al río Tajuña y no me desperté hasta que empezaba a atardecer, y eso porque los mosquitos mierderos habían tomado mi cara como campo de aterrizaje. Mi cansancio hablaba entonces por mí.
Allí me dije: se acabó por hoy, pero la cosa no me convencía, el lugar era un poco opresivo, aunque bonito. Así que recogí y me puse en marcha. Me faltaban dos capítulos para terminar Patagonia Express, así que a la salida de Jadraque me volví a colocar los auriculares y esperé a que se me desentumeciera un poco el cuerpo después de tan larga siesta. Fue dejar la carretera y empezar a trepar por una vereda ondulante que volví de repente a sentirme profundamente de aquí, del campo, de los sembrados, del barranco aquel junto al castillo que había descendido poco después del mediodía; de los colores lujuriosos, espléndidos de las cebadas, de las flores, de las amapolas, del color tabaco de los surcos.
Llegué a lo alto de una loma, un mirador excepcional con unas pocas encinas en donde instalé mi tienda. A un par de kilómetros, en una hondonada, estaba el pueblo de Membrillera, y detrás, por poniente, la línea de las montañas a las que me dirijo, la zona de Ayllón; quizás la cumbre más alta sea la del Ocejón. Salí caminando desde la orilla del mar y ya estoy cerca de Madrid. Ni español, ni italiano, ni hindú, yo debo ser de aquí, de la tierra que piso, ya que estoy muy bien en ella, ya que disfruto tanto este silencio sólo interrumpido hoy por unos pocos grillos lejanos; ya que la brisa es amiga.

Fue de lo más maravilloso que nos ocurrió en aquel viaje de medio año. Era una soledad que se palpaba con las manos; hacía frío y el cielo era intensamente azul. Caminamos por el medio de la pista de tierra durante todo el día, no pasó ningún vehículo en ese tiempo. Tampoco llevábamos provisiones. Tuvimos durante todo el día la conciencia de estar viviendo un momento excepcional caminando por uno de los parajes más salvajes y solitarios del planeta. Al final, en la tarde, en algún momento oímos muy lejos el zumbido de un motor: nuestro autobús, diminuto y renqueante se estuvo aproximando durante un dilatadísimo tiempo, salvando toda la inmensidad que nosotros habíamos hecho caminando. Llegamos a Punta Arenas de madrugada.
Junto al relato de Sepúlveda viví mi propio experiencia mientras caminaba al lado de los lustrosos verdes de la cebada. Después recordé mi paso temprano de esta mañana por Argiles, un pueblecito agarrado a las laderas de un barranco de gran belleza, tuve una breve charla con un grupo de lugareños que tomaban el sol a las diez de la mañana en la plaza del pueblo. No parecía que hubiera mucho de interesante que descubrir allí, sin embargo el lugar tenía edificios de piedra muy bellos; tres caños de agua alegraban con su rumor la plaza. Pueblo sin tienda y sin bar pero con un puñado de vecinos mano sobre mano. Tampoco los alrededores del pueblo mostraban actividad económica notable: unos pocos campos sembrados de cereales tan solo.
Desde el altillo de mi vivac de hoy se veía la silueta del castillo de Jadraque, allí sobre una alta loma; el cielo empezaba a llenarse de estrellas como todas las noches. Sobre mi cabeza se encendía la Osa Mayor
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