El eco de las palabras


Arribes del Duero. Confluencia Tormes-Duero, 07 de julio de 2008

Al noroeste de Villarino de los Aires el camino sigue una loma descendente ante el paisaje de las quebradas del Duero, zigzaguea por una loma como por la grupa de un caballo y después se hunde en el valle. Allá abajo confluye el Tormes con el Duero. A mí me disgustaba dar una larga vuelta por el embalse de Almendra para seguir hacia el norte, dado que no veía en el mapa ningún puente que cruzara el Tormes, y más todavía cuando albergaba la esperanza de encontrar el modo de atravesar por Portugal camino de Finisterre sin tener que dar la larga vuelta por Sanabria. Así que me fui a la página del Sigpac, e hice zoom hasta abarcar con la pantalla unos pocos metros sobre el cauce del Tormes; no había puente, pero si un camino que lo atravesaba. Después me confirmaron que parte de las aguas del río son trasvasadas al Duero desde el embalse; por tanto decidí descender hasta el vado y desde allí, por el embalse de Bemposta, en el Duero, pasar a Portugal. La loma, desolada y salpicada de olivos abandonados, va a darse de bruces contra los ríos. Entreaguas, llaman a este lugar, un lugar rumoroso por donde discurre todavía una discreta corriente de agua, calma, rodeada de sauces y encinas.
Llegué temprano aquí y decidí que no me movería ya en todo el día. Una carta recibida esta mañana me había dejado un hilo de melancolía que deseaba no dejar escapar. No quería que mis sensaciones se cocieran al sol del mediodía, se mezclaran con la solana de la subida hasta la presa, se disolviera en el sudor de la ascensión. Así que busqué sombra bajo los sauces y me adormecí mientras escuchaba alguno de los últimos relatos de Aldecoa; relatos de marineros y aprendices de boxeadores en esta ocasión. Me despertó un pescador que fumaba a diestro y siniestro y en una hora volvió a ensuciar el prado que yo había cuidadosamente limpiado momentos antes. No, no estaba yo de conversación. Hace más de dos semanas que camino y esto era como llegar al sábado, una pausa, un descanso, quería pensar en mis cosas, o acaso dormir un rato e intentar recuperar el sueño de esta noche, que el frío y la humedad interrumpieron allá cuando se acercaba el amanecer.
Sí, es que hoy amaneció helador. Cuando sonó el despertador, todavía de noche, mi saco estaba empapado, hacía un frío intenso. Me arrebujé y, ovillado sobre mí mismo, intenté dormir. No más de media hora. Me recordaba los días más frío del año de la travesía de los Alpes. Tampoco mi indumentaria es muy allá para defenderse del frío inesperado; mi único abrigo es una camisa de manga corta y un jersey muy ligero.
Amaneció con un sol pálido de invierno que doraba los monolitos de granito y los plumeros de las gramíneas mientras que en la hondonada del valle piaban los pájaros intentando entrar en calor. Recogí lo más deprisa que pude y me puse a caminar vivamente por un sendero que se hacía difícil de seguir invadido como estaba por la vegetación o incluso por las zarzamoras. De momento la tiritona no había forma de quitármela de encima; el camino volvió a hundirse en el valle, se diluyó entre helechos y robles y tuve que poner toda mi atención en no perderlo.
Fue entonces cuando empecé a darle vueltas al asunto de la continuidad de mi camino. En esta parte de la península, un larguísimo cuerno de tierra portuguesa se adentra en tierras de Zamora, y dirigiéndome como voy hacia Santiago supone una larga vuelta, aunque en Sanabria comience otra de las variantes del Camino de Santiago, o un poco más al este, el Camino de la Plata. Sucedió que, el día anterior, acogiéndome a la generosidad de Roberto, el entusiasta encargado de la oficina de turismo de Aldeadávila de la Ribera, que me ofreció su ordenador para que indagara, descubrí que el camino de Santiago portugués, el del interior, pasaba por Chaves, a cien kilómetros a vuelo de pájaro