Accidente en la carretera

Galicia. Xironda, 14 de julio de 2008

El pajarillo yacía encogido, yerto sobre el asfalto de la carretera. Las botas de un caminante estuvieron a punto de pisarle. El pardillo miraba atónito desde la rama de un castlaño. Más allá, ajeno al drama, había un hombre que volteaba el heno cortado dos días atrás. El gorrión miraba consternado a su compañero de juegos. Estaban jugando al corre que te pillo alrededor del frondoso castaño donde ahora se posaba, y el amigo, dando un requiebro inesperado, había perdido altura y, volando raso sobre un campo de maíz que crecía entre el castaño y el asfalto, había emprendido su ascenso hacia la carretera justo en el momento en que aquella era atravesada por un camión. Su cuerpo tropezó violentamente contra el cristal parabrisas y salió despedido por encima de la caja del camión, yendo a caer sobre el asfalto. Su cuerpo se estremeció unos segundos y después dejó de moverse. Su amigo observó atónito el espectáculo mientras que el camión se alejaba con un runrún despreocuado hacia el perfil almenado de Penas Roia. Luego pasó un caminante que se detuvo, extrajo de su bolso una cámara fotográfica y fotografió el cadáver de su amigo.
Cuando éste se alejó con sus grandes botas haciendo un clac clac como de olas carreta adelante, Sarnoso dejó su rama y voló hasta donde yacía el compañero de juegos. Estaba echado sobre el suelo, como si durmiera la siesta, tranquilo, no había en su rostro ningún gesto de dolor. Sarnoso lo miró con compasión.



El campo habia empezado a ponerse como de miel y los olivares que bajaban hasta la hondonada para subir después hacia la otra ladera, alineados como soldaditos de plomo sobre un suelo de color ceniza, empezaban a hundirse en la oscuridad como aquejados por la somnolencia de un día de muchísimo calor. Sarnoso miró a ambos lados de la carretera buscando la presencia de alguien con quien compartir su pena; pero allí no había nadie; hacia poniente sobresalía negra la torre del castillo con una pequeña luna alzándose sobre los álamos y, por levante, el asfalto subía y bajaba solitario como un tobogán por las onduladas laderas. Miraba ensimismado el cadáver de su amigo, cuando sintió a su lado un ruido de alas, era Manuela, la urraca que había nacido la primavera anterior en el fresno solitario junto a la ermita. Ésta, que andaba de paso dando brinco en la carretera sin otro objeto que el placer de saltar y poner a prueba su buena forma, había visto la silueta del gorrión a lo lejos y se había acercado.
-Pobre Juancho –dijo con voz condolida acercándose a Sarnoso. Lo dijo como quienn quiere dar el pésame de la forma más sencilla posible.
También apareció por allí don Raposo y doña Culebra, pero éstos parecían contemplar aquello como la cosa más normal del mundo; se quedaron allí como los mirones de un accidente de coches que sólo atienden a su curiosidad,y que se encogen a lo sumo de de hombros ante la desgracia ajena.
-¡No somos nadie! –dijo sentenciosamente la raposa, y salió pitando hacia las retamas próximas. La culebra hizo otro tanto, ya conocía ella ese tipo de accidentes en su familia.
Aquella noche, Sarnoso, cuyo nombre se lo había puesto cariñosamente su madre por la poca disposición de éste a lavarse, durmió mal, por lo que que, imitando a don Quijote, el famoso caballero andante de la especie de los hombres, cuando las del alba fueron echóse al campo, pero en esta ocasión cumpliendo un requisito que nunca a tan temprana hora nadie en la comunidad de los voladores hubiera supuesto en él; y fue que decidió acercarse al aspersor en el que todos los gorriones de los alrededores hacían su baño regular. Un aspersor de una huerta vecina que durante años nadie se había ocupado en arreglar y que dejaba a sus pies un charco muy propio para beber, bañarse y juguetear en las horas de más calor; eso cuando los estorninos no les daban por aparecer por allí, en cuyo caso no había más remedio que largarse y esperar a que no hubiera moros en la costa.
Después de su baño matinal Sarnoso se sintió despierto y animoso. El sol tardaría sólo unos pocos minutos en apuntar por el lado de Variz, donde su tía abuela vivía una ancianidad tranquila entre el seco ramaje del nido de su excelencia la cigüeña Rigoberta, una orgullosa señora de porte estirado y mirada altiva que había condescendido para que cuatro o cinco parejas de gorriones hicieran de su nido su hogar. El nido era un poco ruidoso, tanto como para morirse del susto si a uno le pillaba desprevenido, dado que a los tatarabuelos de Riboberta no se les había ocurrido hacer el nido más que en la torreta que columbraba los dos huecos de las campanas de la iglesia. Recordaba Sarnoso cómo siendo pequeño, tanto que apenas sabía volar por entonces, le dejaron una vez sus padres al cuidado de su tía abuela y cómo cuando las campanas empezaron a sonar casi se cayó de la torreta del susto.
El recuerdo del hogar de sus tío abuelos le sugirió volar hasta la atalaya del castillo de Penas Roia para ver despuntar el sol y de paso para ver si encontraba por allí a su amiga la urraca. En el trayecto se acordó del accidente del día anterior; notó que le costaba más trabajo volar, pensó que ya no podrían jugar juntos.
Cuando puso sus pies sobre la almena, el sol se hizo ver redondo y coloradote como una bola de fuego. Abajo, junto al río, vio la forma del caminante dirigiéndose hacia poniente por el camino de Sampaio. ¡Cuántas mañanas había contemplado él y Juancho aquel espectáculo antes de irse a picotear en la tierra de los sembrados a la búsqueda de semillas o lombrices! A él no le gustaba estar solo, y cerca del castaño donde vive con sus padres sólo vivía Manuela.
-¡Vaya, hablando de Roma…! –exclamó Sarnoso viendo aparecer a la urraca que volaba en ese instante desde el campanario de la iglesia a la atalaya..
-Buenos días –saludó Sarnoso haciéndose a un lado para dejar sitio a la urraca en la cruz de hierro que coronaba la almena.
-Hola, carambola –contestó ésta- vaya madrugón que te has dado.
Sarnoso la miró por un momento de hito en hito considerando de repente la posibilidad de que su vecina Manuela, que abultaba cuatro o cinco veces lo que él, pudiera convertirse en su amiga; así que ni corto ni perezoso le propuso pasar la mañana en el río, a lo cual accedió Manuela con mucho gusto.
Fue un día estupendo; se divirtieron de lo lindo. Sarnoso, que era bastante patoso, cazó un saltamontes y lo compartieron como buenos amigos. Él se comió la cabeza y Manuela el resto del cuerpo. Luego se fueron a buscar lombrices y a salpicarse agua entre las espadañas. Las horas de mayor calor las pasaron chapoteando en una pequeña playa junto al puente de piedra.
Cuando el sol empezó a declinar, Manuela propuso volver a casa y jugar un poco a la rayela en la carretera frente al castaño que estaba un poco más arriba de su olivo. A sus padres no le gustaban que estuviera lejos de casa cuando empezaba a hacerse de noche. Sarnoso estuvo de acuerdo, por lo que ambos remontaron el vuelo, pasaron sobre los tejados de Penas Roia y fueron a posarse sobre el asfalto a pocos metros del castaño. Al final jugaron a policías y ladrones. Sarnoso se tapó los ojos con las alas y, mientras contaba hasta cincuenta, Manuela, que hacía de ladrona, como cabía esperar, voló a esconderse al otro lado de la carretera entre unas zarzas. Cuando Sarnoso llegó a cincuenta, dijo en alto:
-¡Voy! –y salió disparado hacía donde creyó había oído volar a su amiga.
Había remontado el vuelo y, pasando sobre unos juncos, se dirigía al otro lado del asfalto, cuando un recuerdo fugaz le atravesó la cabeza. Fue como un chispazo en la oscuridad. Volvió a ver con todo el horror del día anterior a aquel enorme camión sobre el que se estrelló su amigo Juancho. Las alas se le aflojaron y, como si le hubiera acometidfo un mareo sintió que ni las alas, ni las patas le sostenían. Manuela le llamaba a lo lejos:
-¿No vienes?
Como el otro no contestara terminó por asomarse por entre las zarzas; fue entonces que vio que Sarnoso ya no jugaba. Le miró, daba saltitos como un borracho carretera adelante. Veinte o treinta metros más arriba se paró. Manuela recordó entonces también el accidente; se acercó despacio hacia donde se había parado su amigo. Lo que vio en el suelo fue una mancha clara que tenía la forma de un pájaro, el cadáver de Juancho era sólo un poco de color, una silueta difusa, todo aplastadito, delgado como un trozo de papel de embalar. Por el plumaje del rostro de Sarnoso rodaba una lágrimas en donde se reflejaba el sol del crepúsculo.

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