del lugar donde me encontraba. Este era mi dilema esta mañana mientras el sol empezaba a diluir el frío de la noche y a templar mi cuerpo. El único problema era que de Portugal no tenía absolutamente ninguna información, mapa, referencia, nada. Sin embargo fue llegar a Villarinos y encontrarme con las instalaciones de Internet del pueblo a mi disposición. Así que abrí el Google Earth, tracé una línea recta entre Chaves y el Duero, puse la pantalla a una escala conveniente y cosí todo el recorrido a pantallazos y fui imprimiéndolos uno a uno. Cuando terminé tenía una longitud de quince metros de folios por los que más adelante iría trazando mi ruta. Bendita, una vez más, la prolijidad y la buena inventiva de la gente del Google.
Ahora sí, ahora atravesaré el cuerno portugués y marcharé directamente a Santiago, camino de Finisterre (que no será el fin de la tierra sino que me servirá, Dios mediante, acaso para iniciar otro gran recorrido). Todo es terminar y empezar en la vida; no era otra cosa el trabajo de Penélope.
¡Ay, la timidez! En esta ocasión he necesitado tres meses para entrar en los pueblos y poder sentirme como quien lleva la ropa holgada que usa en su casa. Parar en la plaza, en una esquina y pegar la hebra, saber de la vida y la obra de la gente que encuentro en el camino, sentarme junto al rebaño con el pastor y no tener la prisa de salir corriendo; mirar a la cara del interlocutor, interesarme por el enorme trabajo de los almendros que no teniendo espacio para un tractor, debe arar Antonio con una mula; la labor de Valentina, que hace punto frente a la puerta de su casa en Mieza, y que cuando le pregunto la edad, me dice, muy satisfecha, que tiene noventa y dos años. El aspecto de Valentina es envidiable; se sienta en una silla baja de enea con el delantal puesto y allí está toda la tarde junto a Remigia, que, aposentada a su vez en el poyo junto a la ventana llena de flores, hace labor y charla esperando también que alguien se acerque a comprarle algunas cerezas.
Y de aquí mis recuerdos se fueron a otras gentes y a otros pueblos; algunos centenares de kilómetros, decenas y decenas de aldeas desde que arranqué en el Mediterráneo. Los últimos nombres de los pueblos atravesados, Puerto Seguro, San Felices de los Gallegos, Ahigal de los Aceituneros, Sobradillo, Hinojosa del Duero, Saucelle, Vilvestre, Mieza, Aldedávila de la Ribera, Pereña de la Ribera, Villarino de los Aire (¡y qué bonitos nombres todos!), son un puñado de rostros e historias en la palma de mi mano.
Así que ahora, dentro de poco, de caminante pararé en ser peregrino. Apreciaré este nuevo apelativo. Quizás le pueda sacar partido a la cosa. Leía el otro día de ese leitmotiv que aparece en la simbología de casi todas las religiones, la del peregrino, la del hijo pródigo que deseoso de visitar otras tierras lejanas termina por regresar tarde o temprano a su patria, a su hogar. ¿Por qué ir continuamente de uno a diez si después habrá de volverse de diez a uno? ¿Qué le iba a Odiseo tanto movimiento si en definitiva habría de volver a Ítaca? Las respuestas que podemos dar es que el que se va no es el mismo que regresa; en el camino nos hemos transformado, en el camino hemos crecido, en el camino se nos han llenado los ojos y el alma de un algo que sin saber qué es tiene la consistencia del perfume que deja el amor en aquellos que lo probaron.
Estoy aprendiendo una nueva asignatura, una asignatura que consiste en intentar sustraer, como en las flores, de la realidad, su perfume, su sentido profundo intuido o adivinado. Estoy aprendiendo que no son en las palabras en las que deberían volcar el empeño de la comprensión, sino en su eco, en su perfume, en su indefinible querer decir que no es precisamente ese significado que el diccionario les atribuye. No son las palabras, sino el eco de éstas lo que hay que oír.

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